LA CAUSA DE MAZARETE
El
crimen que nunca existió. Fue, sin duda, uno de los mayores errores de la
justicia española
Si alguien, en el mes de septiembre de 1906, celebró por encima de
quienes hasta entonces fueron conocidos como “los reos de Mazarete” su puesta en libertad, fue sin duda uno de
los más prestigiosos catedráticos de Medicina Legal que conoció la España del
siglo XX, Tomás Maestre Pérez, quien desde que se hizo cargo de uno de los
casos criminales más significativos de aquella España pasada, dedicó parte de
su existencia a demostrar que los dos acusados en uno de los más tenebrosos
crímenes que la provincia de Guadalajara conoció, eran inocentes.
Apareció retratado junto a Juan y Eusebio García, padre e hijo,
elegantemente vestidos y con la conciencia tranquila, tras un indulto que costó
conseguir algo más que sangre, sudor y tinta. Padre e hijo fueron arrancados de
la muerte por el insigne doctor tras prácticamente cuatro años de presidio a la
espera de su ejecución, puesto que estaban condenados a la última pena. Ambos
se mostraron tranquilos y perdonaron uno de los errores judiciales más
sangrantes de la judicatura española. El error judicial que comenzó en
Mazarete, continuó en Guadalajara y escribió en el Tribunal Supremo de Madrid
sus últimos renglones.
El supuesto
crimen
Al hablar de un error judicial en la España de
los inicios del siglo XX, quizá la memoria se nos escape al famoso y
cinematográfico “crimen de Cuenca”,
dejando en el olvido a este supuesto crimen en el que se conjugaron las
rencillas comarcales y políticas con la insolencia de un juez, e incluso lo que
podría denominarse como complicidad de médicos y guardias que amparados en su
mando quisieron ver más allá de la realidad.
Todo
comenzó en una noche que para los tiempos podría denominarse “de lobos”, del mes de noviembre de 1902.
Además, nevaba sobre los campos de Molina donde en las proximidades del pueblo
de Mazarete fue hallado el cuerpo sin vida de un conocido vecino de Mantiel,
Guillermo García, a quien se le consideraba dueño de un importante capital. El
cuerpo apareció en las cercanías de la carretera, sin otra violencia que la de
un disparo en el pecho, causa de la muerte. Junto a él se encontraba el arma de
fuego que se la causó. Un revólver al que le faltaban las balas.
Las indagaciones de la Guardia civil de Maranchón y del Juzgado de
Molina condujeron a la detención de Juan y Eusebio García, titulares de la
Posada de Vista Alegre, entonces a la entrada de Mazarete, en la que Guillermo
pasó su última noche y en la que, a juzgar por las investigaciones de la
autoridad, tuvieron lugar los sucesos. Juan y Eusebio, padre e hijo, le habrían
dado muerte para robarle cuanto de provecho llevaba encima. Tras el crimen,
arrojarían su cuerpo al lugar en el que apareció. Por si fuera poco, Juan García
era a la sazón juez municipal de Mazarete, fue administrador de la resinera del
pueblo y por ello íntimo del todopoderoso propietario de la misma, don Calixto
Rodríguez; y no hacía mucho que la fortuna lo agració con un buen pico en la
lotería de Navidad. Lo justo para despertar, más que la admiración, la envidia.
Un pueblo vivo y lleno de vida era entonces
Mazarete gracias al imperio de don Calixto y al trabajo que en el entorno
ofrecía a cuenta de la resinera. Muchos de los hombres del pueblo trabajaban en
ella.
Nada indicaba que hubiera habido mano
extraña en el percance. El cadáver se encontraba en una posición que, a juicio
de algunos, pudiera parecer cómoda. Como si se hubiera sentado allí, en el
arcén, a esperar la visita de la muerte. Las ropas no mostraban síntomas de
haber sido descompuestas, y tampoco tenía señal alguna de lucha o defensa.
A pesar de ello, tras llevar el cadáver al
depósito del cementerio de Mazarete, a la espera de hacérsele la autopsia y que
los forenses determinasen cómo murió, la Guardia civil inició sus actuaciones y
el juez comenzó a tomar las primeras declaraciones.
