domingo, julio 22, 2012

Atienza de los Juglares

ATIENZA DE LOS JUGLARES

Cuando el visitante se aproxima a Atienza por cualquiera de los cuatro puntos cardinales, puede ya hacerse una idea de lo que pudo ser la hoy adormilada villa, al abrigo de sus melladas murallas y de la estampa de la torre de su castillo roquero, que se enmarca en el horizonte de la serranía.

El silencio que envuelve sus calles apenas pueden dar imagen de lo que representó en el pasado histórico de Castilla, pero al observar el cúmulo de torres podemos hacernos una ligera idea de la riqueza que en tiempos atesoró. Y si al día de hoy estas torres nos resultan numerosas e impresionan, mucho más debe de hacerlo el saber que hace apenas media docena de siglos se multiplicaban por tres.

De aquellas murallas, comenzadas a edificarse hace más de mil años, quedan los retazos suficientes para darnos idea de su importancia. Cerco murado por el qué, para acceder a la fortaleza, era necesario atravesar más de cuatro puertas. Por alguna de ellas pasó con sus huestes Almanzor; lo hicieron los reyes castellanos y las evitó el Cid Rodrigo de Vivar, camino del destierro.

La densa historia de la villa se vive hoy a través de sus piedras, que nos hablan de historia tanto como lo hacen de arte o tradiciones, y tiene el visitante lugares en los que fijar la mirada desde el instante mismo en el que, al adentrarse por lo que fuese Puerta de Antequera, accede a la calle Mayor, que nos ha de conducir a una de las primeras iglesias que nacieron en la villa, San Gil, reconvertida en caja de sorpresas en forma de Museo de Arte Religioso, que conserva parte del legado artístico que atesoró la villa. Una visita a su interior ya nos da pie para irnos deteniendo en el arte y en la historia, y una visita a su exterior nos ha de forjar en la memoria la estampa de los alarifes que labraron uno de los más sobrios ábsides románicos de Castilla.

La ascensión a través de la calle Mayor, estrechándose al uso medieval, nos conduce a la plaza Mayor, en la que se levanta el palacete municipal, escudado por recios caserones barrocos con soportales y ofreciendo al frente el escudo de los Bravo en caserón que, según cuenta la historia, vio la luz primera el capitán comunero Juan Bravo.

Hay que descender por ese lado de la plaza para situarnos en uno de los barrios de mayor tradición atencina, el del Santo Cristo, cuya iglesia de San Bartolomé, arropada por ábside románico de siete arcos, se alza como nuevo emblema de arte, puesto que su interior guarda nuevas muestras de lo que Atienza fue, y una simple mirada a través de la barbacana del patio que se abre ante el pórtico, nos mostrará otra de las joyas del pasado, la fuente romana que, al pie de la calzada que desde Berlanga traía a aquellas tropas, quedó en el lugar para la contemplación de los siglos. Y al fondo, en el valle, Santa María del Val en la que, a través de los arcos de su entrada, los danzantes juegan al equilibrio en la piedra que labra sus arcos.

Hemos de volver nuevamente los pasos a la plazuela de la villa, ascender la pesadez de las pendientes que fueron un día esencia de su defensa, y traspasar el emblemático arco gótico de San Juan, que el vulgo denominó Arrebatacapas, para situarnos en una de las plazas mayores más significativas, donde la piedra se orla en lo que fuesen casas del Cabildo de Curas, y la madera hace filigrana en los aleros de la antigua casa del Concejo. La iglesia de San Juan, levantada con aires de Colegiata, volverá a traernos el recuerdo de lo que Atienza fue. Y si en las anteriores admiramos lo pasado, en esta nos queda el presente de la vida diaria. Su magnífico órgano dieciochesco, su retablo mayor, del más puro barroco, o la Virgen Dolorosa, patrona de la localidad, llegada desde Madrid a imagen de la que presidió la capilla de las Victorias.

Es la plaza la estampa viva del pasado medieval de la Atienza que vive para rememorar su pasado glorioso, al embrujo de su ancestral Caballada que recuerda la hazaña de los arrieros cuando, allá por el siglo XII, bajo sus capotes, cuenta la tradición que llevaron en volandas al rey de Castilla, Alfonso VIII, al mejor abrigo de los muros de Avila. Y más de ocho siglos después, cada domingo de Pentecostés, la historia se repite en galopar de caballos, romería y danzas al son de la dulzaina, en el lugar mismo, la ermita de la Estrella, en donde cuentan que los arrieros burlaron a los ejércitos leoneses que trataban de dominar Castilla.

También fue escenario de festejos de toros, por el Corpus, y por el Cristo, cada tercer domingo de agosto, y escenario de encuentros procesionales los domingos de Pascua de Resurrección, y canto de salves a la patrona, rodeada de farolas encendidas, cada viernes de Dolores.

Y continúa la villa en su ascenso a través de la calle de Cervantes, antigua Zapatería, donde quiso el capricho del hombre levantar caserones, desde su esquina balconada a los recios de hidalgos de la villa, los Arias de Saavedra, Montero de Espinosa, Manrique de Lara, Carrillo, Ortega o Beladíez, cuyos centenarios blasones dan cuenta de su paso antes de llevarnos, como en volandas, a otra de las iglesias museo de Atienza, la Santísima Trinidad, dominando desde su altozano los barrios de San Gil y de la Puerta de Caballos, dejando esta a mitad de la ladera con el recuerdo de que, junto a ella, a punto estuvo de perder la vida el más cantado condestable de Castilla, don Alvaro de Luna quien, con cuatro mil jinetes, no pudo conquistar el castillo guarecido por medio de centenar de hombres, allá por el 1446.

La Trinidad es la iglesia más representativa de Atienza, en ella la piedra habla tanto como la historia escribe páginas de gloria. En ella tienen sede, y museo, los caballeros de la Caballada, y sede tuvieron los abades del Cabildo, y en ella se guardan tres de las piezas de arte más significativas para la villa, el Cristo del Perdón, de Salvador Carmona; el de los Cuatro Clavos, románica talla de una pieza, y un relicario, el de las Espinas que, cuenta la tradición, estuvieron clavadas en la sien del mismo Jesucristo.

La capilla de los Ortega nos habla de las glorias de la villa, y la de la Inmaculada nos trae la memoria del primer rey Borbón de las Españas, antes de iniciar el ascenso nuevamente para plantarnos ante una de las portadas románicas más laboriosas de los siglos XII o XIII, Santa María la Real, que contrasta con la sencillez de la antigua portada de la mezquita primitiva.

Es obligado el ascenso a la torre del castillo, para observar con detenimiento el discurrir, no ya de la historia, sino del paso del tiempo. Abajo el abigarrado caserío con sus torres centenarias, alrededor, el amplio horizonte rodeado de sierras de las que esta misma torre fue llave de paso en una Atienza que fue letra de trova, en voz de los juglares que versaron sus hazañas.

Tomás Gismera Velasco
La Serranía/Extra Fitur/Enero 2011