Rosario, con los ojos húmedos, ha parecido esbozar una sonrisa. Fuera la
oscuridad es absoluta aunque de cuando en cuando un algodoncillo de nieve se
estrella contra los cristales, apenas una gotita que convertida en agua resbala
y al momento se pierde. Como una lágrima de esas que Rosario ha derramado a lo
largo del día. De emoción, de pesar, de tristeza…
En Madrid nevisqueaba y hacía un frío endiablado. Al salir de la Real
Academia el golpe seco del viento helado ha sido como un bofetón. El no se ha
enterado de nada. El iba ya dormido, iniciando el regreso a Fregenal. Rosario
imaginaba que allí el pueblo entero estaría en vela y a la espera, mientras
ellos iban camino de Badajoz, con ese traqueteo incansable del ferrocarril
avanzando con increíble rapidez y, sin embargo, pareciera que siempre se
encontrasen ante el mismo paisaje blanco cercado por el oscuro nevisqueo. Fuera
debía de hacer frío, como en Madrid. El Infante don José Eugenio de Baviera, presidente
de la Real Academia, al salir de la Biblioteca, donde se había instalado la
capilla ardiente le dijo: “Abríguese
Rosario, fuera hace frío”. Y era cierto. La nieve impedía que el viaje se
hiciese por carretera, de ahí el hacerlo en ferrocarril.
A pesar de que el frío lo comenzó a sentir en el cuerpo una semana
atrás, aquella dichosa tarde del 27 de enero en el que El se empeñó en ir al
entierro de Valentín de Zubiaurre. Le sobraban razones para asistir a la
despedida: era amigo, era pintor, era… casi de su misma edad. La de hacer
cuentas de lo pasado. El ya las había empezado a rendir con ese comienzo de
pérdida de la vista. Acaso el mayor mal que pueda sobrevenirle a quien dedicó
su vida a fijar en lienzo los colores para que los contemplen el resto de los
mortales y queden como reflejo de una obra para la eternidad. Se lo había dicho
al Marqués de Lozoya cuando lo saludó, y a don José de Aguiar, y a Bernardino.
¡Ay, Bernardino! Tras el funeral de Valentín, Bernardino los acompañó al coche.
Rosario lo llevaba del brazo derecho, Bernardino le tomó el izquierdo y ya
dentro del taxi, cuando Bernardino se disponía a cerrar la portezuela
prometiendo una pronta visita, El le soltó aquello de: “estoy vencido Bernardino, estoy vencido”. Y así fue, Bernardino de
Pantorba la siguiente vez que lo vio ya estaba así, con los ojos cerrados,
dormido a la eternidad y Bernardino, ya hecho a ese ver entrar en las eternidades
a los amigos esbozó a Rosario una sonrisa: “ya
está con el maestro”. Su maestro, el de Eugenio, era Jiménez Aranda, el
abuelo de Bernardino.
Gustaba Bernardino de hacer comparaciones entre la pintura de los
amigos. La de Valentín de Zubiaurre, tan socarrona y melancólica y estirada y
de colores norteños de sus ancestros; la de Roberto Domingo, tan impresionista
a la francesa y a la taurina iluminada de luces y oros; la de Romero de Torres,
tan a veces tétrica y tan a veces literaria, como la de Miguel Nieto, tan
alejada del Valladolid de nacimiento, tan sevillana y al tiempo tan luminosa,
continuando los pasos del maestro Sorolla; o tan expresiva y definida como la
de López Mezquita.
La de Eugenio no era como la de los otros, la de Eugenio a los ojos de
Bernardino era fresca, lírica, con gracia… Para Bernardino, Eugenio se había
inventado la pintura extremeña, con las luces y surcos extremeños, con los
cielos claros y rutilantes de Fregenal. Eugenio había logrado iluminar los ojos
de los chiquillos en sus pinturas; a través de ellos se alcanzaba a situar en
el paisaje la alegría siempre eterna y moza de su tierra natal, la luz que El
quería ver. La que recordaba de sus años de crío. La que se le metió por las
ventanas del estudio de la calle de Almagro de Madrid cuando se instaló
definitivamente en la capital, para quedarse eternamente con él.
