ISABEL MUÑOZ CARAVACA, MAESTRA DE
ATIENZA.
Por
Tomás Gismera Velasco.
En los primeros días de septiembre de 1895
llegó a Atienza, para hacerse cargo de
las escuelas de niñas, una nueva maestra, Isabel Muñoz Caravaca y Alonso de
Acevedo, viuda, de 47 años de edad, y con un hijo, llamado Jorge.
Llegó para sustituir en el mismo puesto a
doña Escolástica Téllez, que marchaba a Extremadura, y compartiría su docencia
en los primeros días con doña Telesfora Yubero quien, cuando doña Isabel se
adaptó a su puesto pasó a dirigir la escuela de niñas de Aldeanueva de Atienza,
en la sierra del Alto Rey.
Doña Isabel, desde Madrid, llegaba a una
población en la que había de dejar una profunda huella: “las personas se gastan
rápidamente, yo cuando menos pertenezco a la historia local. Pero desde la
historia podré aun ver a las que fueron mis alumnas aprovecharse de lo que fue
el mas firme empeño por mi parte”, escribió años después, y así debió de suceder.
La escuela de niñas se encontraba entonces
en un viejo edificio junto a la muralla,
justo encima del que hoy todavía se llama “puerta de las escuelas
viejas”, paralela al arco de la Virgen. El edificio se encontraba justo a la
izquierda del arco subiendo desde el barrio de San Gil, y aquel edificio, antes
de dedicarse a escuela de niñas fue un antiguo telar al que se denominó la
“fábrica”, edificio ya prácticamente ruinoso: “Era una construcción tan rara
que no tenía edad; había en ella tornapuntas y entarimados de hace cincuenta
años, y sillarejos sentados hace siete siglos; era un caserón de varias épocas,
apoyado en un lienzo de murallas que tuvo un metro y setenta y cinco
centímetros largos de espesor. Se alzaba en el lienzo superior del lienzo de
murallas, porque la inferior sirve para contener el terreno, y debió ser
construido hace trescientos años. El interior era casi todo un salón
destartalado”.
En el edificio había vivienda para la
maestra, aunque no tardaría, debido al estado del edificio, en pasar a residir
a una nueva vivienda de alquiler, en la calle de la Zapatería, casi frente a la
capilla de San Roque, (en la primera imagen, los balcones que siguen a la
farola), en ella residiría hasta que dejó Atienza en 1910, y desde aquella casa
enviaría sus escritos principalmente al semanario “Flores y Abejas” de
Guadalajara. Casa cómodo, desde la que pudo ser testigo de primera mano de la
vida social atencina, puesto que la calle era, sino la principal, una de las
más transitadas de la población.
Llegaba para dirigir una escuela a la que
acudían poco más de treinta niñas, puesto que en aquellos años la mujer todavía
está siendo educada para ser ama de casa. Isabel luchará con todas sus fuerzas,
incluso acudiendo de puerta en puerta para hablar personalmente con los padres,
para que las niñas asistan con regularidad a la escuela, algo que hasta antes
de su llegada, no sucedía:
Llama la atención en Atienza por sus extraña
costumbres, a doña Isabel le gusta acudir al atrio de la Trinidad para ver la
salida de la luna, o la puesta de sol. Desde el atrio de la Trinidad puede
observarse una gran parte del anchuroso valle que se tiende hasta el cerro de
Atienza, y allí, cuando sus obligaciones se lo permiten, se la puede encontrar.
Obligaciones que suman doce o catorce horas de trabajo diario. Puesto que no se
limita a dar sus clases diarias, sino que también ha de corregir los
ejercicios, llevar su propia casa, integrarse en las tertulias atencinas que
tratan de cambiar el paisaje social del pueblo y, por supuesto, dedicarse a
ampliar sus conocimientos sobre astronomía, música, aritmética… o dar rienda
suelta a una de sus pasiones ocultas que a través de la prensa, en sus
artículos, en ocasiones semanales, dan cuenta de sus ideas innovadoras; de
pensamientos muy alejados entonces para una sociedad habituada a cumplir
órdenes y amoldada a su suerte.
No tarda en incorporarse a uno de los grupos
atencinos que tratan de cambiar la población, para bien, el capitaneado por el
entonces político, abogado y notario, Bruno Pascual Ruilópez, con quien
comparten ideas uno de los médicos del pueblo, el doctor Solís y Greppi, el
farmacéutico, algún que otro funcionario y poco más.
No obstante ser una señora de ciudad, su
llegada a Atienza, creará una gran expectación, por aquellas ideas que no tarda
en dar a conocer, y aquella misma sociedad que la recibe con los brazos abiertos
no tardará en oponerse a sus ideas, tan solo defendidas por su grupo de íntimas
amistades, puesto que no tardará en comenzar a combatir las rancias creencias
religiosas, y eso, en una población en la que la religiosidad está firmemente
asentada desde siglos atrás, y que en esa época cuenta con no menos de seis
sacerdotes, influirá para que de alguna manera incluso los padres de sus
propias alumnas se vuelvan contra ella, aunque nada de eso le parezca importar.
