FRANCISCO LAYNA SERRANO.
Por
Tomás Gismera Velasco
“Nací
en un pueblo llamado Luzón, perteneciente al antiguo señorío de Molina, en la
provincia de Guadalajara, y puede decirse que no lo conozco pues teniendo uso
de razón solo estuve en él una tarde con el objeto exclusivo de ver en que
clase de lugar vine al mucho, hecho acaecido en la madrugada del 27 de junio de
1893; por cierto, muchas prisas sentí por asomarme a este valle de lágrimas
pues nací sietemesino y estuve dos meses entre la vida y la muerte, hasta que
cumplido el plazo natural de la existencia intrauterina, la robustez progresiva
fue sustituyendo a la endeblez primera.
Ejercía mi padre en aquel lugar su profesión
de médico, pero al año de nacer yo se obstinó en marcharse de allí sin mirar el
perjuicio de sus intereses, siendo la causa la pugna entre su exagerado
puntillismo y la cabezonería de los luzoneros, dignos descendientes de los
iberos, lusones, que tan malos ratos dieron a los romanos hasta verlos
sometidos. El quería que le pagaran los partos independientemente de la iguala,
a lo que mis paisanos se opusieron alegando la razón suprema de no haber sido
nunca costumbre, pero como estaban muy satisfechos de su servicio, aviniéronse
a pagarle mayor iguala. No quiso ceder mi padre, ellos tampoco, anunció su
marcha y ya no hubo modo de evitarla. Volver atrás le parecía deshonor, aún
cuando a última hora el pueblo se avino con sus pretensiones, renegando de su
habitual cabezonería; la que me caracteriza muestra bien a las claras que no en
balde me bautizaron con agua de Luzón”. (Francisco Layna Serrano. Memorias. “El
escenario de mi infancia”).
Tras aquel incidente pasó a residir a
Ruguilla, a la casa familiar de sus abuelos. En Ruguilla estudió las primeras
letras, hasta pasar al Instituto Brianda de Mendoza de Guadalajara, y de aquí a
la Universidad de San Carlos de Madrid, donde comenzó sus estudios de medicina,
especializándose en otorrinolaringología, y en donde fue alumno de prestigiosos
hombres de ciencia, como Santiago Ramón y Cajal “quien explicaba la lección
mirando al techo, con dicción continuada y monótona; la mayor parte de los
alumnos desfilaba confiada en la fingida distracción del maestro que simulaba
no advertir el poco respetuoso éxodo, pero los que nos acercábamos para oír
mejor prestando atención a sus explicaciones, estábamos pendientes de sus
labios y nos parecía breve el tiempo que duraba su perorata, literaria en la
forma y de meridiana claridad de concepto”.
Sus constantes achaques de salud le llevaron
a visitar a numerosos médicos de Madrid y Navarra, ya que a temprana edad se le
detectó una epilepsia de la que se trató en Pamplona: “durante mi adolescencia
y juventud sufrí de una docena de crisis epileptiformes que aun siendo
sintomáticas correspondía a una predisposición paraxística reflejada en mi
carácter impulsivo e inquieto, a mi genio pronto y excitabilidad exagerada”.
No obstante, concluyó con éxito su
licenciatura en medicina, aunque nunca llegó a doctorarse: “En cuanto al
Doctorado, desde luego no lo estudiaría como alumno oficial pues entre el
cuartel por un lado y por el otro mi asistencia al Instituto Rubio me
impedirían ir a clase, de suerte que como la matrícula gratuita tenía dos años
de validez, me examinaría por libre o lo haría al año siguiente, cuando ya
estuviera un poco desenvuelto en la vida; años adelante ese título de doctor
solo podía servirme de adorno y como según va transcurriendo el tiempo me
atraen menos las alharacas y adornos, he procurado ser docto sin importarme un
ardiz no ser doctor”.
Con anterioridad a su licenciatura, y de la
mano de su padre, ejerció la medicina de manera “clandestina”, en Ruguilla y
alrededores, practicando incluso operaciones que llegó a calificar de
“estéticas”, como la del famoso “Chato de Abánades”.
Sus primeros años como licenciado en
medicina transcurren entre la consulta que abre en Madrid, con otras por los
pueblos de la Mancha, que recorre principalmente en los meses de verano, o los
fines de semana, con objeto de mantener y acrecentar su clientela.
Contrajo primer matrimonio en Madrid, con
Carmen Bueno Paz, natural de Maranchón, y sobrina de la marquesa de Linares, de
quien heredarían una pequeña fortuna que posteriormente perderían en
inversiones inmobiliarias de poca rentabilidad, si bien y como otorrino comenzó
a conseguir cierto renombre en el Madrid de 1920, tanto en el Hospital del Niño
Jesús “interino y sin sueldo”, como en otros muchos centros que posteriormente
le proporcionarían numerosa clientela.