Para Bernardino, como para el mundo del arte, Eugenio era ya el pintor
de Extremadura, por encima de Zurbarán y del divino Morales, y de Felipe Checa
y de Nicolás Mejía; a pesar de la distancia en el tiempo y el trazo y el tema
con Zurbarán y Morales; a pesar de que a Checa y Mejía la muerte les había
sorprendido sin llegar a alcanzar la total madurez. A pesar de que aquellas
primeras luces que iluminaban a la Juma y
la Rifa, y hasta: A la fiesta del
pueblo, nada tenían que ver con las luces maduras de Rosarito con el paisaje de Huelva, o con la Peseta… o con aquellas otros lienzos que se difuminaban en un
paisaje de algodones que firmó sin firmar con su verdadera identidad, a pesar
de que todo el mundo en el mundo de la pintura conocía que aquella firma,
Nertóbriga, era en realidad el Eugenio Hermoso que no olvidaba los orígenes de
su localidad natal, cuando, en lugar de Fregenal, era acaso eso, Nertóbriga, y El
jugaba con el expresionismo.
Bernardino no comparaba la pintura de ambos, la suya y la de Eugenio.
Porque no había motivo para hacerlo. Porque siendo semejantes en sus colores y
en sus luces, eran diferentes, tan diferentes en su temática como en su universo.
Mejor así. Porque Eugenio, con el tiempo, se había vuelto un tanto vanidoso y
malhumorado y polémico, con esa creencia de que todos lo perseguían o lo
denostaban por ser quien era, el hijo de unos simples campesinos, sin mayores
estudios que los que la vida le fue enseñando. A lo mejor, muy a lo mejor, algo
había de aquello, pero tampoco tanto como Eugenio se quería imaginar. Sucedía
una cosa: que todos aquellos que se pasaban las horas y horas copiando a los
grandes maestros en el Prado o asistiendo a las clases de la Academia de Bellas
Artes a ver, escuchar y aprender, querían llegar al triunfo, alcanzar el éxito
total con sus obras. Verlas un día colgadas de las paredes de cualquier museo.
Sentir que lo que dejaron para la posteridad alcanzó la gloria. Todos. Antes y
después de que Eugenio llegase a Madrid. Todos. López Mezquita, Muñoz Degrain,
Romero de Torres, Zubiaurre, Sorolla, Miguel Nieto, Sotomayor, Benedito,
Cabrera, Cantó, Meifrén, Martínez Cubells, Rusiñol, Francisco Domingo, Joaquín
Mir, Sotomayor, Elías Salaverría, Eduardo Chicharro, Vázquez Díaz… Aquellas
gentes que compartieron espacio y tiempo en el mundo de la pintura, y de la
Academia, con Eugenio. La edad dorada de la pintura que siguió los pasos de
Velázquez, del Greco, de Zurbarán, de Murillo, de Francisco de Goya. Muchos
nombres con los que competir, y todos en busca de afianzarse en el mundo de la
pintura. Todos aquellos que pintaban los lienzos de la España de los años
finales del siglo XIX; la pintura de los lienzos de España que llegaba hasta
aquel día en el que Eugenio Hermoso había iniciado el viaje de retorno a su
Fregenal. Al Fregenal de la Sierra que lo vio nacer y aguardaba su retorno en
la vigilia impuesta por la fría noche invernal.
La oscuridad exterior no lo permitía, pero cuando la línea del
ferrocarril partía en dos las extensas llanadas manchegas enmarañados en blanco,
se divisaban cercanos a la línea férrea los surcos abiertos en el campo. Los
campos preparados para el renacer primaveral. Entonces Bernardino, sentado
junto a Rosario, ambos frente a Enrique Pérez Comendador a quien por turno
había tocado acompañar el féretro en nombre de la Academia y como extremeño de
nacimiento, ensimismados ambos en el escudriño de la noche al otro lado del
cristal, recordaba aquello dicho por Eugenio, aquellas palabras tan agradecidas
que siempre salían de su boca al referirse a las dos josefas, doña Josefa
Salgado y doña Josefa Trujillano; comadrona la primera, maestra la segunda. A
Bernardino se le quedó clavada la sentencia dictada por Eugenio: “A estas dos señoras debo yo acaso el no
haberme quedado clavado como una alondra en el surco”. A aquellas dos
señoras y claro, a su madre, también.
Claro, aquellas habían descubierto sus trazos sobre el papel y habían
convencido a los suyos, y a quienes podían, en aquel Fregenal del siglo XIX,
para que se ocupasen de Eugenio Hermoso. Luego Sevilla, la Sevilla de Jiménez
Aranda y aquel: “Márchese usted a Madrid.
Allí podrá abrirse mejor camino que aquí, y mayor horizonte”.
