LA BODA DEL REY
Madrid estaba preparado, el 31 de mayo de
1906, para celebrar uno de esos eventos llamados a pasar a la historia de las
ciudades, de los reinos, e incluso de los continentes, puesto que la boda del
rey de España, Alfonso XIII, con una de las princesas de Inglaterra, aunque la
princesa fuese de las llamadas “de segunda fila”, atraía la atención de media
Europa, y hasta Madrid, para asistir a las nupcias reales se habían trasladado,
de media Europa, representantes de la mayoría de las casas reinantes.
Se hemos de hacer caso a las crónicas del
momento, “Madrid se encontraba desbordado
de gente y animación”. Y había, por supuesto, entre los altos mandos policiales
y miembros del Gobierno, un temor indiscutible a la posibilidad de un atentado.
Por aquellos días se cumplía un año de lo sucedido en París, un año del intento
de asesinato del Rey Alfonso en la calle Rohan cuando junto al presidente de la
República de Francia regresaba de la ópera, en lo que era su primera visita al
extranjero. El 31 de mayo de 1905.
Hoteles y pensiones madrileñas tuvieron que
colgar el cartel de “completo”,
también los teatros y los espectáculos, y los cafés, puesto que a Madrid se
desplazaron multitud de visitantes de las provincias limítrofes, y del resto de
España para asistir a uno de esos espectáculos que la historia permite que se
puedan ver dos o tres veces a lo largo de una vida. Se trataba, pues, de un
momento realmente histórico para la historia de España.
También, para colaborar en la seguridad
real, y de los visitantes extranjeros, a Madrid se trasladaron policías de
media Europa. Lo contó el conde de Romanones, entonces ministro de la
Gobernación: Acudió a Madrid el personal
más experto de las policías francesas, alemanas, inglesa e italiana. Y por
supuesto la española se encontraba alerta, bajo las órdenes del experimentado
Director General Emilio Moreno. Con vigilancia hacía los partidos políticos y
personajes destacados que pudieran aprovechar la ocasión para armar revuelo.
Se temía, nadie lo negaba, un atentado
contra el Rey, o contra alguno de los muchos personajes que se reunirían en
Madrid.
Las mismas crónicas de aquel día nos dice: El propio Presidente del Gobierno habló con
el Rey de la posibilidad de un atentado, temiéndose que ocurriese en la propia
iglesia de San Jerónimo, que fue minuciosamente registrada, lo mismo que
las calles por las que había de discurrir el cortejo de ida y vuelta, cambiando
a última hora el trayecto de retorno, ya que en principio llegaría a palacio a
través de la calle del Arenal y a última hora se decidió que lo hiciese
por la calle Mayor que, como todas por
las que el cortejo discurriría, se encontraba tomada por el público, y por un
ejército de policías, y militares, cubriendo carrera.
EL ATENTADO
El trayecto de ida, desde palacio a la
iglesia, discurrió sin apenas incidentes. Salvo los que cuentan de alguna caída
de caballo de los carristas, o de los mareos del público, a pesar de que no era
un día de demasiado calor, sino con amenaza de lluvia. Tampoco hubo incidente
alguno en la iglesia, y el cortejo, que salió de ella pasada la una del
mediodía, discurrió sin novedad alguna a través de medio Madrid, por la Carrera
de San Jerónimo, uno de los lugares más complejos y temidos para caso de
atentado, así como por la Puerta del Sol.
El conde de Romanones vuelve a recordarnos
aquel paso, que observó desde los balcones de su ministerio, con la
tranquilidad de que ya había pasado lo peor. Cuando la carroza de los reyes
entró en la calle Mayor, Romanones decidió retirarse a descansar a su casa,
después de casi dos días sin apenas descanso. Imaginando que todo había
acabado. Cuando salió del ministerio el cortejo de acompañamiento todavía
continuaba subiendo por la Carrera, y algunos carruajes avanzaban por la plaza
de la Cibeles.
