ATIENZA,
SEGÚN PÍO BAROJA
Tomás
Gismera Velasco
A estas alturas
del tiempo, y después de leer y comparar la obra de ambos, no me cabe duda de
que a Pío Baroja le hubiese gustado en algunos momentos de su vida literaria
trocarse por Benito Pérez Galdós, y viceversa. Ambos fueron testimonio de una
época que legó a la literatura española un buen puñado de obras narrativas en
las que la historia es parte importante.
Parte importante de la historia del siglo
XIX fue también Atienza. El siglo XX terminó por darle la puntilla, después del
último tercio de maltrato del siglo anterior. A pesar de ello, no pasó
desapercibido para los grandes intelectos que en algún pasaje de sus obras de
historia novelada, el nombre de Atienza tenía que figurar, puesto que traspasó
las fronteras de la Castilla milenaria.
Centró Benito Pérez Galdós una parte de sus
Episodios Nacionales en tierra de Atienza, hasta dar origen a las correrías de
su Pepe Fajardo en nuestras calles y plazas. Para muchos intelectos siempre
quedará la duda de si don Benito llegó a hospedarse en Atienza, como bien se
asegura. Algunos testimonios rondan y señalan el lugar de su cobijo, y cierto
es que se cruzaron cartas entre el consistorio de Atienza y Pérez Galdós,
cuando este, previo a su visita, trató de cerciorarse de algunos aspectos de la
historia. Curioso sería al día de hoy conocerlas. Existir, existieron.
Pérez Galdós y Baroja fueron dos, hubo
muchos más que, en esa moda de novelar alrededor de pueblos señeros llegaron a
Atienza. No olvidemos que ya la villa, cuando Galdós y Baroja la introdujeron
en sus obras, formaba parte de la novela creada a la carrerilla por conde de
Fabraquer, uno entre tantos.
Baroja, que también pateó Guadalajara, y
recorrió las calles de Atienza, sacó la villa a pasear al hilo de las guerras
carlistas, tan presentes en su obra, y en “La Nave de los Locos”, con la figura
del general Gómez por bandera. A Gómez y sus cañones, cuenta la tradición, se
deben algunos agujeros horadados en las murallas atencinas, verídico o no es
cosa que habrá de ponerse en cuarentena.
Nos presenta Baroja a nuestro pueblo a
través de un curioso personaje de doble oficio, procurador y anticuario:
Comieron en
la mesa redonda, y en la comida apareció un procurador y anticuario de Atienza,
llamado don Matías Raposo, que venía a tratar de negocios con el vizcaíno.
Hablaron mucho, pero al parecer, no se pusieron de acuerdo. Cuando no tenía
argumento que oponer el viejo vizcaíno, decía:
—Sí, sí… pero no.
El señor
Raposo, hombre de unos cincuenta años, pequeño, gordito, ya cano, afeitado, con
anteojos, un poco barrigudo y con la sonrisa maliciosa, hablaba con ingenio.
La silueta de
Atienza, en la obra de Baroja, en poco difiere de la que conocemos a través de
otros autores, no olvidemos que nos encontramos en el primer tercio del siglo
XX:
Al
día siguiente domingo, fueron los cuatro a Atienza y comenzaron a ver al
mediodía la silueta grave de aquella ciudad, asentada sobre un cerro, bajo una
aguda peña coronada por el castillo. El día estaba frío y el sol pálido
iluminaba los tejados grises del pueblo.
Al llegar, el señor Raposo se marchó a su
casa, García de Dios se despidió y el
Mantero y Alvarito fueron a hospedarse a la posada llamada del Cordón,
por ostentar en su portada un gran cordón de relieve tallado en la piedra
sillar y varias inscripciones góticas. Esta casa fue, según se decía, antigua
lonja de los judíos.
El Mantero preguntó maliciosamente al dueño de la posada por el señor
Raposo, y el dueño les
dijo que el
procurador era de una roña y de una avaricia increíbles.
Aquí imagino
que, de haber vivido, Isabel Muñoz Caravaca habría puesto algún pero a la obra
de Baroja como lo puso a la de Galdós, al señalar el probable origen judío de
la posada, algo que ingenuamente le chivaron a Madoz, Madoz lo metió en su obra
y de ella se ha ido copiando sin parar a pensar si ello pudiera o no ser
cierto, cuantos han querido distinguirse con el ornamento del cordón. ¡Con lo sencillo
que resulta consultar el catastro!
Y continúa:
Al
parecer, el señor Raposo resultaba hermano espiritual del licenciado Cabra, y
el posadero contó detalles de la sordidez del procurador, que más que de avaro
parecían de loco.
Después de comer, el señor Raposo se
presentó en la posada para ofrecerse a acompañar a Alvarito por si quería ver
el pueblo y el castillo. Sin duda, el procurador deseaba lucir sus
conocimientos arqueológicos.
Salieron de la posada. La tarde estaba
desapacible, fría; corría un viento helado. Cruzaron varias calles, y al subir
hacia el castillo, en la cuesta, vieron a un cura sentado en el repecho con un
bastón en la mano, en actitud pensativa. Era un hombre de cara sombría y
desesperada.
Tras el encuentro con el cura, accedieron al castillo:
Subieron al antiguo castillo, levantado en
el cerro, sobre una roca caliza, y Alvaro escuchó las disertaciones del
procurador. Le mostró los muros, las puertas, la plaza de armas, los arcos y
los torreones.
Desde lo alto del castillo explicó el señor
Raposo la extensión antigua del pueblo, hasta dónde llegaban los distintos
barrios y dónde caía la judería.
Como hacía frío allá arriba, Alvarito no
preguntó nada, y a la menor insinuación del señor Raposo de bajar al pueblo,
aceptó, y fueron los dos a refugiarse en el casino de la plaza.
Más de lo que contó el procurador, le
impresionó a Álvaro aquella figura trágica del cura sentado sobre una peña en
la tarde helada. ¡Qué estampa para La
nave de los locos!
Entraron en el casino del pueblo, que
ocupaba el piso principal de un viejo caserón de la plaza. Para el señor Raposo
regía la costumbre inveterada por principios de no tomar nada más que cuando le
convidaban, y Alvarito le convidó.
El Casino no
existía en la obra de Galdós, se abrió a finales del siglo XIX, y en el caserón
de la plaza, cuando Baroja visita la población, apenas llevaba media docena de
años.
No nos faltan el mercado, la lluvia,
aquellos personajes envueltos en humo de los viejos cafés, algún que otro dicho, y el embrujo de saber que
Atienza, también vive en la obra de aquel gran escritor que fue Pío Baroja, por
cuyas venas corría sangre alcarreña.
T. Gismera Velasco
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