martes, abril 24, 2018

FELIPA POLO ASENJO. Felipa en la Librería


FELIPA POLO ASENJO. Felipa en la Librería


Tomás Gismera Velasco


   De la calle de los Libreros de Madrid. Una calle, toda entera, dedicada a los libros, y a las librerías, y a las gentes del libro. Y a los amantes de la lectura, y a los estudiantes que, a la hora de buscar los textos que necesitarían para sus futuras carreras, hacían eternas colas ribeteando las aceras de esa calle, doblando el codo y adentrándose, cuando tocaba, en el mundo del libro.

   Entre las librerías unas cuantas, regentadas por mujeres, se llevaban la palma: La Casa de la Troya, La Fortuna, La Pepita y La Felipa, entre otras. El nombre obedecía, claro está, a la titular del negocio: La Fortuna, regentado por doña Fortunata Ulloa; La Pepita por doña Josefa; La Felipa, por Felipa Polo Asenjo, guadalajareña de los pies a la cabeza; nacida en Loranca de Tajuña en aquellos tiempos difíciles que daban comienzo con el primer decenio del siglo XX. Un decenio que traería tantas noticias que… mejor pasarlas de largo.


  También se las trajeron a Felipa Polo, quien al término del decenio perdió a sus padres y con nueve años se encontró sola en el mundo. Bueno, no del todo, tenía hermanos a los que cuidar, sin ser capaz, por lo que, en uno de aquellos arrebatos caritativos que de cuando en cuando tenían las autoridades provinciales buscaron para Felipa y sus hermanos acogida en una de aquellas casas de “Misericordia” que tanto abundaban en la capital del reino. Por otro nombre La Inclusa. No era una de las inclusas al uso, ni tampoco una casa de misericordia cualquiera. Se trataba de un convento del viejo Madrid en el que se acogía a huérfanos, y en él entró nuestra moza con sus cuatro hermanos, y de él salió para servir de criadita y chica de los recados, con apenas doce años, de una dama de alta alcurnia, que con el tiempo fue poseedora de una  librería en la calle de Jacometrezo. Doña Pepita se llamaba la dama; valenciana de origen quien, a más de gustarle el libro tenía otras muchas dotes, aficiones y oficios en los que gastar el tiempo, como  alguien diría, a pesar de que lo que en realidad hacía era dedicarse a los demás como maestra de sordomudos, radiotelegrafista, estudiante de derecho…

   Con aquella mujer aprendió Felipa el oficio de comprar libros de segunda mano y venderlos como nuevos, tras darles el repaso necesario y restallarles, como impresora, las heridas; puesto que también los libreros tenían que hacer oficio de impresores.

   La apertura de la Gran Vía y el derribo de algunos edificios, entre ellos parte de la calle de Jacometrezo en donde se encontraba el negocio de doña Pepita las trasladó a la otra acera, a la calle de los Libreros, y allí, años después, tras la muerte de la mujer que la acogió, Felipa Polo abrió su librería propia en el número 16 de aquella calle.

   Justo encima de la librería tenía su domicilio con lo que el olor a papel y libro viejo ascendía por las escaleras interiores que comunicaban tienda y casa, uniéndose en una sola vida el libro y la esperanza de futuro.



   Pudiera pensarse que muchos negocios en una misma calle, dedicada a ese negocio, era una ruina. Sin embargo no era así. De cualquier punto de España, sabiendo que allí se encontraría lo buscado, se acudía a la calle de los Libreros. Y cuando era conocido que uno de los titulares era de una provincia en cuestión, a ella acudían sus naturales, con la confianza que da el paisanaje. Que en ocasiones suele tener sus consecuencias, porque Felipa llegó a conocerse a muchos de los estudiantes guadalajareños que acudían a la universidad madrileña, o a la de Alcalá. Y conoció a quienes eran buenos y malos estudiantes, por aquello de que buscaban nuevos o viejos manuales.

   -¿Repitiendo curso? –Solía preguntar a quienes, al cabo del año, aparecían por allí solicitando textos nuevos del curso viejo para, tras ponerlos en sus manos, rematar la operación-. ¡Que no te vuelva a ver por aquí con las mismas!

