EL DISPUTADO VOTO DEL SEÑOR CAYO
Me viene a la memoria la magnífica novela de Delibes al hilo de un artículo de prensa que leí ayer en la provincial. Hay en Guadalajara casi noventa pueblos abandonados. Y también hay unos cuantos cuyo número de habitantes no llega a la decena.
Los tiempos, que nos han traído un ciento de comodidades nos han traído, también, la soledad a nuestros pueblos.
Muchos de ellos han quedado como una especie de emblema de lo deshabitado. Con sus casas derruidas y sus calles borradas por los zarzales. Unos cuantos conozco de esa manera. Y me vienen a la memoria escenas como la del alcalde del Atance, que se negaba a abandonar lo que fue su pueblo, o alguno otro por la misma comarca de Sigüenza en la que apenas quedaron dos vecinos, y enfrentados por un quítame allá esos pastos. Pocos y mal avenidos.
Es penosa recorrer poblaciones en las que el ruido del silencio es tan intenso como la vida que habitó en sus callejas. Sentado en una ocasión en el atrio de la iglesia de Villacadima, joya del románico castellano, tan solo se escuchaba el soniquete de la fuente con una intensidad atronadora, hiriente.
Y camino del Ocejón se plasmaban los caseríos de Semillas y de Robleluengo con la media luna de sus tejados encorvando la viguería de roble.
El pasado verano, al pasar por Picazo, alguien recordó que hasta el camino se había borrado. Y Valdelagua emergía entre cerros calizos como encina fortachona que se resiste al abandono abandonado.
Lástima que, como ocurre en la obra de Delibes, alguien únicamente se acuerde de que existen otras gentes, y otros pueblos, cuando necesitan discutir la papeleta a cambio de una promesa que para muchos nunca llegará, para otros demasiado tarde.
Pero ocurre una cosa: marcharán las gentes y se quedará el silencio como único testigo, guardián sin fortuna del afortunado entorno que fue testigo de tantas y tantas vidas, por encima del tiempo y del olvido.
Tomás Gismera Velasco
Me viene a la memoria la magnífica novela de Delibes al hilo de un artículo de prensa que leí ayer en la provincial. Hay en Guadalajara casi noventa pueblos abandonados. Y también hay unos cuantos cuyo número de habitantes no llega a la decena.
Los tiempos, que nos han traído un ciento de comodidades nos han traído, también, la soledad a nuestros pueblos.
Muchos de ellos han quedado como una especie de emblema de lo deshabitado. Con sus casas derruidas y sus calles borradas por los zarzales. Unos cuantos conozco de esa manera. Y me vienen a la memoria escenas como la del alcalde del Atance, que se negaba a abandonar lo que fue su pueblo, o alguno otro por la misma comarca de Sigüenza en la que apenas quedaron dos vecinos, y enfrentados por un quítame allá esos pastos. Pocos y mal avenidos.
Es penosa recorrer poblaciones en las que el ruido del silencio es tan intenso como la vida que habitó en sus callejas. Sentado en una ocasión en el atrio de la iglesia de Villacadima, joya del románico castellano, tan solo se escuchaba el soniquete de la fuente con una intensidad atronadora, hiriente.
Y camino del Ocejón se plasmaban los caseríos de Semillas y de Robleluengo con la media luna de sus tejados encorvando la viguería de roble.
El pasado verano, al pasar por Picazo, alguien recordó que hasta el camino se había borrado. Y Valdelagua emergía entre cerros calizos como encina fortachona que se resiste al abandono abandonado.
Lástima que, como ocurre en la obra de Delibes, alguien únicamente se acuerde de que existen otras gentes, y otros pueblos, cuando necesitan discutir la papeleta a cambio de una promesa que para muchos nunca llegará, para otros demasiado tarde.
Pero ocurre una cosa: marcharán las gentes y se quedará el silencio como único testigo, guardián sin fortuna del afortunado entorno que fue testigo de tantas y tantas vidas, por encima del tiempo y del olvido.
Tomás Gismera Velasco