MARIANO BARBERÁN
El héroe del Cuatro Vientos
Tomás Gismera Velasco
El capitán del cuerpo de aviación Mariano Barberán y Trós de Ilarduya,
se sentía intranquilo la mañana del 8 de junio de 1933 ante el cúmulo de
acontecimientos que, aquel día y los sucesivos, le aguardaban. Aquella mañana
el presidente de la República española, don Niceto Alcalá Zamora le iba a
imponer la Gran Cruz de Isabel la Católica, a modo de despedida, y
reconocimiento por el vuelo que estaba a punto de iniciar. El primero entre
Europa y América, o entre Sevilla y La Habana, directo y sin repostar, a bordo
de un avión que, a pesar de tener patente francesa, se había construido,
íntegramente, en España. Desde el palacio de Oriente, residencia del
presidente, un vehículo lo trasladó al aeródromo.
A las cuatro de la tarde, entre el aplauso y palabras de ánimo, Joaquín
Collar, su piloto, puso en marcha el motor del aparto. Tomó tierra en Sevilla a
las siete y catorce minutos, con precisión, en la misma pista desde la que
efectuaría el despegue hacía La Habana en el momento que las condiciones
atmosféricas lo permitiesen.
Pasaban de las cuatro y media de la madrugada del día 10 cuando ambos
pilotos corrieron el cristal de sus cabinas cerrándose en el interior. A las
cinco menos veinte el avión comenzó a deslizarse lentamente en medio de una
impresionante polvareda en dirección al puente de San Juan de Aznalfarache,
donde concluía la pista. Mariano marcó el rumbo siguiendo el cauce del Guadalquivir
hacia las marismas. El rumbo que los llevaría al Nuevo Continente. siguiendo el
mismo rumbo que llevó Cristóbal Colón. Salieron al Atlántico entre la Puerta de
Malandar y la Torre de la Higuera.
Apenas el Cuatro Vientos levantó el vuelo, las agencias de información
transmitían la noticia:
"Acaba de elevarse el Cuatro
Vientos en forma magnífica…"
Apenas habían pasado treinta minutos desde el despegue cuando los
aviones de escolta, tras el saludo y la despedida regresaron a la base. A
partir de ese momento no habría más noticias hasta que llegase, si es que lo
hacía, a su destino.
Cuando
estaban a punto de cumplirse las treinta y siete horas de vuelo, ante los ojos
de los pilotos, como si se tratase de la tierra prometida, se dibujó sobre el
Océano la bahía de Samaná. Respiraron aliviados, podrían o no alcanzar la meta
final del aeropuerto de La Habana, de lo que ya no quedaba duda era de que lograron
cruzar el Atlántico y alcanzado el continente americano, puesto que estaban
volando sobre la tierra mítica de La Española.
A las cuatro menos veinte minutos de la tarde del día 11, hora cubana, el
Cuatro Vientos volaba en dirección a Santa Clara. Había sobrepasado Guantánamo
y Camagüey. Bajo el avión los cañaverales se tendían inmensos, como una
alfombra verde y amarillenta dispuesta a acariciar y acompañar su paso, cuando
los ojos de Joaquín Collar se fijaron, una vez más, en el indicador de
combustible. Los indicadores anunciaban que estaba a punto a agotarse, y que no
llegarían a su destino oficial, por lo que estaban obligados a tomar tierra.
Tras hacer un giro de 180 grados, retornó sobre sus cielos. Sobrevoló
los cielos de Camagüey y luego, dejándose caer, comenzó a rodar por la pista
hasta detenerse cerca de la cabecera, a doscientos metros del único barracón
visible.
Pasaban cuarenta y tres minutos de las tres de la tarde, hora local. Las
nueve y cuarenta y tres minutos de la noche en España. Habían recorrido siete
mil seiscientos kilómetros en treinta y nueve horas y cincuenta y cinco
minutos. En los depósitos quedaban apenas cien litros de gasolina.
