RUTAS DE NUESTRO ENTORNO: LA RUTA DE LA
LANA.
Por
Tomás Gismera Velasco
Entre Imón y Atienza, Morenglos.
El río Alcolea se desliza cansino en
dirección sur. Deja un ramal en el arruinado molino del Prado y gira a la
derecha, hacía Alcolea de las Peñas.
Antes de llegar al pueblo se le juntan las
aguas del río de la Carderada, que baja por la Sierra Mediana y atraviesa las
tierras de lo que fuera término municipal de Morenglos, desaparecido como
tantos otros a fines del siglo XIX, y tras los brotes de cólera que arrasaron
una buena parte de los pueblos de la zona allá por la década de 1880. Si bien
su soledad estaba ya sentenciada, como sucedió con otros de la zona.
El viajero ha tenido la oportunidad de
conocer un testimonio sobre aquellos días de luto y muerte referidos a
Jadraque, y se le encogió el corazón al conocer que, a causa de aquella
epidemia, se diezmó la población; en Jadraque, y durante algunos meses, hubo
diez o doce muertos diarios. Estos eran dejados a las puertas de las casas para
que los recogiesen los sepultureros. Alguno llegó vivo a la tumba. Se
suspendieron los oficios religiosos para acelerar los enterramientos y,
temiendo el final de sus días, hubo quienes gastaron su capital en la taberna
para que al menos la muerte les pillase con el estómago lleno de vino y
escabeche, y el bolsillo vacío de amadeos, como entonces llamaban a las monedas
de a duro:
“Al comienzo fueron casos aislados, luego
más numerosos, sin que se conociera por entonces medio alguno para prevenir y
evitar el terrible mal; personas a quienes se veía sanas y buenas, dos o tres
días después estaban enterradas; hubo casa en la que murió hasta el gato sin
que esto sea mera frase castiza; y días de ser enterrados ocho o diez
cadáveres. Para no entristecer más a los supervivientes fue suspendido el
viático con su acompañamiento callejero, el cortejo fúnebre y las exequias por
los difuntos; hubo ocasión en que no se encontró persona que quisiera prestar
sus cuidados a un enfermo ni pagándole a peso de oro. La premura de los
enterramientos fue tal, que llegó a ocasionar la trágica escena de que llevado
un colérico en su ataúd al cementerio dejáronle según costumbre unas horas en
el depósito, y cuando cavada la fosa fueron por él los sepultureros, halláronle
sentado en la caja mortuoria; se salvó por fin y en cambio vio enterrar a todos
sus familiares. Al dolor de los supervivientes en los primeros tiempos, sucedió
la desesperación y más tarde la inconsciencia y aún el desenfreno; los lazos de
unión del cariño y el parentesco se relajaron de tal modo, que la muerte no
causaba sensación alguna en los parientes, se huía de los atacados dejándolos
abandonados a su suerte, se llegó a atacar la propiedad privada y como nadie
estaba seguro al acostarse de seguir sano a la mañana siguiente, algunos se
dedicaron a la juerga perpetua para insensibilizarse, atracándose de vino,
escabeche y otras porquerías; los enterradores se distinguían pues cobraban de
las familias sus macabros servicios a buen precio, entraban en cuantas tabernas
hallaban al paso mientras el muerto quedaba a la puerta, tendido sobre unas
sencillas parihuelas, pues no quedó quien fabricara un ataúd, y alguna vez ocurrió
que al salir encontraron vivo al que crecían muerto. Como las defunciones eran
tan frecuentes, los médicos no eran llamados para comprobarlas, la familia se
desprendía del difunto a toda prisa y los acaecimientos indicados fueron causa
de que aun sin guardería alguna quedaran los cadáveres en el cementerio doce o
más horas sin enterrar. Cuando la epidemia terminó, cuando los que se libraron
de ella volvieron a la realidad, ocurrió la verdadera tragedia; quien había
perdido a sus padres, quien a su esposa y todos sus hijos. Todo se volvió luto
y lágrimas, así que no obstante haber transcurrido desde entonces medio siglo,
a aquel año no se le recuerda como el de 1885 de la era cristiana, para
Jadraque es y seguirá siendo por mucho tiempo el año del cólera”.
Eso lo escribió el hijo de un médico de
Jadraque, casi cincuenta años después de que ocurriese, y todavía encoge el
ánimo.
La tierra vuelve a cambiar, y por el efecto
de las sales comienza a vetear de blanco, como el tocino en el jamón curado. Es
la sal.
Desde la distancia se divisa, como un olmo
viejo y solitario mordido por el tiempo y el olvido, la espadaña de la torre de
la que fuese iglesia de Morenglos, con los vanos de las campanas sin campanas y
un solitario retazo del muro de la iglesia, el resto de sus piedras sirvieron
para levantar la de San Juan de Atienza, venteando los aires y sirviendo como
único testigo de que allí hubo un pueblo.
La torre se asienta sobre una enorme laja de
piedra en la que quedan horadadas varias sepulturas que hasta no hace demasiado
tiempo albergaron los huesos de sus últimos moradores, y que la dejadez, las
alimañas y el paso de los días se encargaron de esparcir por el entorno para
servir de sabia nueva a la tierra; polvo al polvo y en polvo te has de convertir,
nos dicen con razón dibujando en la frente la cruz con la ceniza.