viernes, noviembre 02, 2018

GUADALAJARA 1755, EL DÍA QUE TEMBLÓ LA TIERRA. El terremoto de Lisboa del 1 de noviembre hizo pensar en el fin del mundo


GUADALAJARA 1755, EL DÍA QUE TEMBLÓ LA TIERRA.
El terremoto de Lisboa del 1 de noviembre hizo pensar en el fin del mundo

 
   Hizo pensar en el fin del mundo porque, por si fuera poco, coincidió con la festividad de Todos los Santos, a la hora en la que los fieles creyentes, mayoritariamente, se encontraban en misa, produciéndose la mayoría de los daños en las iglesias, sus torres y suelo, repleto entonces de tumbas alguna de las cuales al efecto del meneo terrestre se abrieron con lo que, miel sobre hojuelas, aquello significaba que el Redentor se disponía a presidir el juicio eterno.





   Está considerado como uno de los sucesos más importantes de la historia de Europa y, desde luego y para su época, de los más documentados, en España al menos, ya que el rey, Fernando VI, envió a los concejos un cuestionario para que diesen cuenta de cómo se había vivido y los daños que había  producido, que muchos fueron, desde la raya de la frontera portuguesa hasta las costas del Mediterráneo y la falda de los Pirineos. El epicentro se situó en la falla de las Azores y llegó a alcanzar, en estimaciones actuales, entre los 8 y 9 grados Ritcher, con lo que la devastación fue general. Solamente en Lisboa, la ciudad más afectada, dejó al menos 50.000 muertos.

El obispo de Sigüenza interrumpió la misa y la reanudó en la sacristía


   Gracias a aquella iniciativa del rey don Fernando, o de sus consejeros o ministros, conocemos lo que sucedió en alguno de nuestros pueblos, y cómo el temor a la muerte hace eterno el paso del tiempo, convirtiendo en interminables minutos lo que en condiciones normales pasa en un soplo.

   Que fue de gran duración está estudiado. Los sismógrafos estiman que el vaivén provocado en la tierra duró alrededor de dos minutos, los suficientes para que, viendo oscilar a los Cristos en las naves de las iglesias, y repicando las campanas a su antojo sin que nadie les tirase del badajo, los mortales se arrojasen en masa sobre las puertas provocando que algunos de los muertos fuesen de resultas de aquellas avalanchas.

   Cierto es que los efectos tampoco fueron del todo malos para algunas localidades, caso de Cifuentes donde a los informes reales respondieron que de resultas del bailoteo de la tierra a sus cien fuentes históricas se añadieron dos más, una que manó leche, y otra vino.

   No fue lo más normal, ya que en la mayoría de los lugares algunas fuentes se secaron y en otras se desvió el cauce de los ríos y, en algunas más, los ojos de quienes no se encontraban en la iglesia, por haber oído misa con anterioridad, como ocurrió en Albares –al decir del informante-, observaron una bola de fuego que se cernió sobre la localidad. La vieron unos chiquillos de corta edad con lo que finalmente se dudó de la certeza.

   De lo que no quedaron dudas en Alhóndiga es de que duró, entre unas cosas y otras, como media hora, de diez a diez y media de la mañana, y en Almoguera, a pesar de no haber causado otra cosa que miedo, se temió que una peñasca de unos cuantos miles de kilos, separada del castillo, con otro vaivén cayese sobre la localidad y arruinase una buena parte de sus casas, abandonadas por los vecinos ante el temor de que aquello sucediera. En Berniches la duración se estimó en un cuarto de hora, escuchándose como en tantos otros lugares el bramido de la tierra, que fue como si tronase en sus entrañas y muy pocas personas mantuvieron la calma; entre las que lo hicieron está el señor cura de Fuentelencina quien interrumpiendo los oficios divinos lanzó lo de: “Señores, estense ustedes quietos y pedir misericordia a Dios, que esto es temblor de tierra”.

El Corregidor de Molina ordenó cerrar las iglesias


   En Peñalver un canto caído de las alturas de la torre campanera de la iglesia descalabró al Alcalde, que fue el único herido en la población y de los pocos de la provincia, a pesar del atropellamiento con el que, en la mayoría de los casos, se abandonaron las iglesias como anteriormente se decía, lo que pudo producir en algunas la avalancha que se vivió por zonas de Extremadura. Pero aquí se conservó la calma, incluso en Valdeconcha, después de ver caer al suelo, como por ensalmo divino, las coronas de Nuestra Señora de los Rayos y del Niño Jesús que mantenía en su regazo.

   Don José Ortega de Castro, alcalde mayor de Jadraque, fue tan explícito como poético al describir la situación en la localidad, donde se observó la privación cristalina de las fuentes en sus aguas, sin que se advirtiese señal por la cual las personas de reflexión y experiencia pudiesen inferir resultas graves; a pesar de que la mayor parte de ellas padeció una especie de flaqueza de cabeza.

