CRESCENCIO CERRADA.
Entre zarzales y jaramagos, robles centenarios, alguna que otra encina a la parte de occidente, que todavía quedan copudas y enormes extendiendo sus brazos que se cuajan con dediles de bellota, y de suelos tapizados de brezo, el camino que otrora fuese más pateado, va descendiendo desde Bustares hasta Prádena de Atienza, oculto entre una verdadera selva de matorrales.
Las carreteras han suplido a estos senderos de herradura, que aún parecen resistirse a sucumbir. La débil línea que los señala es suficiente para poderlos seguir cuando se quiere.
No hay demasiada distancia entre Bustares y Prádena, quizá una hora o algo menos con una buena montura, como era la yegua Lucera, a cuyos lomos el viajero se sentía como jinete de todos los caminos.
Tal vez hubiese sido preferible hacerlo en mula, más lenta y correosa si se quiere, pero también más acorde a los pliegues de la tierra, lo que ocurría era que ya no quedaban mulas ni para que el señor obispo hiciese su entrada en el obispado y tomase asiento en su episcopal sede de Sigüenza.
Por las huertas de Prádena, muy de mañana, todavía se apreciaban tres o cuatro mulancos, tal vez uno de ellos fuese el famoso macho Gallardo, el de Juan de Prádena.
En las comarcas pequeñas también hay personajes y animales famosos. El macho Gallardo, negro como el azabache, o como noche de lobos, era capaz de llevar y traer a su amo desde los mercados de Atienza o de Hiendelaencina hasta su pueblo, sin detenerse por el camino, mientras su dueño dormía a pierna suelta montado a su grupa. El viajero recuerda haber visto a su abuelo Bernabé poner al mulo en el camino de la Bragadera atencina con la tranquilidad de saber que aquel, sin apreturas ni contratiempos, llegaría a su destino con el adormilado Juan sobre su montura, después de que éste hubiese cerrado las tabernas en cualquiera de los días de mercado. Cuando hasta Atienza, en interminable recua, bajaban desde la sierra los praineros, a comprar unos, a vender los otros, y a conocer algo más del mundo que los rodeaba todos ellos; puesto que Atienza era entonces la capital de la sierra y allá llegaban las novedades que se resistían a seguir el camino de los pueblos más alejados, y mucho más, de los agarrados a las entrañas de la montaña.
El caballo de Crescencio Cerrada, al que llamaba Tito y cuando le silbaba levantaba las orejas, no lo querrían por aquel entonces, a cuenta de los años, ni para carne de perro. Era un caballo viejo, un mulanco de mediana alzada noble como él solo, o como el macho Gallardo. Con el paso de los años perdió hasta el color blanco como la nieve de los años mozos. Sin embargo el caballo Tito seguía siendo para Crescencio el medio habitual de locomoción para ir desde Prádena, que está a los pies del Alto Rey, hasta Atienza, día tras día en busca del correo.
Quizá Crescencio Cerrada fuese el último cartero que hacía la ruta a lomos de un caballo. Los carteros rurales ya habían comenzado a mecanizarse y quien más o quien menos disponía de un ciclomotor para ir y volver del pueblo a la estafeta, o de un vehículo todo terreno, que ahorra tiempo y personal, ya que el recorrido que anteriormente se hiciese en una jornada puede hacerse en unas horas. De esa manera ya era raro que ocurriese en nuestros tiempos lo mismo que le sucedió a Tomás Cuevas Benito, cartero de Valverde de los Arroyos, quien murió por congelación el día 23 de diciembre de 1958, cuando hacía la ruta entre Tamajón y su pueblo y fue sorprendido por una imponente nevada que le borró los caminos y desdibujó el paisaje.
Entonces los carteros rurales como Tomás Cuevas eran peatones, y el viajero, que de cuando en cuando hurga en la historia medieval, no tiene más remedio que recordar a los andadores, aquellos oficiales municipales que se hicieron cargo de las mensajerías, entre otras muchas cosas.
La muerte de Tomás Cuevas se pagó con algo más de mil duros de la época como indemnización, una suscripción popular que reunió diez mil pesetas y la sustitución en el puesto por su único hijo, una gentileza de la entonces Dirección General de Correos.
La prensa, atenta a la noticia, dijo entonces que el cargo lo ocupaba el hijo ya que su viuda había fallecido unos meses antes.
