ALCARREÑOS EN
MADRID.
Por
Tomás Gismera Velasco.
Fue a finales del verano de 1932 cuando, un
grupo de guadalajareños residentes en Madrid, con sus familias en Guadalajara,
decidieron que, además de verse de vez en cuando en el café de la esquina, podían
hacerlo, con mayor familiaridad, en casa propia. Era el embrión de lo que
posteriormente sería la Casa de Guadalajara en Madrid. El hogar de los
residentes arriacenses en la capital de la entonces república española. Una
capital que, en números poco concretos, podía albergar a algo más de cuarenta
mil guadalajareños, al menos así lo estimaban quienes se dedicaron a la tarea
de organizar este futuro hogar, embajada o, mejor dicho, consulado de la
provincia en Madrid.
Guadalajara era entonces lo que bien
podríamos definir como un pueblo grande, nada más alejado de la capital que hoy
conocemos, con poco más de dieciséis mil habitantes en donde como
coloquialmente pudiera decirse, “todo el mundo se conocía”.
Tampoco Madrid era lo que hoy conocemos, Madrid
tenía entonces poco más de trescientos mil vecinos y a pesar de ser una gran
capital, en los barrios, igualmente, existía esa especie de confianza lugareña
que permitía dejar las puertas abiertas, hacerse favores los unos a los otros
y, llegado el caso sentarse a la misma mesa.
No era Madrid, a pesar de todo, un lugar
acogedor para quienes, desde los distintos rincones de España, llegaban a la
capital en busca de trabajo, en unos años en los que, tras la proclamación de
la República, los problemas económicos y laborales que la originaron, se fueron
incrementando, no solo con el paso de los meses o de las semanas, sino con el
paso de los días.
Por aquellos tiempos perdió Guadalajara una
parte importante de su tejido industrial, del poco tejido industrial que llegó
a tener, se cerró la Hispano Suiza y los obreros, en gran número, se
encontraron mano sobre mano, con la necesidad de tenerse que buscar la vida y
futuro en otros lugares.
A Madrid, patria de todos, llegaron esos
mismos obreros desde cualquier rincón, y en Madrid encontraron, los que pudieron
resistir la presión de los duros años de esfuerzo, previsiones de futuro. Y,
como suele suceder, los naturales de las distintas provincias o regiones se
fueron congregando, en esa búsqueda de compartir, lejos de la tierra propia,
los mismos recuerdos, idéntica añoranza.
Desde principios de siglo funcionaban en
Madrid distintos centros regionales, destinados, en la mayoría de los casos, a
dar un poco de cultura a quienes, llegados del campo, ni siquiera sabían
garabatear su nombre sobre la rugosidad del blanco papel.
Los Centros regionales de Andalucía, Galicia
o Asturias eran ya, en aquellos años treinta, referencia para los que
posteriormente se fundaron. Rara era la provincia que no contaba con su propio
lugar de encuentro, desde Segovia a Avila, pasando por Soria o Salamanca.
Castellanos y aragoneses, valencianos o vascos, todos tenían en Madrid casa en
la que compartir unos momentos de ansiados recuerdos, de memorandas.
Guadalajara también tuvo casa propia en los
comienzos del siglo XX, el ya añorado Centro Alcarreño de Madrid, que abrió sus
puertas en 1903 en la calle de Carretas.
Se suponía que había entonces, cuando el
Centro Alcarreño abrió sus puertas, poco más de 18.000 naturales de la
provincia residiendo en la capital del reino. Ahora, en ese 1932 cuando
comenzaba a proyectarse la reapertura de un centro que congregase a los
guadalajareños, con el número creciente de emigrantes, la dificultad se
centraba en reunirlos a todos, o al menos a aquellos que podían aportar, en
base a su creciente amor a la tierra patria, como la comenzaron a definir, su
pequeño granito de arena.