martes, julio 24, 2012

Toda una vida

TODA UNA VIDA.

 
La carreterita que conduce a Valdelagua, uno de los pueblos recoletos de nuestra provincia, de esos que un día se vieron abocados a la soledad, culebrea desde lo alto, casi desde el Santuario de la Virgen del Peral, hasta descender a lo más profundo de lo que antes, y ahora, es y ha sido un hermoso valle en el que se asentó la población, abrigada por los cuatro puntos de altos cerros que lo cobijan de los malos y de los buenos vientos.

Valdelagua es hoy un pueblo que, tras ese paréntesis del abandono, comienza a renacer, con sus viejas casas de sillarejo y adobe, sus bodegas que, cual gusanos que se introducen en las profundidades de la tierra, lo hacen ellas enseñando al fondo las panzudas tinajas que conservaron el vino del lugar que, como el de toda la zona, tuvo renombre y fuerza.

Hace años, cuando aquél vendaval frío recorrió nuestros pueblos dejando a una buena parte de ellos en números rojos, Valdelagua se fue poco a poco quedando sin ese hálito de vida que recorriese sus calles, lo mismo que su vecino Piqueras y tantos más. Ahora, para el día de la fiesta, a Valdelagua llegaron unos cuantos de esos que un día se fueron, para festejar a la Patrona y dar un poco de vida al valle del agua, el nombre del que es más que probable que surgiese la población. Un valle del agua hoy sin agua, salvo la que mana a través de una hermosa fuente que concluye en un hermoso lavadero, sombreado de álamos; pero con luz eléctrica, desde hace poco más de un año.

Para ese día de fiesta la iglesia, alzada a mitad del cerro que cierra la población por el norte, ya estaba enseñando las heridas del tiempo en forma de ruina. La techumbre se aplomó sobre la nave, a pesar de que quedan en pie, como rastro de lo que fue, los cuatro muros; y la entrada principal, y el arco de gloria y, como pegado al norte, cubierto de jaramagos, zarzales, brozas y hiedras, el camposanto original donde descansan los que marcharon, señalados por cruces de hierro herrumbrosas sobre las que se marcan los nombres de quienes fueron.

Para ese día de fiesta, mediado el mes de julio, un puñado de vecinos regresaron como las golondrinas lo hacen cada primavera. Entre ellos, tal vez, las dos personas de mayor edad de la población. Agustín Henche de la Merced y Juliana Canalejas Cerrada, 98 años él, 97 ella. Más de cincuenta años de matrimonio. Toda una vida de recuerdos en torno a un caserío que se adorna de adobes en sus fachadas, pues las construcciones modernas ya cambian el adobe por el ladrillo y el sillarejo por el bloque de hormigón.

Como dos patriarcas que se saben herederos de un tiempo que no ha de regresar, Agustín, más que Juliana, fue contando, cual si lo hiciese a esos nietos y bisnietos que lo parecieran escuchar, las vivencias de un siglo. Sus recuerdos de pastor por los campos alcarreños en noches de luna llena; de aquellas noches de luna llena de hace más de cincuenta o sesenta años, en los que la luna se asomaba como al balcón enrejado de la provincia de Guadalajara y, cual si se inventase una copla, pareciera ponerse peineta y mantilla para cantar una salve a la Virgen del Peral, asomada desde su cerro a todo el valle, al de Budia, Valdelagua o Durón, para dar la mano a su paisana de la Esperanza, ambas dominándolo todo desde sus atalayas.

Agustín, al recuerdo de la Virgen del Peral, extrae de su carterilla de documentos, o trata de hacerlo, la estampa de la patrona que siempre, dice, le acompañó por esos campos en los que sin mayor compañía que la de unos perros de lanas, y en el zurrón unos canteros de pan, un trozo de queso y un botillo de vino, lo siguieron un día tras otro, más de cincuenta, hasta que marchó a Guadalajara, con la documentación en el bolsillo y luego a Madrid; que aún lo pasea como si tuviese la mitad de la edad que dice tener. Habla con conocimiento de lo que dice porque “me aguanta la memoria”.

Habla y no para. Mientras que Juliana escucha en silencio. A veces sonríe al recuerdo, otras lo acompaña con una expresión de asentimiento, cuando hablan de lo que costó sacar adelante a los hijos y de lo que ahora disfrutan viendo corretear a los bisnietos. Que unos cuantos tienen.

Ese día de fiesta en Valdelagua, con apenas un centenar de vecinos y llegados de fuera, Agustín y Juliana, que no han bajado a la ermita, que hace calor, han seguido las coplas que ha ido cantando su sobrino Alejandro calle arriba, desde la ermita a la casa rural, con el acompañamiento de la guitarra y del violín, como sucedía antaño, hace cincuenta, sesenta, setenta años, o más.

Luego allí, al fresco, mientras corre el jamón y se siguen escuchando jotas alcarreñas, el matrimonio, casi centenario, asiste como invitado de excepción a una reunión singular, la que abre paso al comienzo de una nueva vida. Ellos la tienen vivida ya casi toda, pero a ambos les satisface que, tras toda su vida vivida, otros vengan y traten de sacar adelante esa tierra pobre que, con serla, nunca se verá sola.

El recuerdo de la Virgen del Peral, del valle del agua sin agua que horadó en su día las entrañas de la tierra madre, donde crecen estirados, altaneros los álamos; con un olor de higuera que comienza a ofrecer sus frutos, y unas casas abrazadas de parras frondosas, siempre estará presente en la memoria de los que, aunque solamente sea al año un día, llevarán, por Guadalajara o Madrid, el recuerdo de la tierra natal. Aunque atrás queden, panzudas y sin oficio, las tinajas inmensas que encontraron hueco en las oquedades del cerro; o la iglesia aplanada; o las casas de adobe sin arte ni oficio; o el camposanto, crecido de jaramagos, zarzales u ortigas.

Toda una vida presente en el recuerdo, mientras haya gente que mantenga ese recuerdo. Valdelagua, el valle del agua sin agua, lo llevarán el resto de sus días Agustín y Juliana, casi cien años de vida, más de una tercera parte de ella en unión; toda una historia tras unas miradas que dan a entender que, a pesar de todo, el recuerdo no tiene edad; tal vez, maneras de verlo en ese rincón que la memoria nos reserva.



Tomás Gismera Velasco.