Eugenio Hermoso se había hecho a sí mismo. Por eso su orgullo. De ello
su vanidad. Había pagado con su esfuerzo, con su dedicación, la confianza que
se puso en él. Había engrandecido a quienes le habían tendido la mano. Nunca
negó sus orígenes. Nunca olvidó que gracias a quienes confiaron en él, se había
convertido en uno de los grandes de la pintura española del siglo. En el pintor
de los niños; en el de la Extremadura sobreviviente a Francisco de Zurbarán y Luis
de Morales. Algo había de ellos en sus primeros colores, y de Durero, en los
colores fríos de la Rosa, quizá, como
la Gioconda de Leonardo, una de esas
grandes obras que se quedan marcadas para la posteridad de los siglos. A
Leonardo se le quedó ella, la Gioconda.
Como a Romero de Torres le quedó la piconera
o a Francisco de Goya la duquesa de Alba.
A Eugenio Hermoso se le quedó aquel lienzo con los ojos grandes de la mujer, expresivos,
diciéndolo todo. Con los colores vibrantes y puros de: A la fiesta del pueblo, y la sonrisa limpia de aquellas muchachas
que como si fuesen odaliscas parecían bailar en un paisaje encendido. Su
paisaje, sus colores, su mundo, porque no necesitaba imitar a nadie, buscar el
trazo de nadie. Eugenio buscaba intimar con su propio mundo, con su propia
tierra. Sentía haber nacido y crecido en el arte para ello.
La Rosa había competido con la
musa gitana de Romero de Torres, y había perdido en la obtención de medalla.
Los colores y las risas de La Juma y la
Rifa habían competido con la seriedad de capa y sombrero de Los amigos de López Mezquita, y habían
perdido también, aunque situaron el nombre de Eugenio en el mundo del arte; a
pesar de la dificultad de competir con quien entonces era en Madrid uno de sus
pocos amigos, López Mezquita. Los colores de A la fiesta del pueblo lo habían hecho con Joaquín Mir y Valentín
de Zubiaurre, y habían ganado, ya en la madurez consagrada. Y ahora, cuando
Eugenio Hermoso regresaba a Fregenal para quedarse, su Rosa comenzaba a ser más eternidad que la musa gitana de Romero de Torres, y su Juma más sobriedad que los
amigos de López Mezquita; y los colores de la fiesta eran ya los colores de Extremadura. Y contra ellos ya no
había competencia posible. Sólo le pertenecían a Él.
La Juma y la Rifa. Cuántas
alegrías detrás de aquella obra. A pesar de que no resultó triunfadora ante los
colores del consagrado López Mezquita. Eugenio siempre recordaría aquellas
líneas que le dedicó la prensa: Este
jovenzuelo se ha hecho el hombre del día en la exposición. Y aquel cuadro con
su paisaje se había ganado todas las críticas, a su favor: leguas y leguas,
muchas hanegas de tierra, de verdes hazas, con altibajos pintorescos de belleza
exquisita… Detrás del cuadro había muchas horas de apuntes, de fijar en la
cabeza los horizontes.
Rosario hacía tiempo que para el mundo dejó de ser Rosarito. Nunca para
su padre. Aquella noche era más Rosarito que nunca. Y si su padre se hubiese
propuesto hacer de ella un nuevo símbolo la hubiese pintado con marco de
oscuridad. Lejos de aquella niña que en un fondo de tonos pastel levantaba la
cabeza con el diario en las manos. Rosario, la musa de su padre: Rosarito niña, Rosarito con lazo, Rosarito
leyendo la esfera, Rosarito con espejo, Rosarito rezando el Rosario, Rosario
con paisaje de Huelva… Rosario siempre estaba en su boca, en sus pinceles,
en aquellas tertulias de café con los Baroja, Zuloaga, Solana, Benavente, los
Machado..., al sabor y sentir de un café, en el Nuevo Levante o en el Doré del
Madrid convertido en escuela y pesar de dolores. En los ojos de aquellos retratos
convertidos en icono de su propia pintura. En obras buenas o en obras malas, que
para Eugenio Hermoso no había otra.
El de este inicio de febrero frío, helador, de nevisca mientras el tren
se encaminaba a Badajoz partiendo los surcos lóbregos de la noche manchega, de
la extremeña, de la familiar en dos, era su último viaje al pueblo-ciudad, y el
definitivo a la inmortalidad. Se marchaba el hombre, el autor. Mientras que la
obra del hombre, del autor, entraba definitivamente en el Olimpo reservado a
los genios, a los mejores, a aquellos que surco a surco habían cultivado el arte
para el que vinieron al mundo. Y resulta difícil abrir surco y que el surco permanezca.