Desde el barracón, por cablegrama, se comunicó la noticia del feliz
aterrizaje al presidente de la República española. Igualmente el teléfono
sirvió para ir comunicándola a través de la isla, mientras las autoridades de
Camagüey se disputaban el honor de llevar a los pilotos en sus propios
vehículos. Subieron en el del cónsul de España en la ciudad, don Luis Roca de
Togores. Entraron en la ciudad por la avenida de las Palmeras, donde cientos de
personas los aclamaban y trataban de saludar, corriendo detrás de los vehículos.
Los relojes marcaban en España la una de la madrugada del lunes 12 de
junio cuando el gabinete militar del ministerio de la Guerra hizo entrega a la
prensa de un boletín oficial que anunciaba la noticia del aterrizaje: El trayecto recorrido en el vuelo es de 7.885 kilómetros,
lo que supone una media de 190 kilómetros a la hora. El consumo debe de
haber sido ligeramente superior a lo previsto, pues resulta una media horaria
de unos 130
litros. El ministerio de Estado ha comunicado por
teléfono que el vuelo hacia La Habana lo emprenderían los aviadores españoles
en las primeras horas de hoy día 12.
Eran las cinco y quince minutos de la tarde cuando el tren de aterrizaje
se deslizó mansamente por la pista, hasta quedar detenido junto a la Escuela de
Aviación, tras tomar tierra en el aeropuerto de La Habana. A través de la megafonía
se escuchaba música española. Allí, Mariano Barberán entregó al capitán Paco
Vives, agregado militar en la embajada de España, la carta de navegación.
En el automóvil descubierto del embajador hicieron su entrada en la
ciudad, precediendo a la gran caravana que los seguía y a la multitud que los
aclamaba a ambos lados de la carretera, así como a lo largo de las calles por
las que la comitiva discurría.
Una ciudad que parecía haberse vuelto loca en torno a Barberán y Collar.
El primer lugar al que acudieron fue al Casino Español, en el Paseo de Martí
con San Rafael, al lado del Centro Gallego, donde se reunieron un buen número
de asociados llegados desde todos los puntos de la isla. Los alrededores del
edificio se encontraban colapsados por cientos de personas que los trataban de
tocar sin dejar de vitorearlos.
Mariano Barberán y Joaquín Collar tuvieron que salir al balcón a
saludar, junto al presidente Alfredo Cañal y al propio embajador.
En el mismo vehículo que los trajo fueron conducidos a través de las
abigarradas calles de La Habana a la redacción del Diario de la Marina. Allí
otro tipo de público los aguardaba. Los industriales, políticos, banqueros,
comerciantes y sobre todo periodistas.
Tras los saludos, las primeras felicitaciones y las fotografías en la
escalinata, accedieron al piso principal donde tendría lugar la recepción
oficial ante los micrófonos de la Mackay Radio, a través de los cuales el
capitán Eduardo Laborde les dio la bienvenida.
Tras abandonar el Diario de La Marina, los llevaron a las redacciones de
dos nuevos diarios, El País y El Mundo. Desde allí, por fin, se dirigieron al
hotel. El gentío ocupaba los alrededores, e incluso a algunas personas las hubo
de detener la policía cuando trataban de encaramarse a las palmeras del paseo
en un último intento por alcanzar a ver a los pilotos. En sus habitaciones del
Plaza, don Luciano López Ferrer, el embajador, dio cuenta a Mariano Barberán de
lo que serían las próximas horas en La Habana, una agenda demasiado apretada
para los días venideros; sin descanso, pasados entre fiestas, homenajes y
recepciones.
El 19 de junio era el último de estancia en la isla. A las tres y media
de la madrugada del día 20, la hora convenida con Mariano para que el embajador
los pasase a recoger, ordenó Modesto Madariaga, mecánico del aparato, que
situasen el avión en la pista. Había que continuar vuelo a Ciudad de México y,
después, la gloria. A Chicago, a la Exposición Universal dedicada a la
aviación, donde medio mundo los esperaba.
En contra de lo que imaginaron las calles de La Habana se encontraban
inusualmente desiertas, lo desapacible de la noche y la ligera llovizna
mantenía en sus casas a los habaneros en el momento de la despedida, no
obstante, a Campo Columbia, el aeropuerto, habían ido llegando unos pocos
cientos de invitados que serían testigos de la partida del avión.
