domingo, julio 29, 2012

Noche de vaqueros en la altura

NOCHE DE VAQUEROS EN LA ALTURA.

Desde los altos crestones del Alto Rey, una de nuestras más carismáticas cumbres, Guadalajara se tiende con dulzura de tomillo, de espliego, de mejorana y de cantueso.

Esta tierra, a caballo entre las provincias de Guadalajara, Segovia y Soria, es una de las más bellas de España, también fría y en un estado de despoblación que se va acrecentando con el paso del tiempo, el mismo que condena a sus habitantes a la vejez y la soledad.

Galopamos por las altas serranías del Sistema Ibérico, donde comienza nuestro recorrido; el espinazo de ésta tierra de robles centenarios y privilegiados miradores desde los que pasear la mirada de sierra en sierra, perdiéndola por el amplio horizonte de la extensión provincial.

Llegar a Bustares con el capricho de pasar una noche al raso cuidando vacas es poco habitual, pero cuando corría el mes de julio de uno de los últimos años del siglo XX, más que una experiencia era un privilegio.

Quizá fuese una de las últimas noches que los vaqueros serranos pasasen al raso de los cielos de Guadalajara. Ya quedaban pocos vaqueros, pocos pastores y pocos labradores en una tierra que fue, por encima de todo, agrícola y ganadera.

El viajero llegó a Bustares al inicio de la tarde, y desde el mismo instante en el que lo hizo comenzó a anotar todas sus impresiones.

Desde que comenzó el ocaso, a los pies de la gran montaña comenzaron a escucharse los cencerros, a descorrerse los cerrojos de los establos y a sentirse por las calles el andar cansino de las vacas de raza avileña, negras como la noche, y tras ellas unos cuantos centenares de cabras de todos los pelajes que salieron de los casillos a corretear a la plaza con la misma alegría con la que lo hacen los chiquillos de la escuela cuando salen al recreo.

La primera lección que el viajero aprendió es que las cabras salen a carear al atardecer, en tiempo de verano, cuando comienza a refrescar, ya que por el día, con los calores, se amodorran y no son capaces de hacer otra cosa que dormitar.

Las cabras tomaron al asalto la fuente, bebieron agua y siguieron la calle abajo, hacia las eras, por donde se fueron las vacas.

Le contaron al viajero que en Bustares había, a esas alturas del final de siglo, una media de cuatro vacas y siete cabras por vecino, y en el pueblo residían medio centenar de personas cuando hacía escasos años la población se multiplicaba por cuatro o cinco, como en casi todos los pueblos de la zona.

Desde las alturas de Bustares, donde la vacada y la cabrada comenzaban a fundirse entre los montes, se aprecia una buena porción de la provincia envuelta en brumas en las calurosas tardes de julio.

Los animales conocían sobradamente los caminos, tanto o más que los vaqueros, o que los mismos cabreros que las guardaban. Tomaron la dirección de las cañadas del Cubillo, donde pasarían la noche. Otras tocaría hacerlo en las de Matalasmuelas, Valdecarrasco o La Nolina, donde los pastos eran más verdes y jugosos.

Estas cañadas descienden hacia el llano, hacía Villares y las Navas de Jadraque, entre medias del arroyo Encilla que discurría con un hilito de agua desde la cañada del Sestil, en el mismo regazo del Alto Rey de la Majestad, a donde casi nunca llegaban porque los pastos son más ásperos y más pedregosas las laderas. Las Lajas de pizarra enseñan sus colmillos negros y van mostrando los crestones de las alturas camino de la ermita que corona el cerro. Ermita, como tantas otras, de puertas abiertas y romería anual que reúne a su vera a los pueblos del entorno.

Dionisio Moreno era uno de los vaqueros que esa noche, por riguroso turno entre los ganaderos, le tocaba pasar la noche al raso. Bueno, le tocaba a su padre, pero le haría el turno como pasó otras veces y seguiría pasando mientras pudiese.

A lo largo de la tarde fueron y vinieron las tormentas de verano como Pedro por su casa, por eso se hacía casi necesario llevar botas de agua. Las abarcas hacía ya tiempo que quedaron en el olvido.

Los pastos, como los caminos, sorbieron su buena ración de agua y entonces, cuando la noche comenzaba a reventar de luces y sonidos sinuosos, se desprendía de la tierra un olor fuerte, de jara y pasto, de marojo, de enebro y de pino.

