EL
SANTERO DE SANTA LUCIA
Cuando la luna ha coronado por fin el
firmamento y ha encendido la noche en la que bañarse a gusto, el santero se ha
retirado a descansar dejando las puertas abiertas y el perrillo de lanas, como
siempre, se ha echado a dormitar en el portal, con un ojo abierto y cerrando el
otro, y las orejas a ratos tiesas y a ratos lacias, escuchando en la quietud de
la noche todos los sonidos a los que ya está tan acostumbrado, el del ulular
del búho, el vuelo de la lechuza, el retozar de los corzos, como auténticos
fantasmones del bosque en el medio de sus frondosidades, el danzar del lobo por
los riscos o del zorro por las praderas,o el chapotear de los jabalíes en las
pequeñas charcas que va formando el riachuelo y de las que salen las lenguas de
agua con las que el santero mantiene como un vergel todo el entorno de la
ermita, donde las olorosas madreselvas se mezclan con los rosales que se
agarran a los paredones, entremezclando el rubor de las rosas, de un rojo
encendido, con los ramajes de la parra que sombrea la casa y de la que cuelgan
los zarcillos que no han logrado engancharse a la pared, o al manzano, o a la
hiedra, que sube casi hasta el tejado, y en la que se resguardan jilgueros y
zarzales.
Una lamparilla, a las puertas de la ermita
permanece encendida noche y día, como si fuese un faro que en la mitad del
monte, en el cruce de caminos, señala con su oscilante vaivén, el que se ha de
seguir cuando los pasos se confunden en medio de las tormentas y a lomos de
borriquillos la mayor parte de las veces, andan a la búsqueda de un refugio los
últimos caminantes que suben a los pueblos de la sierra, o bajan los primeros
madrugadores camino de la villa, a arreglar papeles o encontrarse con el mundo
que se derrama por debajo de los montes que son su fronda ocultan otros mundos
y otros paraisos en los que todavía a los que todavía no han llegado los ruidos
ni las prisas.
El Santero, que nadie sabe como se llama
porque todo el mundo, porque todos le conocen por el nombre de su oficio, vive
de prestar cobijo, de encender el candil, de mantener el vergel frondoso del
entorno, y de que no le falte a la Santa, como él dice, el aceite de la lámpara
y las flores a los pies, a cambio de lo que le dejan quienes pasan por la vera de la ermita, le
saludan con la mano alzada, se desprenden de la gorra con respeto ante la
Santa, o se arrodillan ante las puertas de la ermita para pedir el favor de
seguir pidiendo los favores cada vez que se pase por allí, como antes hicieron
los padres, y los abuelos, y los abuelos de los abuelos, en esa cadena que
engarza generación tras generación al paso de los años y los siglos.
Es un hombre bueno, no ha conocido otro
mundo que el de ese cruce de caminos, ni otras ambiciones que las de escribir
en la plenitud de las tardes de primavera, cuando comienza a despertarse su
paraiso, unos versos mal rimados, pero hilvanados con el sentimiento que añade
la voluntad a la inspiración. En la villa todos le aprecian, como en los
pueblos del entorno, que casi no conoce porque su mundo fuera de la ermita está
en la villa, a la que acude muy de cuando en cuando, apoyándose en su bastón,
con las alforjas al hombro, la gorra cubriendo sus canas, y el perrillo
precediéndole por el camino y por las calles, haciendo las paradas precisas,
donde sabe que su amo las viene haciendo año tras año, en el pretil de la
fuente, en el rollo, en el calvario, bajo la olma de la plaza.
Como es bien conocido, cuando entra en la
villa le sonríen y le van llenando las alforjas, él regala sus coplillas y
sonríe cuando le recuerdan sus andanzas por el monte en medio de tormentas en
busca de algún perdido caminante, o sus dotes de curandero que él atañe a su
Santa, que según cuenta está detrás de cada uno de sus gestos.
Pero ésta noche, cuando la luna retozaba a
su gusto en la charca del arroyo, el perrillo se ha sobresaltado y ha lanzado
unos tímidos ladridos que han espantado a los corzos que merodeaban cerca, se
les ha escuchado trotar por mitad de la montaña, y esos ladridos han despertado
al viejo, porque no es normal que el perro ladre a la soledad de la noche si no
es porque presiente la cercanía de algún extraño, como tampoco es habitual que
los haya por aquellas veredas donde todos se conocen.
Cuando el viejo ha salido de la casa, el
perro lo ha saludado nervioso, moviendo el rabo con insistencia y lanzando su
ladrido a la oscuridad del camino, por donde nada se aprecia y las sombras de
los robles van escondiendo lentamente la vereda hasta confundirse en la
espesura.
El Santero, seguido del perrillo ha rodeado
la ermita y comprobado que la lamparilla sigue meciéndose con la misma letanía
de siempre, y que la Santa mantiene su gesto secular, vacía la cuenca de los
ojos y éstos en el platillo de su ofrenda, y al darse la vuelta ha sentido
moverse los matojos de la huerta, y al preguntar quien va, todo ha vuelto al
silencio, salvo el perro, que ha aumentado sus ladridos, y el viejo, temeroso
como nunca de esos silencios, ha cerrado la puerta de la casa y se ha metido en
la ermita, con su Santa, justo en el momento en el que le han golpeado por la
espalda y ha caído al suelo, ensangrentada la frente.
Aún ha tenido tiempo de agarrarse a su Santa
cuando se la llevaban, antes de que un nuevo golpe lo halla dejado en el suelo,
como un muñeco roto.
Cuando lo han descubierto, ya yerto, al cabo
de los días, con el perro enflaquecido tumbado junto a él, desangelada la
ermita sin la Santa, han llorado los que venían a la villa, y se han extrañado
al ver como sus ojos abiertos, a pesar de la pudridez del cuerpo, parecen
seguir vivos, y adivinando cual sería su deseo, su cuerpo lo han dejado
sepultado al pie del mismo lugar que ocupó siempre la Santa.
Al cabo del tiempo aquél vergel se ha
convertido en un erial, perdidas las lenguas de agua del arroyo, palideciendo
con lentitud la parra, los rosales, la hiera y la madreselva, pero el perrillo
sigue vivo, y noche y día los pasa dormitando junto a las puertas de la ermita,
que acusa el paso del tiempo y las tormentas, se alimenta de lo que le dejan
los que por allí pasan, cada vez menos, y se extrañan de que el perrillo no
acuse el paso de los años, y hay quien dice que en las noches de mayores
tinieblas se siguen encendiendo en el mismo lugar en el que la Santa estuvo,
dos lamparillas a modo de ojos que simulan vigilar aquél entramado de caminos,
y aunque todos hablan, nadie asegura con certeza haberlos visto, aunque siempre
los presienten, si es cierto que en las noches de barrunto de tormentas y en
los días de nevadas borrascosas, el perrillo, como obedeciendo a quien sabe que
extraños instintos, sube desde la ermita hasta la villa y torna a ella, y por
aquellos caminos que el Santero recorría, se le ve husmear cuando más azota la
tormenta, y parece presentir el paso de algún rezagado que torna hacía su
sierra, o algún madrugador que va camino de la villa, y los sigue desde la
distancia, como haciéndoles silenciosa compañía, hasta que salen del robledal.
T. Gismera Velasco (1984).
El Santero se llamaba Ramón. Murió al final de la década de 1970.