Crescencio recordaba haber oído alguna vez aquello, porque entonces pasaban esas cosas. Ahora ya ni nieva como antaño, que quedaban los pueblos aislados durante semanas enteras, con el permanente temor al ataque del lobo; a que los zorros entrasen en los corrales a saquear los gallineros, o que la muerte llegase de improviso a visitar alguna casa y no hubiese más remedio que aguardar a que pasase el temporal para entregar el cuerpo a la tierra.
Tampoco se le conocía como a aquellos otros, por el nombre de peatones o recaderos, pues parte de su función estaba también en ello, en traer y llevar encargos, en hacer compras a los vecinos y en servir en muchas ocasiones de emisario de buenas y malas noticias de forma oral, transmitidas de un pueblo a otro. Crescencio era, simplemente, el cartero de Prádena.
-Entonces había mucha ignorancia y pocas letras.
Entonces, cuando pasaban aquellas cosas, eran muy pocos los que conocían el significado de letras y números o acertaban a descifrar con soltura el laberinto de las palabras.
Crescencio también tenía tres burros que solía dejar a los cofrades de la Caballada de Atienza. Eran de los pocos que iban quedando por la zona, cuando anteriormente se contaban por cientos. Lo contaba con soltura, por entretener el paso del tiempo, aunque como estaba acostumbrado a hacer el camino en solitario no le pesaba, pero si que le cansaba la falta de compañía.
Antaño, a las mismas horas en las que él lo hacía, salían de su pueblo las mujeres, las lecheras de Prádena, también hacia Atienza, con la reata de mulas cargadas de leche recién ordeñada, de cabra o de vaca. Leche tan pura y natural que a las botellas, que viajaban en taleguillas metidas en las alforjas, tan solo para que los cristales no rozasen entre sí, no les ponían tapones.
-La nata de la leche que iba cuajando por encima era suficiente para que en las casi dos horas de camino a lomos de las mulas, las botellas llegasen íntegras, sin derramarse una sola gota.
Al viajero se lo contó la señora Visita, mostrando las taleguillas, las alforjas y los cuartillos de hoja de lata de las medidas. Medio por un lado y cuartillo por el otro. Todavía los conservaba en un rincón de la cocina, junto con los cestillos de paja y mimbre en los que se curaban los quesos, unos quesos tiernos y suaves, de leche de cabra, que tuvieron merecida y reconocida fama en los mercados de la serranía.
Nadie los hace y nadie los vende como antes, llevados en alforjas y envueltos en paños atados con lacillos a las cuatro puntas, tratados con el mismo celo con el que se trata a un niño chico.
-¿Quién los iba a comprar con tantas modernidades? Antes, como no había otra cosa...
Seguro que los comprarían muchas personas, aunque solo fuera por recordar tiempos de infancia, a pesar de que el proceso de su fabricación, trabajoso y duro, no lo recomienda la señora Visita. Hoy el trabajo mecánico, que tantas manos ha suplido, reduce el trabajo, y a juicio de quienes probaron aquellos y lo hacen con los actuales, de semejantes calidades, también el sabor.
-Levantarse de madrugada, antes de que aparezca el sol, ordeñar las cabras, preparar la leche, echarle la flor del cardo, cuajarla, sacarle el suero, ponerlo en los mimbres, untarle la sal.., mucho trabajo, demasiado para sacar unas pesetas, solo que entonces no había otro remedio y cuando la necesidad obliga no hay más remedio que agudizar el ingenio y robar horas al día, cuando el día se deja.
Tres o cuatro días de maduración, como poco, y a las ferias y mercados de la comarca con él.
-La mayoría de las mujeres solo hacíamos el queso en tiempo de primavera, cuando se recogían los cardos, había quien se guardaba flores secas para seguir haciéndolos para el otoño, y muy pocas usaban el cuajo de las cabras, debía de ser por eso, por lo natural del cardo que le daba un sabor más propio al resultado final.
El viajero aprende que la leche, una vez ordeñada, se somete a un proceso de cuajado que dura aproximadamente una hora, a una temperatura de entre los 28 y 32 grados. Que tras cortar la cuajada se la sometía a un prensado para eliminar la mayor cantidad de suero posible. Que seguidamente la pasta se introducía en los cestillos con una piedra encima, para prensar. Se untaba de sal y se dejaba tomar el gusto. Se lavaban los quesos y se ponían a madurar.