Desde la Puerta del Sol a la plaza de la
Villa debía de haber unos quinientos metros, y por allí, debía de andar la
carroza real con los reyes, a juzgar por los vítores de la gente y el sonido de
las campanas de aquella parte de Madrid, pues iban tocando al paso de la
comitiva. Eran alrededor de las dos y media de la tarde ya.
Entonces, a esas horas, en el espacio que a
la altura del número 88 de la calle Mayor de abría, prácticamente frente a la
Capitanía General, se escuchó el estrépito de la bomba que, oculta en un ramo
de flores, cayó desde el balcón de la esquina del edificio, rebotó con los
cables del tendido eléctrico, que lo desvió, y fue a caer a uno de los lados de
la carroza real.
La explosión fue inmensa, y el griterío del
público lo llenó prácticamente todo. Al instante, una vez que el humo de la
explosión permitió ver lo que sucedía, todo el mundo tuvo la certeza de la
gravedad de lo sucedido. Algunos de los caballos de la carroza real agonizaban
reventados sobre la calle, otros estaban muertos, y entre el público
sucedía lo mismo.
El griterío de los heridos acompañó la salida de los reyes, quienes resultaron
ilesos, en busca de la carroza de respeto con la que continuaron a palacio,
atrás quedaba un reguero de muertos y muchos, muchos heridos. Las cifras
posteriores darían 32 muertos y más cien heridos.
En aquellos primeros momentos los heridos
fueron atendidos en el mismo lugar, hasta ser trasladados a las diferentes
casas de socorro. Al igual que los muertos, la mayoría civiles, aunque no
faltaron militares de los que cubrían carrera, la mayoría pertenecientes al
Regimiento de Wad-Rás número 50, dedicado a la escolta del Rey. Entre los
muertos del Regimiento están uno de los capitanes, dos tenientes, varios
soldados, un cabo, el tambor…
El autor del atentado, que fue
inmediatamente identificado, pues no ocultó su identidad al registrarse en la
pensión desde la que llevó a cabo el atentado, escapó en medio del alboroto,
ofreciéndose por cualquier información que llevase a su detención, 25.000
pesetas. Todo un capital.
De tal magnitud fue la explosión que algunos
de los fallecidos fueron las mismas personas que se encontraban viendo el paso
del cortejo desde los balcones de la casa desde la que fue arrojada la bomba:
Un fallecido en el cuarto piso, dos en el segundo y cuatro más en el principal,
entre los que se contaron a la marquesa de Tolosa y una hija de los condes de
Adanero.
Algunas personas de la provincia de
Guadalajara también se encontraron entre los muertos y heridos: Guillermo
Molina y Zenón Llorente, naturales de la capital, y Vicente Taberner, de
Hinojosa, y pertenecientes al Regimiento Wad-Rás, resultaron heridos. También
algunos espectadores, entre ellos Daniela Hernández, de Molina, y Rafaela
Barrios, de Guadalajara. Fueron los nombres que ofreció la prensa provincial,
encargándose de dar la noticia de la muerte en el hospital, a causa de las
heridas, de Guillermo Molina.
Ningún medio comunicó la muerte de Isaac
Romanillos Sancho.
ISAAC ROMANILLOS SANCHO
La confusión de los primeros momentos hizo
pasar a Isaac Romanillos por vecino de Madrid, y natural de la provincia de
Soria. A pesar de que desde el Regimiento Wad-Rás 50 en el que servía, se
apresuraron a informar de que era natural de la villa de Atienza, en la
provincia de Guadalajara, a pesar de que por error se confundió su segundo apellido, trastocando el Sancho por un
“Sánchez”, con el que fue inscrito, tanto entre los fallecidos, como en el
registro civil.
Había nacido, efectivamente, en Atienza, en
1883. La fecha exacta la desconocemos, si bien tenemos el dato de que fue
entregado al poco de nacer a la inclusa de Atienza, que por aquellos años
todavía funcionaba, dependiente de la Diputación de Guadalajara.
No conocemos el motivo por el que fue
entregado a dicha institución para su crianza, pero en ella estuvo hasta el mes
de febrero de 1885, que fue reclamado por su padre, Cándido Romanillos
Cercadillo, y le fue concedida la custodia.