Desde su llegada luchará para que se
edifique un nuevo colegio para las niñas, e incluso, asomada, como ella cuenta,
al balcón que se cuelga sobre la muralla, ideará el edificio, con un amplio
jardín y mucha luminosidad: “Desde el único balcón de mi labor, en lugar
elevado y dominante yo me dedicaba por las tardes, concluida la sesión, a
investigar los alrededores, buscando un local nuevo para escuela o un solar
para construirla”. Claro que sus peticiones primeras serán desoídas por la
primera autoridad municipal que no tardará en recriminarla con aquello que ella
misma apunta de “está usted llena de caprichitos señá Isabel”.
Aquel primer edificio en el que da clases no
tardará en verse desocupado por su ruina, pasando entonces la escuela de niñas,
durante un breve periodo de tiempo al antiguo hospital de San Julián, bajo la
muralla, mientras se habilita otro edificio. El Ayuntamiento, a instancias
suyas, adquirirá la que posteriormente sería escuela de niñas, en la actual
calle de Sánchez Dalp, entonces continuación de la Zapatería, adquiriendo
igualmente los terrenos de corrales que lo circundaban, que posteriormente
fueron la vieja plaza de toros: “Fue mi sueño, fue mi idea fija, un edificio
aislado, macizos de flores, rayos de sol a torrentes, aire sin medida.
Decoración elegante lujo relativo; un salón de clase convertido en museo,
adornado con plantas y con los objetos más bellos que fuera posible reunir. No
pongo en duda que se reunirán y una inteligente dirección hará lo que yo no
puedo hacer ya. Hará más aún. Lejos de mi idea de que sin mi va a quedar la
obra incompleta”.
No queda claro si doña Isabel llegó a dar
clases en aquel nuevo edificio, puesto que las obras, que debieron dar comienzo
en torno a 1902, y concluyeron al año siguiente dirigidas por el arquitecto
provincial Ramón Benito Cura, parece que fueron interrumpidas por el derrumbe
parcial de lo que hasta entonces se llevaba edificado, y el nuevo edificio se
entregó en 1920. De la misma manera que Doña Isabel, ante las presiones que
recibió, dejó la escuela, sin abandonar su profesión de maestra ni su
residencia habitual, en aquel año de 1902, aunque continuó perteneciendo a la
Junta de Obras de las nueva escuela, y continuó dando clases de manera
particular en su propio domicilio unas veces, y en casa de sus alumnas las
demás.
A lo largo del tiempo se la acusará de
muchas cosas. De pertenencia a algunos partidos políticos o cofradías o
hermandades prohibidas, ella, conforme contó, tan solo pertenecerá, a lo largo
de su vida, a una hermandad, la Sociedad Astronómica.
A lo largo de su vida se mostrará como una
persona escéptica, con unas creencias propias. Isabel cree en la realidad, en
lo que puede verse o palparse, en lo que tiene una explicación razonada y
razonable, lejos de interpretaciones más o menos místicas o supersticiosas.
Luchará por lo que cree justo, desde la
igualdad de la mujer, el respeto a los animales, la abolición de la pena de
muerte, la enseñanza y vida de los maestros digno, e incluso abogará porque se
prohíba el uso de armas de fuego, pues como ella misma escribirá en alguna
ocasión “parece que todo hombre que se precie necesita llevar una pistola”.
Y, por supuesto, aunque acepte críticas a su
labor u opiniones, no guardará silencio fácilmente. Hará contrarréplica a
quienes la critican, argumentando sus razones, en ocasiones, con un deje de
sarcasmo:
“Verán ustedes, a mi, que me han llamado
tonta, por traslación, quiero decir, calificando mis actos de tonterías, no me
enfado. Si eso de que soy tonta ya me lo sabía yo. Yo interpreto la palabra
tontería como si me dijeran: ¡que mona , qué graciosa, qué bonita! Yo no tiro
chinitas, suelo hacer observaciones diciendo con franqueza lo que pienso o lo
que siento”.
Una mujer ejemplar, sin duda, con sus pros y
sus contras, que continuamente, a través de sus escritos, tratará de enseñar
algo, continuando con su labor de maestra hasta el fin de sus días, desde el
primer artículo que se conoce firmado por ella: “La campana del Salvador”,
publicado en Atienza Ilustrada del 12 de marzo de 1898, al último, “Hablemos de
otra cosa”, publicado por Flores y Abejas el 18 de diciembre de 1914. Entre
ambos, decenas de artículos y crónicas, cada uno con su sentido propio.
Muchos de ellos centrados en Atienza,
población que se convierte en algo más que un simple destino de maestra.
En Atienza desgrana toda su sensibilidad
tras el incendio que sufren el comercio de la familia Aparicio, en la plaza del
Trigo, en el mes de marzo de 1903, y en el que resultan heridas varias personas
y afectadas numerosas casas.
En Atienza muestra todo su sentimiento tras
la muerte de Valentín Cabellos, el Nino, víctima número 31 de las deficientes
obras del tercer depósito del Canal de Isabel II, en Madrid, el 22 de abril de
1905, tras el hundimiento de la cubierta.
En Atienza habla de su feria, costumbres y
tradiciones. Acompaña a Menéndez Pidal en el mes de mayo de 1903 tras las
huellas del Cid Campeador, o rectificará a Benito Pérez Galdós, dando cuenta de
que, la imagen que muestra de Atienza en sus Episodios Nacionales, está algo
alejada de la realidad.
Isabel Muñoz Caravaca, madrileña de
nacimiento, se sentirá, en la segunda parte de su vida, atencina de corazón.