Tras los últimos fogonazos de los fotógrafos ocuparon su lugar en las
respectivas cabinas. A las 5,35 se puso en marcha el motor. A las 5,55 de la
madrugada habanera de ese 20 de junio, el Cuatro Vientos levantaba el vuelo, describió
media circunferencia a la izquierda y se perdió buscando altura en medio de la
lluvia.
La Pan American Airways, el Gobierno mexicano, así como las distintas
emisoras de radio que estaban dispuestas a retransmitir en directo el paso del
avión por su territorio hasta la llegada a Balbuena, aeropuerto de Ciudad de
México, registraron el paso por diferentes observatorios, hasta poco antes de
alcanzar el Estado de Chiapas. Por el obervatorio de Citás, en Yucatán, pasaron
a las 8,45. Por el de Ticul a las 9,10. Hecelchakan a las 9,30. Campotón a las
9,55. Sabancuy a las 10,10. Isla Aguada a las 10,25 y Ciudad del Carmen a las
10,45.
En aquellos momentos en el campo de aviación de Balbuena, en Ciudad de
México, una auténtica multitud aguardaba pacientemente la llegada. El número de
personas que entonces se congregaba en torno a la pista de aterrizaje se cifraba
en cincuenta mil, y los accesos estaban colapsados por la multitud que trataba
de llegar a las pistas.
En una larga caravana de autos oficiales que los trasladaba desde la
capital federal, llegaron el general Plutarco Elías Calles, junto con el
presidente de la República, seguido de su gabinete ministerial, gran número de
senadores y diputados, gobernadores de los estados vecinos, una nutrida
representación del cuerpo diplomático, así como los presidentes y secretarios
de los principales centros regionales de España en México. Tampoco faltaba el
embajador español, don Julio Alvarez del Vayo quien con el personal de la
Embajada, ocupó lugar de honor entre los dirigentes de la República, en el palco
frente al que se detendría en su momento el avión.
Poco antes de las cuatro de la tarde, los 21 aviones que compondrían las
escuadrillas de honores, al mando de los coroneles José León y Roberto Fierro,
comenzaron a despegar con la misión de encontrar en el aire al Cuatro Vientos y
llevarlo a Balbuena. En los alerones de los aparatos se instalaron cámaras
dispuestas para rodar cada minuto de la llegada y no perder un solo movimiento
del acontecimiento.
El júbilo estalló entre los congregados cuando, apenas una hora después
de alzar el vuelo, las escuadrillas de honores sobrevolaron nuevamente el
aeropuerto. Todos pensaban que, tras ellos, y de un momento a otro, el Cuatro
Vientos seguirá su estela. Pero no era así. Del Cuatro Vientos se había perdido
todo rastro.
Poco antes de las diez de la noche, en medio de un silencio expectante,
el presidente Rodríguez junto al general Plutarco Elías Calles abandonó el
aeródromo de la misma forma en la que lo fueron haciendo los invitados
gubernamentales a lo largo de la tarde, mientras la inmensa mayoría del
público, bajo la lluvia, al abrigo de sus paraguas, continuaba sin moverse de
sus lugares respectivos.
A medianoche, el embajador Alvarez del Vayo se dirigió al público que quedaba
en las pistas de Balbuena, la mayoría emigrantes españoles, para pedirles que
se retirasen pero que mantuviesen la esperanza, convenciendo a los presentes de
que el Cuatro Vientos, obligado por la tormenta, aterrizó en otro lugar con
peores medios de comunicación y que, por supuesto, a primeras horas de la mañana,
llegarían noticias.
Pero no llegaron. Miles de personas lo buscaron por tierra, mar y aire a
lo largo de un interminable mes, sin encontrar la más ligera pista.
El Cuatro Vientos se perdió en las alas del viento, o del misterio, o de la historia; después de
escribir la, hasta entonces, mayor hazaña aérea de la aviación europea: cruzar
el Atlántico en vuelo directo y sin repostar.
Y la hazaña la había llevado a cabo un hombre, Mariano Barberán y Tros
de Ilarduya, nacido en Guadalajara el 14 de octubre de 1895.
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