Cándido Romanillos, el padre, figura en
algunas partidas como pastor, y en otras como labrador, de lo que si tenemos
certeza es de que residió en varias poblaciones de los alrededores de Atienza,
probablemente ejerciendo su labor.
Cándido Romanillos Cercadillo nació en
Bochones en 1858, y se casó en Atienza con Vicenta Sancho Somolinos, marchando
a vivir a Madrigal, de donde pasaron a Atienza, y tras una estancia de casi 12
años en Barcones, regresaron a Atienza, de donde salió Isaac Romanillos en 1904
para servir al Rey, y morir por el Rey.
Un gesto tuvo Su Majestad para con los
muertos y heridos, ya que a todos se les concedió una paga, dependiendo del carácter
de sus heridas y del estado al que pertenecían,
civil o militar. Los militares fueron condecorados y ascendidos un
grado. Aparte de ello, y de resultas de las suscripciones populares para ayudar
a las víctimas y levantarles un monumento, se repartieron algunas cantidades. A
Cándido Romanillos se le entregaron 700 pesetas de lo recaudado, y le dejaron
una paga anual por la muerte de Isaac de 273 pesetas con 75 céntimos.
Los padres de Isaac no pudieron asistir a
los funerales, celebrados al día siguiente, 1 de junio, en Madrid.
Su cuerpo, junto a los militares fallecidos de su Regimiento fueron
trasladados a una sala de la planta baja
de la clínica militar instalada en la iglesia del Buen Suceso, en la calle de la Princesa, que
sirvió de capilla ardiente, y que en la tarde del 31 fue visitada por el Rey.
El entierro constituyó una auténtica
manifestación de duelo, saliendo a las seis de la tarde del 1 de junio, desde
la capilla ardiente, hacía el cementerio:
El
aspecto que presentaba la calle de la Princesa por aquellos alrededores era
imponente por la inmensa multitud de gente que aguardaba el paso de la triste
comitiva.
Era un contraste muy marcado, los adornos y vistosas colgaduras que
adornaban la calle de la Princesa e iglesia del Buen Suceso con las fúnebres
carrozas que aguardaban se depositasen en ellas las inocentes víctimas.
El infante don Carlos de Borbón, acompañado del infante don Fernando y
del príncipe Alejandro de Battemberg, llegaron al Buen Suceso a las seis en
punto y poco después el príncipe de Baviera y los príncipes Alfonso y Rainiero.
A las seis y veinte comenzaron a salir los
féretros, el del capitán Rasilla, tenientes Prendergast y Reilli, y los
soldados Lorenzo Guerrero, Gregorio Sánchez, Isaac Romanillos, Guillermo Gracia
y el escolta José Márquez.
A través de unas calles de Madrid totalmente
abarrotadas, fueron conducidos al Cementerio del Este, donde recibieron
sepultura.
A finales de aquel año, y por suscripción
popular, se levantó frente al lugar en el que cayó la bomba un gran monumento
de recuerdo, en el que figuraron los nombres de
todos y cada uno de los fallecidos, monumento que dañado durante la
Guerra Civil, terminó retirándose para ser suplido por el hoy existente.
La partida de nacimiento de Isaac
Romanillos, el único recuerdo de aquel muchacho de 23 años que perdió la vida
en el atentado contra el Rey de España, se encuentra en los archivos
eclesiásticos de Atienza, la partida de defunción en Madrid, en el
registro civil del distrito de Palacio,
libro de defunciones, folio 90, libro 123, en él podemos leer:
Por
don Manuel Kreisler Ubago, Secretario, se procede a inscribir la defunción de
Isaac Romanillos Sánchez (Sancho), natural de Atienza, provincia de
Guadalajara, de veintitrés años de edad, soltero, soldado del Regimiento de
Infantería Wad Rás núm. 50, hijo de Cándido Romanillos y Vicenta Sancho, cuyas
naturalezas y demás fuentes se ignoran, falleció delante de la casa número 88
de la calle Mayor, a las catorce horas y treinta minutos del día 31 de mayo de
1906…
Tomás Gismera Velasco