   En ocasiones haber tenido una vida dura marca el camino. Y se lo marcó a Felipa. Por ello era de esa clase de personas que, ante la necesidad soltaban aquello de: “… anda, anda, ya me pagarás cuando acabes la carrera…”. Y al término de la carrera, el estudiante en cuestión, acudía con ese orgullo del recién licenciado, a depositar sobre el mostrador los billetes de a cien que le costaron los libros. Muchos de aquellos que terminaron carreras, hijos de labradores en busca de la fortuna estudiantil en el Madrid de la posguerra y el hambre, y sin recursos propios para comprar los necesarios códigos que les permitiesen el acceso a la Universidad, pudieron tener libros gracias a ella, que se las apañaba para que aquellos, sin ver heridos sus sentimientos, se los llevasen a pago aplazado

   Que Felipa disfrutaba con eso, conque su clientela aprobase sus estudios, más que un chiquillo con zapatos nuevos. Es quizá por eso que, en más de cuatro ocasiones soltó a algún que otro repetidor y zoquete en el estudio lo ha dicho de no vuelvas, a menos que fuese en busca de los libros de un curso superior. En su librería, de éxito, empleó a todos sus hermanos, y luego a sus sobrinos, y después pasó el relevo a los descendientes de aquellos. Porque ella no tuvo tiempo de formar otra familia que no fuese la de sus estudiantes, la de sus hermanos, la de sus sobrinos…

  Sus broncas se hicieron populares, hasta el punto de reconocer algunos de sus clientes, que sin aquellas no hubiesen logrado terminar la carrera. Amor propio y orgullo personal, que se llama. Porque Felipa era capaz de alcanzar el punto maternal que en ocasiones es preciso para tirar hacia adelante.

   Era mujer; como buena mujer de un  tiempo que marcó una época, de dichos, refranes y decires. Po ello llenó su librería con sentencias que nos parecerían bufas y entonces tenían su sentido:

   -Si no tienes nada que hacer, no lo vengas a hacer aquí…
   -Quien se hace miel, se lo comen las moscas…



   Esos, y muchos otros que llenarían las páginas de un libro, como ella llenó las páginas de la historia del Madrid, mejor que de los libreros, de las libreras,  por espacio de más de cincuenta años. Los que estuvo al frente de su vieja librería, que se hizo vieja a la fuerza. La pudieron las nuevas tecnologías, como a todas, aunque resistió, con ella, hasta el fin del primer milenio, y arrancó el segundo, ya con sus achaques, hasta que el tiempo se la llevó, por razón de edad, que a todos ha de tocarnos despedirnos de este mundo.

   Felipa, quien a muchos ayudó, y muchos se esforzaron en el estudio por no escuchar sus consabidas broncas, murió en Madrid, de donde casi era, puesto que en Madrid pasó más tiempo que en la Alcarria, a pesar de que a sus pueblos dedicó parte de su vida. A su natal de Loranca de Tajuña y al de adopción, donde iría su cadáver luego que fuese muerta, Yélamos de Arriba, de donde era originaria la familia. En Yélamos, sin que muchos lo supiesen, costeó incontables obras de caridad. Allí siempre tuvo un rincón en el que “invertir” de alguna manera el dinero que ganaba. Fuese restallando las heridas que en la iglesia dejó la guerra, o ayudando con libros a escolares y universitarios. Siempre hay, si se quiere, en qué gastar,  para bien, lo que nos sobra.

   Dicen quienes la conocieron y trataron que Felipa fue: “vanguardista, emprendedora, lideresa generosa, trabajadora incansable y posgraduada en ese completo máster que llamamos vida. Conseguidora de los títulos más inaccesibles, cualquier libro estaba inventariado en su memoria prodigiosa…”

   Y aún dicen de ella que “como buena castellana, era de una gran austeridad, carente de ambiciones materiales, altruista, especialmente con aquellos clientes o estudiantes que conocía que se hallaban en dificultades económicas, prestándoles los libros que precisaban para que pudieran examinarse o en regalar bocadillos a aquellos que se encontraban en apuros. Por ello, su tienda era cita obligada para determinados colectivos, como estudiantes, proveedores y editoriales, con los que siempre mantuvo una excelente relación…”



   Tanto fue su mérito en vida que en vida recibió la gratitud de números madrileños, y guadalajareños. Y pasó a ser parte de la historia del viejo Madrid. Tanto que años después de su muerte todavía se la recuerda. Y fue homenajeada por los cronistas madrileños, y por los guadalajareños en Madrid, y es, porque no podía ser de otra manera, personaje literario, o personaje de libro, puesto que uno de aquellos cronistas de Madrid se dedicó a recopilar su vida, y en libro la dio a la imprenta, para perpetuar su nombre. Una Guadalajareña, como tantas y tantos más, en Madrid.

   Felipe Polo Asenjo, librera de profesión, nació en Loranca de Tajuña (Guadalajara), el 6 de junio de 1911; falleció en Madrid, el 25 de abril de 2002. Desde el día siguiente sus restos reposan a la eternidad en el cementerio de Yélamos de Arriba.

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