MEMORIA DE UNAS
FOTOS
Las de los
trajes populares de Guadalajara
Quizá sean las fotos más populares y
reproducidas en los últimos ciento cincuenta años, a través de calendarios,
postales o estampas. Se han pintado, dibujado y transformado tantas veces que,
de haberse tomado en nuestro tiempo, no sólo estas, sino el conjunto de todas
ellas, hubiesen hecho multimillonario a su autor, Jean Laurent. Todas ellas,
las que se refieren a Guadalajara también, han pasado a la historia tradicional
como representantes del traje regional de cada una de las provincias.
La historia de esas fotos no se conoce demasiado, y la mayoría de quienes
las continúan utilizando y poniendo de ejemplo ignoran, en muchos casos, que
son el producto de un adorno real; de una manera de mostrar a una futura reina
de España la diversidad de culturas y trajes de la tierra que a partir del día
de su boda iba a tener bajo su manto, aunque no le fuese del todo desconocida,
puesto que la reina no era otra que Merceditas: mejor, doña Mercedes Isabel
Francisca (y dos docenas de nombres más), de Orleans y Borbón, aquella de: voy en busca de Mercedes que ayer tarde no
la vi…
Aquellas bodas reales no eran como las actuales en las que la bambolla gobierna
cada uno de los movimientos de los contrayentes y su entorno. Alguien escribió,
un servidor también, que el mayor espectáculo que un reinado puede ofrecer al
pueblo, es la boda o entierro de su rey. Ambas ceremonias son espectaculares,
únicas. Por lo que representan
hacía la historia, y la cantidad de
personas y ceremonias que intervienen.
Ocurrió con aquellas nupcias devaluadas de la reciente restauración de
la monarquía en España, tras unos años de república e incertidumbre; cuando,
ante los devaneos del rey con la corista, que en realidad era cantante de
ópera, y de las buenas, Elena Sanz, el Gobierno del reino pretendió casar a Su
Majestad con alguna princesa europea; rechazadas que fueron las rusas y las
inglesas, por no coincidir en confesión religiosa; una princesa europea, y no
eran tantas las disponibles, cuyas casas reales autorizasen el enlace con un
rey sin demasiado recorrido, hijo de una reina de poco fiar, y rey de una
España que perdía los borlones de lo que fuesen sus escudos imperiales, por las
colonias.
Corría el glorioso año de 1878; cuando por París, capital del mundo, comenzaba
a pasearse la flor y nata de la nobleza mundial a la sombra de aquella gran
Exposición Universal que se inventó el tercer Napoleón, don Luis, junto a la
más digna emperatriz que ha reinado en Francia, Eugenia de Montijo; y en
Querétaro preparaban los fusiles para terminar con el imperio de don
Maximiliano de Austria. Entonces fue cuando, sin encontrar princesa aparente
con quien casar a don Alfonso de Borbón, se consintió en que se casase con su
prima, con Merceditas, que no por prima, sino que por Orleans se rechazada. La
historia del padre, don Antonio, da para cien novelas de intrigas reales.
No era mucho lo que España podía ofrecer a los pocos invitados que se
atreviesen a cruzar los Pirineos en aquellos tiempos, mucho más en el frío y
nevado mes de enero, cuando tuvieron lugar las reales nupcias en un Madrid que
se volcó con estos amores y en el que, para más celebrar, se ofreció pan gratis
a todos los pobres que por Madrid pasasen, y tantos fueron que llenaron sus
calles. Y no está claro de quien partió la idea de que a Madrid llegasen
representantes de todas las diputaciones del reino, vestidos a la manera de su
tierra. Pudiera ser, según cuentan algunas crónicas del propio don Alfonso; de
don Pepe Osorio, marqués de los Alcañices, según otros. El caso es que el día
anterior a la boda a Madrid comenzaron a llegar los representantes de las
provincias; o mejor, de las capitales de las provincias, ya que quienes
llegaron, salvo los de Madrid, que vinieron, la cercanía se imponía, de la
sierra y el llano; el resto, financiado como antes se dijo por las
Diputaciones, lo hicieron desde las capitales.
