BENDITAS
ÁNIMAS DE LAS COFRADÍAS.
EN
TORNO A LAS COFRADÍAS DE ÁNIMAS DE ATIENZA
Tomás
Gismera Velasco
Rara fue la población de Castilla que no contó con una cofradía dedicada
al culto de las ánimas del purgatorio en todas sus variantes. Para el rezo por
el alma de los difuntos; para acompañarles a la última morada; para costear su
entierro; e incluso para beber y comer en su honor.
En Atienza es de suponer que hubo unas cuantas. Todas ellas, las
atencinas y las de fuera, se remontan a los años finales del siglo XVI o
comienzos del XVII, época en la que, tras el Concilio de Trento, muchas de las
cofradías gremiales pasaron a tener fines religiosos, o adoptar fines
religiosos sin dejar los gremiales que, jugando con la palabrería entonces
empleada, también tenían una importante función religiosa, pues todos los
cofrades integrantes de ellas estaban obligados a cumplir con los preceptos de
la religión.
En Atienza tenemos documentadas en la actualidad, con independencia del
resto, dos, la de las Ánimas del Purgatorio de la iglesia del Salvador, cuyas
constituciones se remontan a 1606, y la de La Piedad y Benditas Ánimas, de la
iglesia de la Santísima Trinidad, de la misma época.
Igualmente, y en conjunto, existe documentación en los archivos de la
clerecía en torno a las “distintas cofradías de ánimas” de las seis parroquias
de Atienza, lo que nos da a entender que, como era habitual, cada parroquia
tenía su propia cofradía.
Los fines de cualquiera de ellas estaban claros: ayudar a bien morir,
velar por el alma del muerto y acompañarle a la sepultura.
Para hacerlo contaban con el producto de los bienes que sus cofrades
dejaban a la cofradía, con cuyas rentas se costeaban en su caso los funerales,
misas, aniversarios, etc.
Al tiempo, y como algo habitual en toda cofradía, se ejercía la caridad
entre sus miembros, aportando cada uno de ellos una pequeña suma monetaria con
la que contribuir al sostenimiento del culto, gastos de entierros y oficios por
los cofrades, manteniéndose además con esas cargas más los resultados de las
tierras puestas a censo, algunas plañideras y muñidoras que, a diario y al caer
la noche, recorrieron el pueblo rezando por las almas de los difuntos a golpe
de campana como se viene realizando todavía por algunas poblaciones de la vieja
Castilla.
Cualquiera de ellas celebraba sus novenarios de misas llamados “de
ánimas”, durante los nueve días anteriores a la festividad de los difuntos y
sus miembros eran, como sucedía con todas las gremiales, los encargados de dar
sepultura a los cofrades, corriendo con los gastos de los entierros de caridad.
De aquellos que, muriendo en la más absoluta pobreza, y pertenecientes a la
parroquia, no podían costearse el entierro.
Estaban presididas por un hermano mayor o priostre, auxiliado por uno o
varios mayordomos, y tuvieron una media de cincuenta cofrades. Como suele
suceder, en raras ocasiones formaban parte de las cofradías las mujeres, a las
que se había de preservar de los excesos de los varones, pues no resultaba
extraño que las reuniones anuales, en las que corrían a manos llenas el exceso
en el pan, la carne a veces y el vino siempre, concluyesen en palabras
malsonantes y gestos poco edificantes.
Estos gastos salían de la caja común, a cuyo cargo estaba uno de los
mayordomos contadores, renovado en el cargo, lo mismo que el priostre, todos
los años. La renovación anual tenía un objetivo principal, que se rindiesen
cuentas, generalmente al lunes siguiente al de la festividad, con asistencia
del cura párroco o abad quien recibía, a cambio de su asistencia a los actos
anuales y a las reuniones cofrades, la correspondiente limosna, o pago de sus
derechos.
Cualquiera de las cofradías llegó a reunir decenas de donaciones de
tierras. Sin necesidad de adentrarnos en sus confusos y en ocasiones farragosos
libros de cuentas y memorias, y echando mano a los boletines oficiales de la
provincia en los que se anunció la expropiación y posterior subasta de los
bienes, tras las distintas desamortizaciones del siglo XIX, veremos que sus
bienes no eran escasos. En la mayoría de los casos también, no del todo bien
administrados, pues algunos cuartos se perdían entre las manos de contadores,
mayordomos y priostres, encargados de velar porque eso no sucediese.
No resulta nada extraño que las cofradías fuesen incluso propietarias de
alguno de los hornos, de molinos, de tabernas, de despachos de carne… Pues el
temor a la muerte hacía que quienes se encaminaban a ella tratasen de atajar el
camino entre el purgatorio y el paraíso dejando alguno de sus mejores bienes en
manos de la iglesia y de quienes se encontraban cercanos a ella.
Las cuentas, visadas anualmente por el abad, y por el visitador
eclesiástico de la diócesis, no siempre, como ya se dijo, ajustaban el debe con
el haber, por lo que son innumerables las peticiones diocesanas a los distintos
priostres y mayordomos para que ordenen cuentas, con los correspondientes
apercibimientos para que aclaren el destino de los cuartos gastados sin la
debida justificación, recibiendo igualmente recomendaciones que en muchas ocasiones
no se seguían con la corrección correspondiente:
“… y se vendan en los meses mayores del año,
al mayor beneficio, pues de las cuentas que se ofrecen se reconoce que están
vendidos los granos a precios bastante más bajos, por lo que se consultará si
en esto hubo alguna omisión, y si la hubiese será responsable tanto el
mayordomo como el abad, respondiendo de los perjuicios que se siguieren. Y que
las heredades de arrienden siempre a la mayor utilidad y beneficio de las
Ánimas, por dos o tres años cuando menos, señalando día y hora para el remate…”
No faltan las condenas a los responsables, ni las recomendaciones
episcopales a la hora de los rezos y práctica de los oficios de entierro, para
el que todas las cofradías contaban con parihuelas sobre las que llevar el
cuerpo del difunto, en la caja mortuoria propia, o en la caja mortuoria de la
cofradía, ya que hasta finales del siglo XIX, salvo en las clases sociales
elevadas no fue norma común el enterramiento en caja, sino que el cuerpo del difunto,
convenientemente amortajado, era
depositado en la tierra sin caja de
clase alguna. Como curiosidad, la mayoría de los féretros propiedad de las
cofradías disponía de un sistema de apertura por la parte baja, de forma que
depositado el mismo sobre la fosa, se accionaba el mecanismo correspondiente y
el cuerpo del difunto caía sobre la sepultura, sin necesidad de que la mano de
los hombres tuviese que sacarlo del féretro postizo.
Nos cuenta Manuel Martín Galán en “… y el vivo al bollo (notas sobre la
cofradía de Ánimas de Atienza a mediados del siglo XVII)”, a través de un
documento del Archivo Diocesano de Sigüenza, los excesos que llevaron a una de
tantas inspecciones en torno a la de la parroquia del Salvador. Exceso en panes,
harina, olivas, vino y queso.
Nada extraño, como tampoco lo era el que fuesen las cofradías de ánimas,
y en sus días, las que costeasen mucho de los gastos de las carnestolendas
(carnavales), celebrando por ellos alguna que otra carnavalada, como para
reírse de la muerte a la que, por cierto, en siglos pasados se la tenía menos
miedo que en los tiempos actuales.
Atienza de los Juglares. Noviembre 2014