Dionisio era un chico joven, veinteañero y de mediana talla, aunque curtido por las noches de luna. Antiguo amigo del viajero que lo escuchó tocar la corneta. Aquella había de ser una de sus últimas noches al raso de Guadalajara. Cuando pasase el verano le crecerían nuevas raíces en Madrid.

Lo decía ya con la añoranza de saber que echaría de menos esas noches de cielos limpiamente sensuales, escuchando el cencerrear de las vacas ocultándose entre los chaparros.

De cuando en cuando ladraban los perros, entre la vacada se movían no menos de media docena, y se sentía lejano el alboroto de los cencerros.

-Algún zorro.

Hay muchos zorros en la zona que en los días del invierno merodeaban los corrales, pero ya casi no había lobos, aunque alguno siempre queda.

Se dejan sentir de pascuas a ramos, cuando escasean los corzos o estos se van a otros pastizales, pues de un tiempo acá los corzos han ido extendiéndose por toda la Serranía de Atienza, lo mismo que lo hacen en las tardes calurosas las tormentas de verano. ¡Gloria da el verlos asomarse a las jugosas praderas todas las amanecidas! A pesar de que a los agricultores les disguste su presencia en busca de los brotes tiernos, del cereal o de la hortaliza.

A veces, según contaban los pastores, se les veía bajar mansamente a los bebederos de los arroyos. Por la noche, aunque se les siente, apenas se les ve. Con razón los llamaban nuestros antiguos maestros de la pluma los fantasmas del bosque.

Desde las alturas, con la noche cerrada y siguiendo el galope de los buenos caballos, se aprecian las luces tibias de un incontable número de pequeños pueblecillos. Todos tienen nombre y resultaba entretenido irlos enumerando, tratando de adivinar su situación. Hasta incluso se descubren como un halo saliendo de la lejanía, los reflejos de la luz de la capital de la provincia. Mientras se iba aprendiendo que las cabras que hoy carean por estas tierras son un cruce de diversas razas, de la blanca alcarreña, que todavía se mantiene casi pura por algunos contados lugares de la Alcarria y de la Campiña, donde le dan el nombre de cárdena o jabonera, y la castellana o granadina; todas ellas descendientes de la prisca. Y que si se mantienen las cabras en la zona en crecido número no es como antaño, para utilizar su leche en el menú diario o para elaborar quesos con los que ayudar a la subsistencia, sino para que den un par de crías con las que de distinta manera ayudar también a concluir el año económico.

Las vacas, en cambio, se han quedado en el negro avileño. Un cruce entre la negra castellana y la negra serrana. El viajero también aprendió que ya no se buscaban razas que se adaptasen con la conveniencia que el terreno requería. Sino razas que produjesen buenos terneros para vender en las ferias, o más bien en los establos, para carne. Una de las razones por las que las razas autóctonas hayan comenzado a desaparecer, y que muchas de ellas se hayan perdido sin remisión, a través de cruces, o por entenderlas poco productivas para los tiempos que corren.

Se hacían silencios graves, como si toda la vida quedase suspendida. También de cuando en cuando se sentían los murmullos que, aupados por los vientos, escapaban de alguno de los pueblos a los pies de la montaña por los que la historia cuenta que hace ya mil años cabalgó el Cid Campeador camino del Henares, como trotó la noche sin sentirse. Un galope que pasó como un soplo, quizá por la novedad y querer apreciar las cosas con ojos de vaquero primerizo. Hasta que llegó la amanecida enseñando la cara, cenicienta primero y ruborosa después. El recogerse de las vacas y de las cabras y el retorno a las calles de Bustares. A la lumbre baja de la cocina de la casa de Dionisio, que aún en el mes de julio se agradecía. A almorzar unos torreznos bien forrados de magro. A tomar un buen tazón de leche de cabra recién ordeñada y espesa como ella sola, y comer con regusto un buen cantero de pan untado en manteca fresca y rociado de azúcar. Como si pasar la noche al raso, cuidando vacas, forzase el apetito.

Bustares tiene una calle larga y ocho o diez callejones que en conjunto abrazan la plaza, presidida por la iglesia con arcada románica de San Lorenzo, que se levanta sobre la base de un lecho de rocas, como todo el pueblo, a casi mil trescientos metros de altitud sobre el nivel del mar.

