sábado, diciembre 13, 2014

BENDITAS ÁNIMAS DE LAS COFRADÍAS



BENDITAS ÁNIMAS DE LAS COFRADÍAS.
EN TORNO A LAS COFRADÍAS DE ÁNIMAS DE ATIENZA

Tomás Gismera Velasco

   Rara fue la población de Castilla que no contó con una cofradía dedicada al culto de las ánimas del purgatorio en todas sus variantes. Para el rezo por el alma de los difuntos; para acompañarles a la última morada; para costear su entierro; e incluso para beber y comer en su honor.

   En Atienza es de suponer que hubo unas cuantas. Todas ellas, las atencinas y las de fuera, se remontan a los años finales del siglo XVI o comienzos del XVII, época en la que, tras el Concilio de Trento, muchas de las cofradías gremiales pasaron a tener fines religiosos, o adoptar fines religiosos sin dejar los gremiales que, jugando con la palabrería entonces empleada, también tenían una importante función religiosa, pues todos los cofrades integrantes de ellas estaban obligados a cumplir con los preceptos de la religión.

   En Atienza tenemos documentadas en la actualidad, con independencia del resto, dos, la de las Ánimas del Purgatorio de la iglesia del Salvador, cuyas constituciones se remontan a 1606, y la de La Piedad y Benditas Ánimas, de la iglesia de la Santísima Trinidad, de la misma época.

   Igualmente, y en conjunto, existe documentación en los archivos de la clerecía en torno a las “distintas cofradías de ánimas” de las seis parroquias de Atienza, lo que nos da a entender que, como era habitual, cada parroquia tenía su propia cofradía.

   Los fines de cualquiera de ellas estaban claros: ayudar a bien morir, velar por el alma del muerto y acompañarle a la sepultura.

   Para hacerlo contaban con el producto de los bienes que sus cofrades dejaban a la cofradía, con cuyas rentas se costeaban en su caso los funerales, misas, aniversarios, etc.

   Al tiempo, y como algo habitual en toda cofradía, se ejercía la caridad entre sus miembros, aportando cada uno de ellos una pequeña suma monetaria con la que contribuir al sostenimiento del culto, gastos de entierros y oficios por los cofrades, manteniéndose además con esas cargas más los resultados de las tierras puestas a censo, algunas plañideras y muñidoras que, a diario y al caer la noche, recorrieron el pueblo rezando por las almas de los difuntos a golpe de campana como se viene realizando todavía por algunas poblaciones de la vieja Castilla.

   Cualquiera de ellas celebraba sus novenarios de misas llamados “de ánimas”, durante los nueve días anteriores a la festividad de los difuntos y sus miembros eran, como sucedía con todas las gremiales, los encargados de dar sepultura a los cofrades, corriendo con los gastos de los entierros de caridad. De aquellos que, muriendo en la más absoluta pobreza, y pertenecientes a la parroquia, no podían costearse el entierro.

   Estaban presididas por un hermano mayor o priostre, auxiliado por uno o varios mayordomos, y tuvieron una media de cincuenta cofrades. Como suele suceder, en raras ocasiones formaban parte de las cofradías las mujeres, a las que se había de preservar de los excesos de los varones, pues no resultaba extraño que las reuniones anuales, en las que corrían a manos llenas el exceso en el pan, la carne a veces y el vino siempre, concluyesen en palabras malsonantes y gestos poco edificantes.

   Estos gastos salían de la caja común, a cuyo cargo estaba uno de los mayordomos contadores, renovado en el cargo, lo mismo que el priostre, todos los años. La renovación anual tenía un objetivo principal, que se rindiesen cuentas, generalmente al lunes siguiente al de la festividad, con asistencia del cura párroco o abad quien recibía, a cambio de su asistencia a los actos anuales y a las reuniones cofrades, la correspondiente limosna, o pago de sus derechos.

   Cualquiera de las cofradías llegó a reunir decenas de donaciones de tierras. Sin necesidad de adentrarnos en sus confusos y en ocasiones farragosos libros de cuentas y memorias, y echando mano a los boletines oficiales de la provincia en los que se anunció la expropiación y posterior subasta de los bienes, tras las distintas desamortizaciones del siglo XIX, veremos que sus bienes no eran escasos. En la mayoría de los casos también, no del todo bien administrados, pues algunos cuartos se perdían entre las manos de contadores, mayordomos y priostres, encargados de velar porque eso no sucediese.





   No resulta nada extraño que las cofradías fuesen incluso propietarias de alguno de los hornos, de molinos, de tabernas, de despachos de carne… Pues el temor a la muerte hacía que quienes se encaminaban a ella tratasen de atajar el camino entre el purgatorio y el paraíso dejando alguno de sus mejores bienes en manos de la iglesia y de quienes se encontraban cercanos a ella.


   Las cuentas, visadas anualmente por el abad, y por el visitador eclesiástico de la diócesis, no siempre, como ya se dijo, ajustaban el debe con el haber, por lo que son innumerables las peticiones diocesanas a los distintos priostres y mayordomos para que ordenen cuentas, con los correspondientes apercibimientos para que aclaren el destino de los cuartos gastados sin la debida justificación, recibiendo igualmente recomendaciones que en muchas ocasiones no se seguían con la corrección correspondiente:

   “… y se vendan en los meses mayores del año, al mayor beneficio, pues de las cuentas que se ofrecen se reconoce que están vendidos los granos a precios bastante más bajos, por lo que se consultará si en esto hubo alguna omisión, y si la hubiese será responsable tanto el mayordomo como el abad, respondiendo de los perjuicios que se siguieren. Y que las heredades de arrienden siempre a la mayor utilidad y beneficio de las Ánimas, por dos o tres años cuando menos, señalando día y hora para el remate…”

   No faltan las condenas a los responsables, ni las recomendaciones episcopales a la hora de los rezos y práctica de los oficios de entierro, para el que todas las cofradías contaban con parihuelas sobre las que llevar el cuerpo del difunto, en la caja mortuoria propia, o en la caja mortuoria de la cofradía, ya que hasta finales del siglo XIX, salvo en las clases sociales elevadas no fue norma común  el  enterramiento  en caja,  sino que el cuerpo del difunto, convenientemente amortajado, era
depositado en la tierra sin caja de clase alguna. Como curiosidad, la mayoría de los féretros propiedad de las cofradías disponía de un sistema de apertura por la parte baja, de forma que depositado el mismo sobre la fosa, se accionaba el mecanismo correspondiente y el cuerpo del difunto caía sobre la sepultura, sin necesidad de que la mano de los hombres tuviese que sacarlo del féretro postizo.



   Nos cuenta Manuel Martín Galán en “… y el vivo al bollo (notas sobre la cofradía de Ánimas de Atienza a mediados del siglo XVII)”, a través de un documento del Archivo Diocesano de Sigüenza, los excesos que llevaron a una de tantas inspecciones en torno a la de la parroquia del Salvador. Exceso en panes, harina, olivas, vino y queso.

   Nada extraño, como tampoco lo era el que fuesen las cofradías de ánimas, y en sus días, las que costeasen mucho de los gastos de las carnestolendas (carnavales), celebrando por ellos alguna que otra carnavalada, como para reírse de la muerte a la que, por cierto, en siglos pasados se la tenía menos miedo que en los tiempos actuales. 

Atienza de los Juglares. Noviembre 2014