miércoles, diciembre 30, 2020

PERDIDOS EN LA NIEVE

PERDIDOS EN LA NIEVE
De la triste realidad que, en algún tiempo, nos dejó la nieve

     La nieve es, sin duda, uno de los espectáculos de la Naturaleza que últimamente más enaltece el ánimo fotográfico. Ante todo en estos días navideños. En los que hasta en el Belén solemos, los más nostálgicos de las altas cumbres, poner un poquito de harinosa nieve, recordando…

   A pesar de que ya no nieva como antes. Como que la Naturaleza ha cambiado su ritmo y ahora cuando nieva, lo poco que lo hace, nos echamos al monte, cámara fotográfica en mano para retratar el paisaje sin echar la mirada atrás. A aquellos tiempos en los que la nieve, como amo sin dueño, por estas fechas, lo dominaba todo.

 


   Un nombre, por estos días de muchos años atrás -1958-, ha pasado al recuerdo de aquellas gentes que, en medio de la nieve, perdieron el Norte. Se llamó Tomás Cuevas Benito, a quien hoy conoceríamos como cartero, peatón entonces, encargado de llevar el correo a Valverde de los Arroyos desde Tamajón; se perdió en medio de la nevada de aquella Navidad, y lo encontraron difunto, en medio de la nieve, días después.

   Y eso que para entonces ya no nevaba como antes. En los inicios de aquel siglo XX las nevadas llegaron a tener incomunicados a muchos de nuestros pueblos por espacio de muchos días. Por semana enteras en ocasiones; de ahí que por nuestra serrana tierra en fechas semejantes se suspendiesen incluso los entierros, hasta que el tiempo mejorase.

   El año de gracia de 1904 fue un año excepcional en aquello de las grandes nevadas; por algunos pueblos de la tierra de Molina la nieve llegó a alcanzar niveles nunca vistos, formando muros de cinco a siete metros de altura. Entorpeciéndose los caminos y paralizándose todo movimiento. Fueron muchos los animales que murieron por falta de alimento, y muchos los alcaldes que ordenaron a sus peatones, o carteros, que no saliesen al camino o si lo hacían, nunca solos. El peatón-cartero de Galve de Sorbe, por mandato del Alcalde de la población, salía en tiempo de mucha nieve acompañado de tres vecinos del pueblo a recoger la correspondencia en Somolinos, atados con sogas los unos a los otros y caminando a distancia, por si la nieve se ponía brava.

   No tuvo la misma suerte, por esos mismos días, un chiquillo de cuatro o cinco años que se despistó en Mazarete, y que a pesar de que salieron, de Mazarete y de los pueblos del entorno a buscarlo, por el monte de Solanillos, cuando lo hallaron había dejado de existir.  Algo que también le sucedió a un muchachote de Maranchón, Sotero Fraile, quien junto a otro mozo regresaban a su pueblo desde Arcos de Jalón. Quien caminaba delante llegó al pueblo en medio de la ventisca y de la espesura de la nieve, entonces se dio cuenta de que el otro no lo seguía. Medio pueblo lo salió a buscar, y tarde era cuando dieron con él.

   Lo mismo que sucedió con Zaraballa. Zaraballa, así lo llamaban porque era tartamudo, fue uno de los personajes más conocidos de la década de 1920 en tierras de Atienza y Sigüenza. Su oficio era el de mendigo, con su correspondiente licencia para ejercer el oficio, y malvivía pidiendo limosna por los pueblos del entorno de Atienza, donde nació. En los primeros días del año 1929 se animó a ir un poco más allá, y no se le debió de dar mal, pues cuando lo encontraron, en las cercanías de Saúca, agonizante entre la nieve, le hallaron en los bolsillos hasta 175 pesetas. Murió en Alcolea del Pinar, a donde lo llevaron junto al fruto de unos días de mendicidad, un saco con mendrugos de pan duro, y unas alforjas con ropa vieja.

EL CASTILLO DE JADRAQUE (Pulsando aquí)
 

   Túneles en la nieve, tuvieron que hacer los vecinos de Tordellego aquellos famosos días del final del año 1904 que tanta nieve, y muertos a causa de ella dejó. Desde el chiquillo de Mazarete al pastor de Sacecorbo, Estanislao que se llamaba. También por aquellos días, entre la nieve que se tendía desde Cogolludo a Colmenar de la Sierra dejó su vida un José Sanz, que a Cogolludo, desde Colmenar, bajó a hacer cuatro gestiones judiciales.

   Y es que la nieve tiene la virtud de cegarnos el horizonte, de envolvernos y…dejarnos para la posteridad alguno de esos relatos que encogen el ánimo.

   Uno de los más funestos me lo contó mi admirado don Francisco Layna Serrano, y sucedió en el nevado febrero de 1901. Es uno de esos relatos siniestros que la nieve nos manda. Pudiera parecerse a un cuento de Hans Cristian Andersen, pero fue real. Muy real.

   Llegó, en medio de la nieve, a la casa de los Layna Serrano, ya en Ruguilla, un espolique procedente de Cifuentes con un telegrama allí recibido desde Molina de Aragón con una nota médica de don Mariano Muela, médico de renombre en aquella población.

