miércoles, julio 11, 2012

Desde los altos de Atienza

DESDE LOS ALTOS DE ATIENZA

Y al cabo de la tarde aparecía, como deslizándose a través de la línea del horizonte, el coche de los Pascuales. El viejo autobús de un color azulado desvaído que traía a las gentes que por la mañana habían marchado a Sigüenza. Subía el coche a dar la vuelta a la plaza Mayor como torero que se asoma al albero a saludar y se escuchaba al rato su ronquido perdiéndose otra vez camino de la Sierra, para regresar al día siguiente desde Miedes y repetir la misma hazaña.

La carretera, que venía de Sigüenza y continuaba tras partir en dos el espinado de Atienza, hacía los confines de la Sierra traía también, todos los días, a Gaudencio, el del correo. Y en días de cosecha, mercado y feria, a alguno de aquellos hombres trajeados, maletín en mano y sombrero a la cabeza que cuchicheaban cuatro cosas a la oreja del ganadero de turno, se cruzaban algunos papelotes y concluían en un apretón de manos. Era, al parecer, el representante del banco o de la caja de ahorros. Cuando en Atienza se guardaban las pesetas debajo del colchón.

Sigüenza era pues el no va más. Tenía obispos, curas a cientos, conventos en clausura de silencios románicos y una iglesia capaz de albergar en su interior a todas las iglesias de Atienza reunidas. El misterio de todos los misterios, porque desde Atienza, desde estas sierras que se oscurecen al paso de los días y se adormecen al silencio de los años, los caminos todos, en lugar de conducir a Roma, lo hacían a Sigüenza.

Había una rivalidad de siglos en pugna de poder y al final, como gobernando, sobresalía Sigüenza por encima de la adormecida Atienza. Por encima de los adormecidos pueblos que desde ese horizonte por el que nos llegaba la visión del coche de los Pascuales salían a su paso en busca de la novedad recién llegada de la ciudad misteriosa. Y es que Sigüenza, al parecer, era ciudad. Atienza villa.

Al paso de los años una amanecida dibujó en medio de un cielo espeso esa Sigüenza de leyenda, transformando en realidad todas las fantasías. Las torres de la catedral apuntaban como un dedo divino al firmamento apuntalado en grises de plomo y en lo alto, escarchado y mucho más mellado que los cercos atencinos, el castillo. Y la ciudad entera, conforme se fue abriendo la mañana, comenzó a hacerse vida.

Hoy desde esos altos de Atienza la carretera que conduce a la ciudad de Sigüenza ha perdido todos los misterios. La Sierra entera, comenzando por la villa cantada en el Poema de todos los poemas, se arrodilla a su peso. Y hay un silencio que se eterniza y adormece al paso de las tardes. Los pueblos que saliesen al encuentro de aquellos coches que llegaban de Sigüenza no esperan la visita del autobús de los Pascuales, de Gaudencio o del señor trajeado con maletín y sombrero a la cabeza.

Aguardan a otras gentes. Al turista que cámara en mano va retratando rincones y anotando datos al cuaderno de visita. Atienza, Sigüenza, los pueblos serranos que antes diesen vida a los mercados, ferias y fiestas de Atienza o de Sigüenza, se van quedando solos. Es la revolución de unos tiempos que han convertido en ausencia lo que antes fuese eternidad.

La visión es la misma. La carretera que conduce a Sigüenza se asoma a un escenario en el que se dibujan según sean las luces, con una gama de colores que cubre todos los ocres, azules y rojizos, una catedral que apunta los dedos de sus torres al infinito vestido de garzo y en lo alto un castillo que perdió las melladuras y recompuso, como buen caballero el arnés de la montura, la cota y la celada.

Falta algo, a Atienza, a Sigüenza, a todos esos pueblos que se asoman al espinazo serrano. Falta vida a lo largo de todos los días que se asoman a las madrugadas. ¿Pero cómo recobrar aquello que se fue llevando el tiempo?

Desde los altos de Sigüenza se dibujan en el horizonte las serranías, con Atienza ocupando su cerro milenario. Son foco de atracción para el visitante que descubre el por qué de sus nombres en los romanceros. La atracción que ejercen con sus castillos oteando paisajes de la historia no necesita ser cantada. Mantener con vida la línea a la que se asoman todos esos pueblos envueltos en la bruma de la Sierra, es cosa de todos. También de los responsables políticos obligados a no relegar a planos segundones lo apartado por lejano y lo humilde por lo escaso. Las serranías de Sigüenza y de Atienza necesitan mantener, al menos, la esperanza. En la mano de todos está el que no se pierda y en la unión puede que anide el éxito. La unión de los pueblos serranos, con Sigüenza y Atienza a la cabeza, para mantener con vida esa esperanza en un futuro que se inicia con cada amanecer.

Tomás Gismera Velasco
En: La Firma Invitada
Periódico El Afilador de Sigüenza
Junio 2012