miércoles, abril 17, 2019

MEMORIA DE LOS PUEBLOS CON GENTE. Mientras recordemos a sus habitantes, seguirán vivos.


MEMORIA DE LOS PUEBLOS CON GENTE.
Mientras recordemos a sus habitantes, seguirán vivos.


   Oreaba serena la mañana cuando, hace cosa de cuatro décadas, a lomos de una mula castaña tomé el camino de la Bragadera atencina con ánimo de vivir una de esas aventuras literarias tan en boga en los últimos años del siglo XIX, aunque estuviésemos en el XX. La jornada, terminaba de amanecer cuando dejaba Atienza a las espaldas, había de concluir en lo alto de la cumbre que tenía ante mis ojos, Bustares, y la primera parada del camino, La Miñosa, tenía que tenderse a mis pies dos horas después. Lo hizo con algo de retraso pues la mula, o quien la dirigía, erró el camino y, tomando el equivocado se detuvo en las cercanías de Tordelloso, donde nos encaminaron correctamente y esta vez sí, a eso de la media mañana, con el sol en lo alto, la señora Gabina me contó su vida, que como bien anotaron en La Miñosa al hacerse eco de mi paso se trataba de la tía Eugenia, añadiendo lo de “el resto es ajustado a la realidad de aquellos tiempos”. Dos horas más y hacía mi entrada, cual pintoresco Quijote y por la puerta de atrás, en Prádena, al tiempo que algo más de una docena de chiquillos salía de la escuela y nos sirvió, a la mula y su aventurero, de escolta a través de las pizarrosas calles del pueblo. Más que de escolta, de vigía. Pues debieron sospechar que nada bueno había de traer quien de aquellas formas venía. Dejaron de seguirnos al pie del molino, cuando Juan Cerrada, o Juan de Prádena, o Juanón, como en Atienza lo conocíamos se plantó delante y espetó lo de: Esa mula es la del tío….  En más de una ocasión el tío Soria lo había acompañado, después de que se cerrasen las tabernas, hasta el camino de La Bragadera, para que los chiquillos no se metiesen con él. Ya era muy mayor y su macho, el Negro con el que hacía los caminos, había dejado de seguirle, entre Prádena y Hiendelaencina.





   Todavía se daban, a la parte de Saliente, aquellas cerezas pintonas que tan populares eran en toda la comarca y que las mujeres recogían de mañana para llevar en sus cuévanos a los mercados, junto al queso de cabra, careaban entre las estepas pintando la ladera, y la leche recién ordeñada.

   La tarde se pintó de tormenta, tronó y cayeron chuzos de punta en las proximidades de Bustares, donde paré, contado está, en la taberna del tío Gamo. Bueno lo del agua, para matar el polvo de los caminos, pues entonces la mitad de los que conducían a estos pueblos eran polvo y tierra. Allí, en la taberna, no menos de una docena de hombres y jóvenes me siguieron con la mirada. Más que nada porque la imprevisión del viaje no me hizo meter en las alforjas paraguas o chubasquero y todo lo que las nubes arrojaron nos calló encima, a la mula y su piloto.

   Aquellas buenas gentes que poblaban nuestros pueblos se encargaron de darnos calor y abrigo. Lo rememoraba, no hace mucho, con la hija del tío Gamo y la señora Avelina que me llamó desde Jadraque para agradecer que recordarse a aquel hombre, y decir que si, que su padre era tal y como yo lo describía, lo mismo que aquel pueblo, Bustares, que me recibía con las calles abiertas en canal –estaban metiendo el agua en las casas-, los caballos del Gitano pataleaban en un callejón, tres o cuatro gatos se asomaban a la tapia de un corral y media docena de zorros colgaban de un nogal al final de la calle Mayor envueltos en zumbido de moscas.


   El retorno, para tomar nuevos aires, tuvo el percance del encuentro con la Guardia civil de Hiendelaencina que a lomos de su 2 caballos apareció tras una nube de polvo para reclamarme un ternero desaparecido con la tormenta de la víspera por los campos de Gascueña; y tuvo el percance de que, bajando a las entrañas del barranco abierto por las aguas del Bornoba, uno de esos bichos rastreros que tanto espantan a la mulas cruzase la senda, si senda podía llamarse a aquellas estrecheces abiertas en el roquedal, haciendo que del rebufo, lanzase al viento de la sierra las alforjas. Allí perdí la merienda, que no me importó, y perdí el documento gráfico de la aventura, que fue lo que me dolió. Desde entonces, mi flamante cámara fotográfica recién estrenada –anticuada ya por las digitales- luce en su objetivo el traspiés de la culebra. Y Allá, al son del Bornoba, lamenté que, con el golpe, se abriese la cámara y se velase la película.

   A cambio encontré por el camino a Crescencio Cerrada, el cartero de Prádena que hacía la ruta por aquellos pueblos a lomos de su caballo Tito. Nos volvimos a encontrar hace unos años en Valverde de los Arroyos, en serrana fiesta. Con él hice parte del retorno en conversación monosílaba, pues las gentes de estas tierras han sido casi siempre de pocas palabras. Y así nos fue.