En 1922 fundo la Asociación Médico
Quirúrgica de Correos y Telégrafos: “He de confesar que ni los socios ni los
médicos han olvidado que fuí el fundador de la asociación y continuo siendo su
mas ardiente paladín, no obstante algunas amarguras sufridas, y se me considera
mucho y se me pide parecer. En aquellos primeros meses, en la junta directiva,
aunque cada cual teníamos un cargo, no había ni presidente, ni tesorero, ni
vocales ni señor médico más que para las cuestiones de protocolo. Lo mismo
acontecía en las juntas generales, recordando que en una al debatirse la
cuestión de especialistas en cirugía, me levanté para decir que proponía un
cirujano del que se podía responder como técnico y persona amable, bastó que
fuera yo quien hizo la propuesta para que se aceptara por aclamación ya que mi
nombre era en aquel tiempo suprema garantía; así pues fue nombrado el doctor
Rementería al que entonces solo conocía de referencias, pero excelentes, ni yo
he tenido que arrepentirme de la propuesta ni los socios de su voto de confianza;
de entonces a acá cuánto ha variado la asociación por culpa de los advenedizos,
de los intransigentes y de los envenenados por la lucha de clases”.
Sin embargo, su verdadera vocación era la
historia, tratando de seguir los pasos de su tío Manuel Serrano Sanz. Junto a él se instruyó en algunas ciencias
menores, comenzando posteriormente a adentrarse en el mundo de los archivos
tras el desmantelamiento del monasterio de Ovila, alguna de cuyas tierras fue
adquirida por su familia tras la desamortización, llegando incluso a adquirir
el monasterio en la primera, compra que posteriormente fue anulada.
A su primer libro sobre Ovila sucedería un
segundo sobre los conventos en la provincia de Guadalajara, y a este su ya
clásico “Castillos de Guadalajara”, y un cuarto que título “Arquitectura
Románica en la provincia de Guadalajara”, dedicado a su mujer, Carmen Bueno,
fallecida unos meses antes de su aparición, el 12 de octubre de 1933, a causa
de un accidente de tráfico en las cercanías de Guadalajara. Su tío Manuel había
fallecido por las mismas fechas del año anterior, y se le pidió que le
sustituyese en el puesto de Cronista Oficial de la Provincia.
Tras la muerte de Carmen llegarían unos
meses de inactividad, tras los que
retomó su labor investigadora, interrumpida por la Guerra Civil, tras la que
editó su famosa “Historia de Guadalajara y sus Mendoza”, “La Historia de la
Villa de Atienza” y la “Historia de la Villa Condal de Cifuentes”. Fueron sus
grandes obras, a las que añadiría multitud de pequeñas monografías sobre la
práctica totalidad de la provincia, unas veces en largos artículos publicados
en revistas especializadas, y otras a través de la prensa provincial, en la que
llegó a publicar cerca de dos mil artículos sobre variedad de temas, históricos,
costumbristas, de opinión o de debate.
Su larga trayectoria fue reconocida con
multitud de premios y medallas, nacionales y provinciales, siendo igualmente
nombrado Hijo Predilecto de la Provincia, Hijo Predilecto de Luzón, Hijo
Adoptivo de Atienza y Cifuentes, etc.
Murió en Madrid, el 8 de mayo de 1971, a
consecuencia de una afección pulmonar, complicada con otros achaques de
corazón, siendo enterrado en el cementerio de Guadalajara al día siguiente, en
la misma sepultura en la que descansaba su primera mujer, Carmen Bueno, a pesar
de que en la década de 1940 había contraído nuevas nupcias con Teresa Gregori
Castelló. Sin embargo, el recuerdo de Carmen siempre lo tuvo presente, pidiendo
bajar a la tumba con la alianza de su primer matrimonio, y la medalla que
Carmen le regaló el día de su matrimonio, siendo cubierto su féretro por una
bandera de Guadalajara que aquella le había bordado al poco de su matrimonio.
No tuvo una vida aunque, de espíritu
luchador como pocos, logró las más altas cotas de popularidad y reconocimientos
en la provincia de Guadalajara:
“ Al
acabar de instalarme en la Plaza de Santo Domingo, hice arqueo de fondos; por
todo capital me quedaron treinta duros, más veinte mensuales hasta concluir
noviembre, pagaderos por mi padre. Con esos medios de fortuna comencé mi vida
de médico en Madrid, sin clientela, sin sueldo alguno, pero con una riqueza de
valor inapreciable; la que supone una voluntad férrea y una ilusión amorosa
cuya realización era, según puedo afirmar de modo rotundo, el principal y aún
único móvil de mi existencia; con semejante caudal encerrado en la caja fuerte
de mi alma, ¿No había de vencer aun con solos treinta duros en cartera?
En mi casa, había lo siguiente: Un perchero
de roble en el pasillo; los muebles que fueron de Pío Iglesias, consistentes en
mesa y sillón, librería o mejor dicho estantería abierta y seis sillas, también
de roble con el asiento tapizado de simicuero verde; en el cuarto de curas, un
sillón metálico giratorio y extensible hasta hacerlo adoptar la relativa
apariencia de mesa de operaciones, la imprescindible vitrina de hierro
esmaltado para los instrumentos de los que ya tenía regular acopio, taburete
giratorio, portalámparas hecho a mi capricho con su escupidera de loza, mesita
etagere con entrepaños de cristal para colocar los utensilios de curas, dos
sillas y un cubo, de hierro esmaltado como todo lo anterior; en la sala de
espera, una sillería de haya pintada de color guinda, tapizada de pana floreada
en azul y compuesta de sofá, dos sillones, seis sillas y mesita de centro, para
periódicos. Hasta aquí todo era decente, completito y monillo, como destinado
al público mientras los trebejos para la vida familiar quedaron reducidos a su
mas mínima expresión.