   Nevaba en Ruguilla como lo hacía por media provincia, y más allá. La nota, dirigida a don Félix Layna Brihuega, padre de nuestro historiador, anunciaba la enfermedad del mayor de los hijos, Eusebio Manuel. Doce años contaba entonces el chaval, estudiante en el Colegio de Escolapios de la capital del Señorío. Y sin recapacitar en las consecuencias, don Félix Layna sacó de la cuadra la yegua con la que solía hacer las visitas médicas a las poblaciones del entorno para dirigirse a Molina, en medio de la nieve.

FRANCISCO LAYNA SERRANO, EL SEÑOR DE LOS CASTILLOS
 

   Su pariente don Antonio Serrada y González, administrador que era de los duques de Pastrana y político matasietes –a la sazón vicepresidente de la Diputación provincial-, lo convenció para que fuese acompañado; pero no se encontró en Ruguilla hombre dispuesto, en tarde noche de nieve y ventisquera como la que recibió el aviso, a acompañarlo; ni por todo el oro del mundo. Así que se montó en la yegua, se echó el capote encima y, en contra de todos los consejos, se lanzó al camino; el mismo don Antonio Serrada le prestó una mula para que, en lugar de en la yegua, marchase a Molina a lomos de aquella, más dura y correosa. Un mozo, viendo la determinación del médico, salió finalmente de su casa para acompañarlo. E iniciaron juntos el camino a la altura de la ermita de la Soledad. Juanillo Cerrato fue el mozo, famoso en el pueblo por su mala cabeza, o su arriesgada hombría, se prestó a acompañar a don Félix a través de los montes del Ducado, para llegar a Molina lo más pronto posible. Se les perdió de la vista cuando tomaron el camino de Canredondo.

   El trayecto, que hoy puede realizarse en apenas una hora, se prolongaba entonces por espacio de casi dos días. Con nieve y ventisca mucho más. A pesar de que don Félix se propuso entrar en Molina a la mañana siguiente, doce horas después de la salida de Ruguilla.

BOTARGAS DE GUADALAJARA, el libro, pulsando aquí
 

   Seis días después llegaron a Ruguilla el médico del pueblo y el mozo Juanillo. Durante ellos, y mientras la nieve se mantuvo en el entorno, numerosas gentes de aquella villa salieron en busca de noticias hasta Canredondo; incluso llegaron a las cercanías de Cobeta, sin encontrar rastro.

   A la llegada, y rodeados por medio pueblo, contaron aquella aventura que se sucedió a lo largo de tres o cuatro días en medio de la nieve. Pues pasado Canredondo espesó el manto y arreció la nevada. Más allá de Cobeta, y con síntomas de congelación en los pies, tuvieron que acogerse al refugio de unas parideras, más allá de Cobeta, y la caridad de unos pastores, que les salvaron la vida.

   Cuatro días tardaron en llegar a Molina de Aragón, guiados por algunos pastores de la zona. Sin ser conscientes, ni don Félix Layna ni el mozo Juanillo Cerrato, del tiempo transcurrido desde que iniciaron el camino, hasta que llegaron a su destino.

   También en Molina de Aragón había hecho de las suyas la nevada, borrando los caminos y no permitiendo la llegada de los vecinos de los pueblos próximos, a los mercados.

   Hoy ya no nieva como en aquellos lejanos tiempos en los que se desdibujaban los horizontes; se perdían los carteros y los animales, sin tener con qué alimentarse, llegaban a morir de hambre. Hoy la nieve nos brinda paisajes que se nos antojan de fantasía; y quizá por ello olvidamos que es un elemento peligroso. Cierto que puede resultar llamativo el espectáculo de ver caer la nieve. Pero lo mejor es verlo detrás de los cristales, a cubierto, y fuera de peligro.

   Quizá, para don Félix Layna Brihuega lo más triste no fue perderse aquellas noches entre la nieve que se derramó entre Ruguilla y Molina de Aragón sino conocer, cuando llegó al colegio de los Escolapios de Molina que a su hijo, Eusebio Manuel Layna Serrano, lo habían enterrado la mañana de la víspera.

   Cosas que tiene, o que tenía la nieve. Agradeciéndose en ocasiones que ya no nieve como antes.

 

Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 30 de diciembre de 2020

 

EL VALLE DE LA SAL (La novela, aquí)

1 comentario:

  1. En los años 50 cuando mi padre empezó a ejercer de veterinario en Alaminos y luego en Yélamos de Arriba, cuando nevaba mucho y el médico no podía venir desde Yélamos de Abajo mi padre atendía los partos de las mujeres y algunos muy complicados. A muchas niñas les puso el nombre mi padre. Lo mismo sucedía con las caballerías. Si alguna mula tenía un cólico o paría una yegua, el médico de Yélamos de Abajo hacía de veterinario. Más cercano en el tiempo, a finales de los años 80 el autobús de la Flora Villa que llegaba a Brihuega desde la Sierra a las 9 de la mañana, por culpa de la nieve llegó a las 4 de la tarde. En el camino a Torija se quedó atascado en la nieve dos horas y tuvieron que venir coches con cadenas y palas para rescatarnos. Llegó a Madrid a las 8 de la tarde cuando debía de haber llegado a las 11 de la mañana.

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