CARBONEROS SERRANOS.
Desde
el pico del Ceño, que se levanta en un triángulo que forman los pueblos
de Albendiego, Somolinos y ambos Condemios, el de Arriba y el de Abajo,
se alcanza a ver un panorama suave de tierras de labor, de pinares y
enebros, y de extensos pastizales comunales en los que destacan las
vacas, negras como la noche, de la raza serrana avileña, y a su lado los
terneros blancos como la nieve de la raza cherolesa, que son más dados
al engorde y por ello su carne más apreciados en los mataderos.
Los terneros cheroleses son rollizos, de menor alzada que los negros, aunque miran igual a quien los mira.
Desde
el Pico se avistan, casi a ojo de pájaro, además de los pueblos dichos,
Galve de Sorbe, con la vigía de su torre castillera. Campisábalos, y
más a lo lejos, rayando con las tierras segovianas, el solitario pueblo
de Villacadima, abandonado a su suerte no hace demasiados años, cuando
el cáncer de la emigración entró en esta tierra para no abandonarla.
Al
otro extremo, hacia la izquierda se encuentra Cantalojas, que al
contrario de lo que sucedió con Villacadima, su población se mantiene
tratando de agarrarse a ese turismo rural que de una parte acá trata de
que pueblos como este encuentren en el solaz vacacional una nueva forma
de subsistencia. Las tierras de Cantalojas las besa el arroyo y luego
río Lillas, ocultándose en la reserva del Sonsaz las ruinas de su
castillete, de reminiscencias árabes, en el paso de Puerto Infante, por
donde dice la tradición que pasaron los arrieros de Atienza camino de
Segovia con el rey niño Alfonso VIII.
En
frente del Pico del Ceño se encuentra el cerro del Buey; a la derecha
el de la Sima, y a los pies, esparcidas a los cuatro aires, las ermitas
de Santa Coloma, San Bernabé, San Antón o la Virgen del Pinar, ante la
que bailan los danzantes de Galve al son de dulzaina o tamboril,
entrechocando palos, enlazando el cordón o saludando a la patrona como
solo ellos aprendieron a hacerlo.
Eres María, pura y bella,
De Joaquín bello clavel...
Lomas
y llanos, altos y cerros, y cómo no, arroyos y más arroyos que vierten
aguas a lo que será el Bornoba. Dehesa de los Hoyos, Cabeza de la Sima,
Sandría, Molinillo, Regajo, Escalera.., y más molinos a su vera; en
Campisábalos, Villacadima, Galve o Condemios, y muchos más en
Cantalojas; que fueron mantenidos por arroyuelos que culebrean por todas
las partes, señalándose con un hilo de juncos verdosos, de verde sobre
verde. De una línea de chopos firmes y de álamos esbeltos.
Descendiendo
por el oeste, hacia las Majadas de la Requica, se rodean ambos
Condemios, se avanza por las lomas de los Vallejos y de Sotorredondo y
aparece el Quemado del Poyato. Una extensión de pino que sirve de línea
divisoria entre los Condemios y Galve de Sorbe.
El
Quemado del Poyato sube ladera arriba hacia Valdepinillos, y más allá,
escondida en el robledal, se encuentra Aldeanueva de Atienza, uno de los
pueblos más hermosos y desconocidos de la provincia. Pueblos ambos,
Valdepinillos y Aldeanueva, metidos en los más esbeltos parajes que
ofrece la serranía del Alto Rey, agarrándose a sus pantorrillas, pues ya
las cuestas comienzan a pesar.
Es
tierra de pinar, de enebro y de roble marojo. Aunque sigue siendo el
pino joven mientras que el roble se mantiene viejo, con esa edad
indefinida que da la tierra añadiendo sabor, color y lustre a tantas
cosas.
Por
aquí, por estas dehesas de las laderas del Quemado, es tradición que
los galvitos, los hijos de Galve de Sorbe, famosos por trasladarlo a
toda la comarca, formaban sus piras de carbón vegetal para después
vender la picona, que en otras partes llaman zaragalla, a las plazas de
los pueblos. La picona y las piñas con las que encender la lumbre.
En
Atienza, uno de los lugares a los que con mayor frecuencia viajaban
desde su lugar de origen a lomos de sus propias caballerías o tirando
estas de sus rústicos y artesanales carros, todavía existe la antigua
plaza de Mecenas, que apellidaron de la picona, porque en ella se
reunían para ofertar su producto y en ella se juntaban también cuando
partían a su lugar de origen.
También,
subiendo más a lo alto, otros pueblos tuvieron fama de carboneros.
Bustares dicen que debe su nombre a ello. También por Aldeanueva se
hacía carbón, y a los de Cantalojas les siguen llamando carboneros, y
por toda la línea huesuda del espinazo serrano, una línea huesuda que
llega y sobrepasa el Ocejón, desde Valverde de los Arroyos a Majaelrayo,
bajando hasta Tamajón, y aún por las parameras de Molina; por Anguita,
por Aguilar, Luzón, Maranchón, la Alcarria de Pastrana, Hueva...