El viajero se enteró de que la flor que se utilizaba en el cuajo era de cardo mariano, lechal o yesquero.
La señora Visita, con leche recién ordeñada le preparó en algo más de tres cuartos de hora, mientras le contaba sus cosas, un queso.
Salió en busca de la flor del cardo, no tuvo que caminar demasiado, estaban a un paso.
El viajero aprendió a distinguir la clase de cardo y recoger los pistilos secos de la flor. Los puso a cocer. Derramó el agüilla sobre la leche y esta poco a poco fue cogiendo consistencia y espesura, hasta cortarse del todo, el resto lo hicieron las manos. Al final el viajero se llevó su queso.
-Pero para comerlo en un par de días o tres como pronto –aconsejó sonriente la señora Visita-, y si lo rocía con un poquito de miel, gloria bendita.
A buen seguro que no estaba como aquellos otros de tiempos atrás. La maduración no fue igual, sin embargo al probarlo rememoró los años de la infancia.
Prádena de Atienza era por entonces uno de esos pueblos que habían preservado su fisonomía rural debido al aislamiento al que lo sometieron los caminos, que se fueron quedando a un lado, como evitando la población. Un pueblo de los últimos de la provincia en contar con carretera, y solo un camino vecinal, sombreado de robles y algún que otro chopo lo unía a Gascueña de Bornoba, a pesar de que desde las alturas, sin poner demasiada atención, podían observarse una buena parte de las carreteras provinciales, algunas de ellas debidas al celo del atencino Bruno Pascual Ruilópez, cuando como político que trata de dar cumplimiento a sus promesas logró del gobierno que muchos de estos pueblos abandonasen su soledad a través de los caminos de asfalto; en los lejanos años de comienzos del siglo XX.
Prádena de Atienza se recuesta bajo el Alto Rey, mirándole de reojo, de abajo a arriba, y como en toda la zona la pizarra es la reina del entorno, como el agua que brota a borbotones por media docena de fuentes y baja cantarina desde la montaña por el arroyo que llaman Pelagallinas, el mismo que pasa como agachando la cabeza por debajo del molino que dio servicio a la población, y del puente que durante tiempo inmemorial comunicó el pueblo con el camino que conduce a Gascueña de Bornoba, pueblo este reciente en la comarca. Tan solo cuenta con cerca de mil años. Lo fundaron los caldereros gascones que vinieron acompañando a la reina Leonor de Aquitania, la esposa del rey Alfonso VIII de Castilla, y acompañando al rey y a la reina hasta Atienza asentaron aquí sus reales cuando en los años finales del siglo XII Atienza crecía en poder y añosos pergaminos de realeza.
El camino de Crescencio, el cartero de Prádena, iba en dirección opuesta, a través de una senda sombreada de chaparros, entre laderas por las que se tendían como un manto verde las ramas de los helechos y descendían a trompicones, con sus hilitos de agua limpia, clara y fría, decenas de arroyuelos que se iban a estampar a las codiciosas aguas del río Bornoba, que casi siempre bajaba crecido y con buen cauce después de recoger también las aguas del arroyo de Valdelcanal, el que como tantos otros abre la panza a la montaña.
Aguas de arroyos con nombres que resuenan a los oídos con lejanos retazos de leyendas medievales que hablan del conde don Julián. Del Cid o de las correrías de Juan Martín y de los generales que en las guerras carlistas del pasado siglo XIX rondaron estos montes y caminos cuestudos y sombreados, que parecen colgarse sobre los barrancos, antes de llegar al desfiladero del Cura, a la Majada de la Cabeza Lobera, al Pico del Cuento y al río Cañamares, que besa las huertas de La Miñosa, el único y también poco menos que solitario pueblo que, entre Prádena y Atienza, tenía Crescencio en el camino.
Desde La Miñosa, con tres cartas más que el cartero recogió de un buzón de lata colgado de una fachada de piedra arenisca, el caballo Tito, con Crescencio a sus lomos, se perdió camino de la que fuese dehesa boyal de La Bragadera atencina.
Al volverse desde la lejanía, para decir adiós, con el contraluz de los primeros rayos del sol matinal dibujando su silueta, parecía un Quijote con camisa azul y gorra de paño, en lugar de bacina, por sombreo.
Tomás Gismera Velasco
(El viajero se encontró con Crescencio Cerrada 30 años después)