jueves, marzo 26, 2015

RUTAS DE NUESTRO ENTORNO: LA RUTA DE LA LANA.



RUTAS DE NUESTRO ENTORNO: LA RUTA DE LA LANA.

Por Tomás Gismera Velasco
Entre Imón y Atienza, Morenglos.

   El río Alcolea se desliza cansino en dirección sur. Deja un ramal en el arruinado molino del Prado y gira a la derecha, hacía Alcolea de las Peñas.

   Antes de llegar al pueblo se le juntan las aguas del río de la Carderada, que baja por la Sierra Mediana y atraviesa las tierras de lo que fuera término municipal de Morenglos, desaparecido como tantos otros a fines del siglo XIX, y tras los brotes de cólera que arrasaron una buena parte de los pueblos de la zona allá por la década de 1880. Si bien su soledad estaba ya sentenciada, como sucedió con otros de la zona.

   El viajero ha tenido la oportunidad de conocer un testimonio sobre aquellos días de luto y muerte referidos a Jadraque, y se le encogió el corazón al conocer que, a causa de aquella epidemia, se diezmó la población; en Jadraque, y durante algunos meses, hubo diez o doce muertos diarios. Estos eran dejados a las puertas de las casas para que los recogiesen los sepultureros. Alguno llegó vivo a la tumba. Se suspendieron los oficios religiosos para acelerar los enterramientos y, temiendo el final de sus días, hubo quienes gastaron su capital en la taberna para que al menos la muerte les pillase con el estómago lleno de vino y escabeche, y el bolsillo vacío de amadeos, como entonces llamaban a las monedas de a duro:

   “Al comienzo fueron casos aislados, luego más numerosos, sin que se conociera por entonces medio alguno para prevenir y evitar el terrible mal; personas a quienes se veía sanas y buenas, dos o tres días después estaban enterradas; hubo casa en la que murió hasta el gato sin que esto sea mera frase castiza; y días de ser enterrados ocho o diez cadáveres. Para no entristecer más a los supervivientes fue suspendido el viático con su acompañamiento callejero, el cortejo fúnebre y las exequias por los difuntos; hubo ocasión en que no se encontró persona que quisiera prestar sus cuidados a un enfermo ni pagándole a peso de oro. La premura de los enterramientos fue tal, que llegó a ocasionar la trágica escena de que llevado un colérico en su ataúd al cementerio dejáronle según costumbre unas horas en el depósito, y cuando cavada la fosa fueron por él los sepultureros, halláronle sentado en la caja mortuoria; se salvó por fin y en cambio vio enterrar a todos sus familiares. Al dolor de los supervivientes en los primeros tiempos, sucedió la desesperación y más tarde la inconsciencia y aún el desenfreno; los lazos de unión del cariño y el parentesco se relajaron de tal modo, que la muerte no causaba sensación alguna en los parientes, se huía de los atacados dejándolos abandonados a su suerte, se llegó a atacar la propiedad privada y como nadie estaba seguro al acostarse de seguir sano a la mañana siguiente, algunos se dedicaron a la juerga perpetua para insensibilizarse, atracándose de vino, escabeche y otras porquerías; los enterradores se distinguían pues cobraban de las familias sus macabros servicios a buen precio, entraban en cuantas tabernas hallaban al paso mientras el muerto quedaba a la puerta, tendido sobre unas sencillas parihuelas, pues no quedó quien fabricara un ataúd, y alguna vez ocurrió que al salir encontraron vivo al que crecían muerto. Como las defunciones eran tan frecuentes, los médicos no eran llamados para comprobarlas, la familia se desprendía del difunto a toda prisa y los acaecimientos indicados fueron causa de que aun sin guardería alguna quedaran los cadáveres en el cementerio doce o más horas sin enterrar. Cuando la epidemia terminó, cuando los que se libraron de ella volvieron a la realidad, ocurrió la verdadera tragedia; quien había perdido a sus padres, quien a su esposa y todos sus hijos. Todo se volvió luto y lágrimas, así que no obstante haber transcurrido desde entonces medio siglo, a aquel año no se le recuerda como el de 1885 de la era cristiana, para Jadraque es y seguirá siendo por mucho tiempo el año del cólera”.

   Eso lo escribió el hijo de un médico de Jadraque, casi cincuenta años después de que ocurriese, y todavía encoge el ánimo.

   La tierra vuelve a cambiar, y por el efecto de las sales comienza a vetear de blanco, como el tocino en el jamón curado. Es la sal.

   Desde la distancia se divisa, como un olmo viejo y solitario mordido por el tiempo y el olvido, la espadaña de la torre de la que fuese iglesia de Morenglos, con los vanos de las campanas sin campanas y un solitario retazo del muro de la iglesia, el resto de sus piedras sirvieron para levantar la de San Juan de Atienza, venteando los aires y sirviendo como único testigo de que allí hubo un pueblo.

   La torre se asienta sobre una enorme laja de piedra en la que quedan horadadas varias sepulturas que hasta no hace demasiado tiempo albergaron los huesos de sus últimos moradores, y que la dejadez, las alimañas y el paso de los días se encargaron de esparcir por el entorno para servir de sabia nueva a la tierra; polvo al polvo y en polvo te has de convertir, nos dicen con razón dibujando en la frente la cruz con la ceniza.