Al cabo de la tarde del hallazgo, camino de
la cárcel de Molina, custodiados por la Guardia civil, la cuerda de presos
salía de Mazarete y tomaba el camino del desconocido futuro con catorce
personas. Alguna de ellos para no regresar jamás con vida. Otros, para
continuar con un calvario comenzado la tarde de la víspera, cuando a Guillermo
García se le ocurrió pasar las últimas horas de su vida en la posada del tió
Juan, el Vedijas por mal nombre.
El error judicial
En la cárcel de Molina, a causa del
disgusto, murió uno de los detenidos, y tras delimitar responsabilidades el
juez dictaminó que fueron Juan y Eusebio los únicos culpables, dejando al resto
en libertad. El informe forense no tardó en llegar al juzgado molinés.
Lo practicó don José López Cortijo, a quien
la fama de buen y sabio doctor acompañaban desde Tendilla a Molina: la bala entró por el esternón y atravesó el
corazón, ocasionando la muerte prácticamente en el acto.
Además, nadie de quienes declararon en
Mazarete pudo aportar prueba o indicio alguno que señalase a los detenidos como
responsables. Nadie los había visto al lado del muerto, ni siguiéndolo, ni
vigilándolo, ni los vieron hablar con él y tampoco, en las inspecciones que se
llevaron a cabo en la posada, apareció cosa alguna que perteneciese al difunto.
Ni rastro de sangre en la cuadra, donde
determinó el cabo de la Guardia civil que fue muerto. Nadie en el pueblo
escuchó el disparo que lo mató. A pesar de ello, el juez de instrucción de
Molina, tras la toma de declaraciones de la Guardia civil, elevó a definitivo,
en un par de días, el informe por la muerte del Aceitero.
Tras el juicio, la condena. Y tras la
condena la lucha de los abogados defensores por librar a sus patrocinados de la
muerte. Junto a la casualidad de que entrase en escena el doctor Maestre,
después de que contactase con él uno de los defensores. Maestre demostró, con
todas las habilidades de un hombre de ciencia, que en la muerte de Guillermo
García no intervinieron terceras personas, que él mismo se quitó la vida. La
justicia, al condenar a dos inocentes se había equivocado.
Pero la justicia no podía admitir semejante
error, ni lo admitió; a pesar de las múltiples pruebas que fueron apareciendo
dando cuenta de las irregularidades cometidas en el proceso. Mucho menos iba a
admitir su error tras las charlas y conferencias que Tomás Maestre y algunos
abogados y periodistas fueron dando por media España en lo que se definió como
“un motín de intelectuales”. Admitió,
eso sí, llevar al rey la petición del indulto a la última pena, a cambio de la
cadena perpetua.
El 11 de enero de 1905 el Tribunal Supremo
de Madrid confirmó la sentencia de la Audiencia de Guadalajara; el 6 de junio
el Consejo de Ministros aconsejó al Rey el indulto y finalmente, ante la
carencia de pruebas que de forma clara los acusasen, en el mes de agosto se
ordenaba su puesta en libertad, que todavía hubo de esperar hasta los primeros días
de septiembre para ser efectiva.
Sin embargo, mucho tiempo después, la injusticia
continuaba reclamando. Ya estaban embargados sus bienes, sus casas y tierras en
Mazarete, Tobillos, Ciruelos y Luzón. Incluso las pertenencias personales de su
casa: una cama de matrimonio; un reloj de pared; una mesilla de noche; media
docena de sillas, tres taburetes, una capa parda, una caldera, una sartén, un
calentador…
Todo lo embargado, tasado en 3.880 pesetas,
salía a subasta pública en el juzgado de Molina, el 29 de agosto de 1908. La injusta
justicia les había arruinado la vida por uno de esos errores judiciales que
parecen el guion de una novela o de una película cinematográfica. Y no hubo
reparación. Porque la justicia, a pesar de haberse demostrado el error, nunca
lo admitió.
Memoria de un tiempo que, por fortuna, quedó
en el olvido. Reparación justa de dos inocentes a los que la mala justicia los
privó, tal vez, de su honor. Juan García Moreno y su hijo, Eusebio García
Valero.
Guillermo, el muerto, se quitó la vida por
un amor no correspondido, como entonces se escribía, el de Bernarda, una de las
mozas más guapetones de toda la comarca molinesa.
Tomás Gismera
Velasco
Guadalajara en la
memoria
Periódico Nueva
Alcarria
Guadalajara, 3 de
julio de 2020
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