   No todas, por supuesto. Por aquellos días, en aquella aventura de ver y conocer, uno de aquellos hombres sabios que encontré por el camino, molinero de oficio, de dejarlo a sus anchas no hubiera dejado a otros meterse en su conversación, y en apenas unos minutos, los que empleamos en ir desde el camino real a su molino, molinero era, me contó que bajaba a él en la mula castaña, que era de su yerno,  porque el macho romo se le había muerto; como se le murió la mujer y él se moriría cualquier día; y que el molino lo heredó de su padre, que se llamaba Pablo, y este de su abuelo, que se llamó Juan; y que las aguas eran de Somolinos y las tierras de Campisábalos. Luego supe que también fue concejal de Campisábalos cuando fue Alcalde don Aurelio Ricote. Tenía entonces, Abilio Ortega Sevilla, 94 años de edad; enjuto de carnes y ojos vivos. Entonces el molino era pura vida en la cabecera de la Laguna; hoy es enredo de zarzales con recuerdo de gentes que pasaron.




   Sólo un pueblo, Villacadima, apareció en aquella aventura solitario. Allí, a las puertas desvencijadas de la iglesia almorcé una mañana; la techumbre amenazaba con caer y las losas que cubrieron los huesos de don Amador, don Clemente o don Diego Sanz Merino; los huesos de doña Antonia de Rosuero y doña María de Dávila; los del viejo Diego de Medina, que recibió título de hidalguía del alto y poderoso rey don Enrique IV, aparecían levantadas, y yacían a la rapiña de las pérfidas manos que ni el descanso de los muertos respetan.

   Hoy todo aquello ha cambiado y en estos días sólo se habla de lo que se fue; y hay quien, puestos a prometer, que días son de ello, prometen que volverán, como las golondrinas, los viejos tiempos; y uno, escéptico por edad y lo vivido, no se lo cree.  Porque cuando se pudo no se quiso y ahora que se quiere, porque la gente de los pueblos ha levantado la voz, no se puede.






   Uno de los más gloriosos alcaldes de la noble villa de Atienza, natural de Miedes, gobernador del municipio por espacio de treinta años, o por ahí, presumió, todos ellos, de que Atienza no necesitaba nada. Y hubo quienes le reían la gracia, cuando lo necesitaba todo; pero por aquellos tiempos, hace cuarenta años, parece que en los pueblos estorbaba gente y quienes quedaban decían lo de “a más tocamos”; y la gente se iba, porque no había trabajo, ni escuelas, ni medios. Y sólo ahora, cuando nos hemos dado cuenta de que nuestros pueblos se han quedado solos, es cuando nos damos cuenta de que hace cuarenta años se necesitaban muchas cosas, y que hoy sobran promesas y duelen las calles vacías, porque no hay juventud, y la juventud que entonces marchó, ya no retorna. Pero entonces, hace cuarenta años, quienes se quedaban y podían compraban las casas, y las tierras, a precio de saldo, y hoy las sacan sus herederos a la venta por un potosí. Y la gente no las compra porque carece del potosí necesario, y de esa manera no pueden volver quienes hacerlo quieren, porque una casa en el pueblo tiene un precio mayor que en la capital; quienes retornan, a ojos de algunos y en determinados lugares son unos caprichosos; a pesar de que todo queda a una hora, o a cien kilómetros de distancia; la farmacia, el supermercado, el instituto, el colegio, el médico… ¿Y en qué se puede trabajar, cuando todo está a la mano de Dios?

   Estos días que vienen, que son de mucho jaleo, no faltará gente en los pueblos. Porque a la gente le tira su pueblo. Aunque, a diario, no se pueda permitir la vida en él. La gente se fue. Y quien se fue no regresa. Y uno, que es escéptico en esto de las promesas, sabe que las promesas son sólo eso, promesas. La realidad es cosa  mucho más seria. Quiera Dios, que decía la tía Dolores, la del señor Francisco Noguerales, al pie de la fuente de Ujados, que me equivoque.

   Mientras, a mí me gusta recordar que hubo un tiempo en el que había gente en los pueblos, y hablar con los encuentro de las vidas que tienen esas puertas y ventanas cerradas; y hablamos, como hablan las personas de edad, de los tiempos mozos, y de las gentes mozas que, en nuestro parloteo, se hacen presentes y parecen salir al encuentro y se nos juntan a pegar la hebra. Y cuando subo a Bustares recuerdo la hidalguía del tío Gamo y la bondad de la señora Avelina; y cuando, como Diego Marín tomo el camino de El Burgo (de Osma), dando un rodeo, recuerdo al tío Abilio bajando de Campisábalos a su molino; y a Sofía sirviendo café con leche en su bar de Somolinos; y me parece ver al señor Antonio, en Albendiego, presumiendo del cochazo que compró su hijo. Y al paso por Bochones, al tío Francisco, que daba recuerdos para todos; y en Madrigal, salir a medio pueblo para ofrecer la mejor miel de sus colmenas; y en Alcolea de las Peñas a Quiterio de Miguel, mostrando los últimos papeles de Morenglos; recordar que, hace cuarenta años, uno se encontraba gente en los caminos. Y que todos aquellos que fueron, aunque no vuelvan, están ahí, al tanto. Me gusta ver, y recordar, los pueblos con gente. Porque mientras lo hagamos, estarán vivos.
  
Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 17 de abril de 2019

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