Ya
no queda ninguno de aquellos montaraces serranos que día a día
levantaban las simas de leña y tierra, y paja y brezo, y les prendían
fuego y esperaban horas y horas, y días y semanas enteras a que el
conjunto se fuese consumiendo lentamente con un humo negro y un olor
penetrante que delataba la pira de leña. Fue un oficio duro, como tantos
otros.
Lo
contaban los hijos y los nietos de aquellos que, a pesar de haber ido
dejando desarbolado un buen número de hectáreas de tierra, porque la
mejor madera fue siempre la del roble, el marojo, el rebollo y la
encina, precisamente los árboles que por su madera dura más tardan en
crecer, dejaron su nombre y su recuerdo en muchos pueblos de la
provincia.
Los campos que quedaron desiertos se cubrieron después con jaras y estepas.
Una
queja parece quedar ahora presente sobre esos enormes calveros del
terreno en el que otrora crecieron enormes las encimas, sombreando un
gran perímetro; también los robles, y también es cierto que se talaron
en gran número para hacer aquel carbón, como en gran número se talaron
para ganarle terreno al monte hasta finales del siglo XIX, para ganar
tierras de labor donde apenas las había, y contra eso nadie dijo nada.
Resulta
curioso pensar que una tercera parte de los beneficios del carbón
repercutía en los impuestos del lugar de venta u origen, suponiendo para
muchas poblaciones un ingreso más que extra, del mismo modo que para
hacer cortas o talas era necesario pedir el correspondiente permiso
municipal, concedido casi siempre en otoño, cuando la savia del árbol,
está baja, con lo que sufren menos los retoños.
La
villa de Atienza, a la que estuvo sometida gran parte de la zona, era
la encargada de dar las correspondientes licencias, como fue la
encargada de mantener sucesivos pleitos con los señoríos que se fueron
desgajando de su territorio, Jadraque, Cifuentes o Cogolludo, por citar
algunos, en defensa de sus intereses:
...otorgamos
e tenemos por bien que puedan cortar e facer carbón los de Cogolludo,
más que no puedan sacarlo ni venderlo fuera de su término.
Eso
lo cuenta la concordia suscrita entre los maestres de Calatrava y el
Concejo de Atienza, y que por poner paz entre ambos firmaron el 6 de
marzo de 1284.
También
el municipio atencino cobraba la décima parte de los arrompidos,
aquellos lugares que eran despoblados de vegetación arbórea para
dedicarlos al cultivo del cereal.
De
lo que no queda duda es que la provincia de Guadalajara, a costa de las
talas, sufrió lo indecible. En una de sus cartas al Príncipe, Antonio
Ponz, a su paso por la provincia, escribe:
Bien
quisiera añadir algo del estado a que la necesidad de carbón para esta
Corte va reduciendo sus montes, pero es asunto triste y lo será más si
no se toman providencias muy serias y muy prontas que lo remedien, y me
mantengo en lo que he dicho repetidas veces de que llegará tiempo y
acaso tardará poco, en que se duplique y aún triplique el precio del
carbón y no se encuentre, vea V. si mis sermones de plantíos son
inútiles y fuera de tiempo.
No
quedan carboneros por estas tierras. Sí quedan en cambio buenos
carpinteros en Galve y los Condemios. Si bien los que quedan andan
metidos en esa edad en la que se vive reverdeciendo los sueños.
En
Galve trabajaron los carros, y en los Condemios las puertas de
cuarterones que con el tiempo y los años se han ido comiendo las
carcomas.
Las
gubias, formones, escofinas, escoplos y mazos para dar forma a la
madera de nogal se apretujan ahora en los talleres, albergando capas de
polvo entre maderas roídas, porque aquellos carpinteros que trabajaron
con aquellas herramientas las mejores maderas, son hoy gentes mayores
que trabajan por el simple gusto de no olvidar su oficio, como no
olvidan la forma de hacer los carretones, carros o carretas; cortando
las piezas en el taller y armándolas en plena calle rodeados de
chiquillos. Carros de una mula, grandes y sólidos. Carros alevines para
el tiro de un asno pequeño. Carracos de yunta con una sola lanza para
uncir al yugo. Galeras con miriñaque volador para llevar mieses, y
carretones para transportar todo tipo de mercancías.
A
los carreteros también les vino mal la revolución industrial. La
modernidad ha podido con demasiadas cosas. Ahora los enormes camiones
con troncos de pino pelados, otra industria que le creció a la zona,
hacen la ruta por carretera hacía las serrerías de los polígonos
industriales de las grandes capitales.
Tomás Gismera Velasco
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