De Guadalajara, capital, salieron dos docenas de representantes,
vestidos a la moda guadalajareña, que han pasado a la historia como huertanos y
alcarreños. Prácticamente todos, con ligeras variantes, vestidos de la misma
manera; ellas con los largos faldones de lana basta en colores pardos y
encarnados; ellos con un aire que tanto podía semejarse a los pastores
serranos, que a los bandoleros de Sierra Morena. Con sus pañuelos al cuello y su manta a los hombros y
su faja dando vueltas a la cintura y el castoreño, entonces más segoviano que
guadalajareño, con sus borlones negros cubriendo las cabezas.
Se pasearon, como todos, por las calles de Madrid tocando bandurrias y
guitarras; por las calles por las que había de discurrir el cortejo real, entre
palacio y la iglesia de los Jerónimos, y al término de la ceremonia se
dirigieron vestidos a la moda de su tierra a ser fotografiados por el más
famoso fotógrafo de aquellos tiempos, Jean Laurent, en sesión interminable
financiada por la Sociedad Antropológica Española. Fue la primera vez que se
hizo algo así. Aunque, todo hay que reconocerlo, en lo que a Guadalajara se
refiere, y dicho queda, quedó incompleta la muestra, puesto que quienes han
quedado enmarcados para la historia representan a la capital, y puede que a
parte de la Campiña y de la Alcarria; en la Sierra y en la comarca de Molina se
vestía de forma muy distinta; más parecida a la aragonesa, por el extremo molinés; y a la segoviana por
la sierra atencina.
Sólo hay que echar un vistazo a las requisitorias que por la época nos
aparecen en los Boletines Oficiales, para entender la forma de vestir de los
serranos: boina color café oscuro,
calzado de alpargatas, calzón de paño pardo hasta las rodillas, y algo de ropa
blanca…
Y es que, como se escribiese tiempo adelante, cuando comenzó a
estudiarse el vestuario de los nuestros, principalmente por don Luis de Hoyos
Sainz, se coincidiría en que por estas tierras altas de Guadalajara, el traje
tradicional –más que regional-, era una reminiscencia de las razas que nos
habían precedido. Y por las sierras, al decir de Antonio Pareja Serrada era por
donde más pureza marcaba, y más antigüedad tenía. En cuanto al hombre: calzón corto ajustado a la pierna, cerrado
en la rodilla con botones de pasta o de metal, o simplemente un cordón;
chaqueta de manga estrecha sin solapa, cuello recto sin vuelta, chaleco de
cierre cuadrado; polainas de paño cerradas hasta la corva y zapato de orejuelas
en las grandes festividades; el cubrecabezas adecuado a este traje es sombrero
de paño de alas anchas con una orlita o pompón de seda en el ala de la izquierda
y otra en la copa del mismo…
Que nos suena a esas imágenes que tenemos de los tratantes de Maranchón;
o a la chaquetilla que, a partir del segundo decenio del siglo XX comenzaron a
utilizar los cofrades de la hermandad atencina de los recueros. Los colores,
las sedas, los bordados, los calados, los mantones de Manila, los algodones y
tantas cosas más más, en hombres y mujeres, fueron añadiéndose tiempo después.
Conforme se fue ampliando el panorama y en las casas hubo cuartos suficientes
para ampliar el vestuario; ya que entonces la mayoría de los cuerpos sólo
utilizaba un traje, para todos los días, que pasaba de padres a hijos y seguía
por el resto de miembros de la familia; suplido, cuando la ocasión se mostraba
propicia por el festivo que, llegados a la edad de contraer matrimonio, se
tejía para la ocasión. Un traje, el festivo, que también, en la mayoría de los
casos, sería la mortaja. Únicamente quienes poseían algo de capital podían
permitirse las telas de hilo y algodón para que las cosieran sastres y las
tejieran tejedores con clase.
Las imágenes de aquellas fotos son, no obstante, el mejor testimonio de
que, entonces, como hoy, los hombres, al menos, nos uniformábamos. Entonces a
la moda de los pastores y bandoleros de Sierra Morena –porque había lana-, hoy,
con traje y corbata.
A estas fotos de Jean Laurent solo las pueden superar las que, sobre el
mismo tema, fue haciendo por la parte norteña de Guadalajara otro de los
investigadores de estos asuntos, desconocido como tal, Francisco Layna Serrano,
cincuenta años después. La realidad de nuestro traje popular está unida a lo
que nos dio la tierra: la lana de nuestras ovejas, a través de unas fotos que
son memoria y que, a poco que las miremos, nos cuentan historias, como este
caso, de bodas reales.
Tomás Gismera Velasco
Nueva Alcarria/ Guadalajara, Viernes 27
de abril/ 2018
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