Ese surco que abrían a su mismo tiempo, al mismo tiempo en el que Eugenio
comenzaba su labranza, Pablo Picasso, y Rousseau, y Modigliani y… todos
aquellos que ahora, cuando Eugenio, dormido a la eternidad de los siglos
viajaba hacía la estación final de Fregenal, trataban de perpetuarse en el
Olimpo de la pintura eterna. De su viaje a París, Eugenio vino con un
convencimiento: “Mi carácter no va con
aquel carácter, porque el arte sólo es arte cuando es arte, y lo digo yo, que
he corrido mundo y visto lo que se pinta en Europa y en América”. Y nadie,
salvo El, comprendía aquel juego de palabras que otros se atrevían a intuir. Si.
Eugenio Hermoso había corrido Europa. Y había pintado lo mismo en Florencia que
en Milán o Lisboa, Londres o París. Quería conocer las tendencias de Europa, de
punto a punto… Para quedarse con sus colores, con sus luces, con sus horizontes
de siempre, los que conoció siendo niño. Los que le enseñaron a ser y sentir.
El triunfo sin triunfo de la Juma,
la consagración posterior, daban cuenta de que Eugenio no se había dormido en
los laureles del éxito, y que, pisando fuerte, sabía perfectamente hacía donde
dirigir el trazo de sus pinceles: el
artista no se ha dejado influir ni alucinar por las tendencias extranjeras ni
por las extravagancias de modas efímeras… Eugenio, halagado por aquellas
líneas escritas con la sinceridad de quien conoce el valor de la pintura, debió
de sonreír al leerlas, convenciéndose de que, al crear su propio estilo, estaba
creando escuela, inmortalizándose en cada uno de sus trazos. La Juma…, una de las joyas de la moderna pintura española. Decían las
crónicas de su tiempo. Tantas joyas vendrían después…
En Badajoz la noche comenzó a hacerse madrugada. Madrugada fría con
colores de invierno. Y mientras se organizaba la comitiva de automóviles que
por carretera lo llevasen a Fregenal, Rosario recordó aquellos otros viajes de
comienzos de verano cuando todos los años, con ella de la mano, dejaba la
estación del ferrocarril e iniciaban el trayecto fijándose en las luces,
reteniéndolas en su retina para pintarlas después. Aquellas luces, casi siempre
iguales y siempre diferentes. Las de ese lunes 4 de febrero de 1963 eran luces
de luto, y aunque Eugenio había pintado luces de luto en alguno de sus lienzos,
estas no las pintaría nadie. Ni siquiera con colores de composición poética, de
aquellas composiciones poéticas de las que Eugenio gustaba de acompañarse,
fijando versos en cuartillas, junto al esbozo de un retrato.
Allí, en esa tarde fría de invierno, Eugenio entraba en la inmortalidad
de la grandeza de los hombres, en aquel Fregenal escondido en los colores de
sus pinturas, entre el horizonte que servía de fondo a sus mejores retratos.
Debían de ser alrededor de las cinco de la tarde cuando la tierra,
golpeando la caja que le servía de cuna, pareció quererlo despertar. Pero no.
Eugenio no despertaría. Los ojos abiertos de sus lienzos hablarían en adelante
por El. Acaso con letra poética de Gabriel y Galán.
Allí, mientras la tierra golpeaba el féretro, Rosario, con los ojos
turbios, repetía para sus adentros lo que su padre le había dicho a ella y a
tantos otros, pareciese que para aquel momento, cuando en el de la despedida se
hablaba de su forma de ser y de pintar: Había
tenido yo siempre, sin saber cómo, afición al arte, y hacía, como todos los
chicos, santos de barro. Pronto dejé el barro por el lápiz, y entonces no quedó
pared que no ostentara algún soldadote o algún general…
Nadie lo dijo en aquel momento, pero todos sabían que Eugenio Hermoso
había nacido para pintar aquellos paisajes que ahora lo despedían. Su sueño se
había cumplido. La risa de sus lienzos, los colores de sus pinceles, colgaban
de las paredes de aquellos museos que le soñaron niño.
Eugenio Hermoso, el pintor de los colores extremeños, parte de la
historia de la pintura española, entraba en la eternidad imperecedera del arte.
Tomás Gismera Velasco
El relato: El viaje hacía la eternidad de Eugenio Hermoso obtuvo el premio nacional de Narrativa "Eugenio Hermoso 2013", otorgado por la Fundación Eugenio Hermoso. Excmo. Ayuntamiento de Fregenal de la Sierra y Excma. Diputación Provincial de Badajoz.