   En San Gil, de Molina, los curas que ofrendaban los oficios fueron los primeros en salir corriendo, lo que provocó el pánico en la feligresía que abandonó atropelladamente la iglesia, tomando el teniente de corregidor la determinación de cerrar con llave las puertas, en previsión de que los vecinos regresasen, a coger algún candelabro o cosa similar y a consecuencia de ello sufriesen alguna descalabradura, ya que la iglesia se vio sumamente perjudicada. En la colegiata de Pastrana, sin embargo, los curas fueron los únicos que permanecieron al pie del altar, hincándose de rodillas, a pesar de que la techumbre amenazaba con caérseles encima. Y en la catedral de Sigüenza, donde la misa era presidida por el Sr. Obispo, don Francisco Javier Delgado Venegas, se retiraron los celebrantes a la sacristía en la que, en su capilla de las reliquias, continuaron la celebración después de que se pasó el susto.

   Las torres de las iglesias, por su altura, fueron las más dañadas, cimbreándose en algunas ocasiones lo mismo que los juncos de las veredas de los ríos, al tiempo que, dicho está, las campanas, como si fuesen aquella que en Velilla tocaba a destiempo, o cuando la desgracia amenazaba al reino, se emplearon en su danza y repique de bronce, para aumentar un poco más el miedo de los mortales al anuncio del juicio eterno. En Atienza se resquebrajó la de la Trinidad; algunas peñascas se derribaron de la de San Bartolomé, cayendo sobre el tejado de la sacristía, y en el ábside del convento de San Francisco se abrieron algunas grietas dañando la Capilla mayor donde se veneran algunas de las Santas Espinas de Nuestro Señor Jesucristo. También resultaron dañadas las escaleras que desde la cripta y sacristía subían al altar mayor y al coro.

   Los sucesos extraordinarios que vieron los ojos de quienes aguardaban el final del mundo con el desplome de los cielos, pasado que fue el soponcio, fueron de todos los modelos y colores imaginables. Desde quienes presintieron la víspera un extraño bramido de la tierra y un viento helado que predisponía la imaginación al suceso extraordinario que había de sucederse; a quienes observaron en el cielo, entre rayajos cárdenos, la frente ensangrentada de Nuestro Señor coronado de Espinas, dispuesto a juzgar al pecador irreverente.

   Pecadores todos que, siguiendo órdenes superiores, y para mayor gloria, se unieron en multitud de procesiones por los cuatro puntos cardinales de la Patria, y de la provincia de Guadalajara, claro está, en procesiones penitenciales de las que participaron cofradías y hermandades para dar gracias al altísimo por seguir vivos. Te Deums y ofrendas se sucedieron a lo largo de días y días de penitencias; unas penitencias que, siguiendo el rito de los tiempos, llevaban aparejadas toda una serie de actos quizá en nuestro tiempo incomprensibles; entre ellos, la abstinencia carnal entre hombre y mujer por tres días en los que habían de dejarse las ventanas de las casas sin abrir o las tabernas sin atender a su feligresía para que, en busca del reparo, dedicasen el tiempo a la oración.

Los curas de la Colegiata continuaron en sus puestos en la de Pastrana


   Nadie se fijó en el aullido del lobo, el ladrido de los perros, el rebuzno de los asnos o el cacareo de las gallinas, hasta que pasó el susto y fueron preguntados por los efectos que produjo en los hombres y en las bestias. Caso curioso fue que en Ciudad Rodrigo (Salamanca), bandadas enteras de perdices sobrevolaron la ciudad de forma y manera que uno de los clérigos de aquella catedral, desde la ventana de su casa, con cada tiro de escopeta fue capaz de abatir de tres en tres las piezas.

   Del tiempo que duró, como antes se dijo, que oficialmente fueron alrededor de dos interminables  minutos, únicamente en Sigüenza se ajustaron a lo real. Los más matemáticos lo cifraron en medio cuarto de hora –siete u ocho minutos-, lo más creyentes en el tiempo en que se reza un pater noster.

   Contaba a quienes lo escuchábamos, hace unos pocos años, uno de los más eminentes doctores en la ciencia de la sismografía, el profesor don Alfonso López Arroyo, natural de Aranzueque –vaya mi recuerdo al excepcional hombre de la ciencia provincial, cuando se ha cumplido un año de su silenciosa muerte-, que un gran terremoto, similar al de Lisboa había de producirse por estas tierras en un plazo medio de cincuenta años. La mayoría para entonces ya no estaremos. Pero seguro que, pasados trescientos, alguien hará memoria de lo que suceda, como memoria de lo que sucedió doscientos cincuenta atrás, aquí hago. Y les parecerá irreal la vivencia de quienes les precedieron. Suele pasar. Y si pasa, pues… Que Dios  nos pille confesados, que se suele decir.
    

Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 2 de noviembre de 2018


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