En esa iglesia recibió sepultura uno de los más prestigiosos hijos de Atienza, don Juan José Arias de Saavedra, aquel a quien Gaspar Melchor de Jovellanos llamaba familiarmente papaíto. Se vino aquí a morir perseguido por los franceses en el invierno de 1811. Era entonces uno de los responsables de la Junta de Defensa de Guadalajara que luchaba desde el primer día contra el invasor francés por la libertad de la provincia, al lado de Juan Martín, el famoso guerrillero al que llamaban El Empecinado y que tantos quebraderos de cabeza diese a los franceses a lo largo y ancho de la provincia de Guadalajara.

Don Juan José Arias de Saavedra, que naciese en la villa realenga en 1737, se había licenciado en cánones por la Universidad de Sigüenza; alcanzó el doctorado en Leyes y Humanidades, fue llamado a su servicio por el rey Carlos IV y, alejado de la Corte, desterrado a Sigüenza, por el grave delito de ser amigo de Gaspar Melchor de Jovellanos.

Desde la puerta de la iglesia se presenció, año tras año, la víspera de la Navidad, una de las más arraigadas fiestas del lugar, la carrera del cabro o de la machorra, una fiesta de mozos tan apegada a la zona como la pizarra negra a los tejados y paredones de las casas.

Por entonces hacía ya muchos años que los mozos de la machorra, como se llamaba sus participantes, los quintos, dejaron de hacerla, como las rondas. También dejaron de comerse la cabra a las órdenes del alcalde de mozos, y de bailar la jota con las mozas, previo pago por parte de aquellas de la cuota correspondiente; en una escena que se repitió por algunos otros pueblos. Al viajero le vienen al recuerdo las fiestas de Santa Agueda de Ruguilla, que tenían lugar en plena época de carnaval, e incluso la más cercana de Membrillera, donde el cabro, orlado de campanillas, recorre cada otoño unas calles cada vez más silenciosas.

También de Bustares habían desaparecido las vaquillas de carnavales, los mayos y tantas otras cosas que se fueron echando al saco del olvido por falta de juventud.

Seguía habiendo cabras, muchas cabras. Como en Gascueña, en Prádena o en todo el entorno de pueblos diseminados en torno a la cresta de la sierra, tan solo que entonces se mantenían para que los cabritos bajasen con mucha más frecuencia que antes, convertidos en carne de fin de semana, a los restaurantes y asadores de Cogolludo, de Jadraque, de Atienza, Sigüenza, de la propia Guadalajara e incluso traspasando fronteras, llegasen a la capital del reino.

Al viajero se lo contaba la señora Avelina, una de esas ancianas de gesto bonachón y pañoleta anudada a la cabeza, a las puertas de la taberna de su marido, el tío Gamo, los dos en edad pasada de jubilación. Pronto cerrarían la taberna que como una buena abacería surtió durante muchos años al pueblo de aquellos artículos de primera necesidad de los que los habitantes no eran autosuficientes, y cerrarían también la puerta de la casa para seguir los pasos de los hijos por Guadalajara, Madrid o Zaragoza, pues ya en los pueblos cada vez había menos vida y la soledad se hacía más pesada con el pasarse de los años, aunque también entonces, quizá para fastidiar a quienes se terminaban marchando, les iban a poner teléfono automático, un moderno tendido eléctrico, asfaltado nuevo para la vieja carretera, y agua en las casas.

El pueblo, cuando el viajero lo visitó, era un laberinto de zanjas que se abrían a golpe de dinamita por la cantidad de piedra rocosa que se parecía esconder bajo la misma planta de los pies.

Unos meses más tarde de que el viajero pasase por allí, los vecinos que quedasen tendrían agua sin necesidad de ir a la fuente. Lo que si era casi seguro es que ya no se escuchase de puerta en puerta la petición de los aguinaldos mientras también, de puerta en puerta, se paseaba la machorra con sus borlones, cintas, lazos, espejuelos y campanillas, y no habría nadie que cantase aquellas estrofas del final de la petición, con ritmo de jota y concluyendo en relincho:

Se me olvidaba alvertirte,

lo caras que están las sogas,

pa que en vez de dos reales,

me echaras un saco gordas.

Y la iglesia de San Lorenzo, cada Nochebuena de las que vengan, echará a faltar a los mozos quienes, vestidos de pastores, compartan un puñado de migas en una noche especialmente estrellada, iluminando un paisaje de excepción.

Tomás Gismera Velasco