ALCUNEZA, AL PASO DEL TREN
Por espacio de más de cien años, el tren formó parte de la vida diaria de la población, y dejó sus pequeñas historias
Fue, don Pío Baroja y Nessi, de quien en algunas ocasiones hemos hablado por esta parte de las memorias provinciales, un gran relator de la vida cotidiana de la España que le tocó vivir.
Uno de esos relatos de la vida casi diaria, sustancioso como pocos, fue el de uno de los acontecimientos que, al final del siglo de su nacimiento, reunían en la capital del reino, por ser patria de muchos y acogimiento de más, a miles de personas. Se trató de las ejecuciones públicas, que así eran entonces las cosas, de los reos de la Guindalera, a la que llegó tarde; sin perderse, porque se adelantó a la hora, la de Higinia Balaguer, que se hizo famosa por el no menos idem del llamado “crimen de Fuencarral”, retratando el espectáculo de la muerte entre aguadores y buñoleras. También retrató el de un soldado, por el paseo de los Areneros, hoy de los bulevares de Alberto Aguilera, acudiendo en comanda de golfos y señoritos, desde el café de Fornos, que se encontraba en la calle de Alcalá.
Y también retrató, con especial maestría, sus viajes en tren. Y es que los viajes en tren tienen, o tenían en tiempos en los que se viajaba en vagón de madera con billete de tercera, un sentir y vivir especial. Este autor de relatos y memorias nunca olvidará su primer viaje en tren, a Madrid desde la estación de Sigüenza, en vagón de madera y con los gallos entonando el canto del amanecer; cosa hace de sesenta años.
Don Pío, desde Sigüenza, encaminaba sus pasos hacía la castellana, vecina, machadiana e inmortal ciudad de Soria. En compañía de su hermano Ricardo. En Alcuneza, noche era.
Alcuneza, tierra de sal
Con lo que, al hacerlo en medio de la oscuridad, se perdió uno de esos espectáculos que por esta parte de la provincia nos brinda la tierra, el de la sal blanqueando en sus albercas o en sus eras, puesto que la línea férrea que desde Guadalajara conduce a Alcuneza pasaba entonces rallando el campo de algunas de las salinas que dieron sentido, y tal vez fortuna, a algunos de estos pueblos que se tienden hoy al sol tibio de los inviernos suaves. Tampoco, en el tiempo que lo hizo, hubiese disfrutado demasiado. Corrían los otoñales días del mes de noviembre, pero al menos aún se alcanzaban a otear las instalaciones de una de las salineras que todavía, al día de hoy, permanecen como testigos mudos de lo que un día hubo por aquí. Ahí están, mirando el ir y venir del silencioso camino del ferrocarril, las salinas de la Salvación, Santa Bárbara, Teresa Francisca y la Fidelidad.
Quizá, de todas ellas, la más famosa fuese la Teresa Francisca que puso en movimiento en 1886 don Pedro Gaibar, uno de esos personajes a tener en cuenta en cuanto hace a los sueños de una tierra. Pues don Pedro fue, por encima de todo, un soñador. Hombre a quien nada se le ponía por delante y a quien, en eso de tratar de avanzar un poco más, registró por tierras de Sigüenza su ruina cuando, tras conseguir una mediana fortuna en las minas de plata por Robledo de Corpes, se empeñó en que la tierra de Sigüenza tenía que dar petróleo. Su muerte estuvo rodeada de misterios. Pues don Pedro fue uno de estos investigadores que tratan de buscar remedio para todo y a quien, un día de finales de mayo de 1903 le reventó el laboratorio en el que buscaba fórmulas magistrales con las que avanzar en el mundo de la droguería y la farmacia, y en el hecho, perdió la vida.
Las últimas salinas de Alcuneza, el esqueleto de sus almacenes y la ruina de sus eras, pozos y depósitos, se tienden al sol, mirando a las torres de Sigüenza, como un secadero vano.
Alcuneza, cruce de caminos
El tren llegó a Alcuneza por estas mismas fechas de hace ciento sesenta años, poco más o menos. A Sigüenza los primeros viajeros llegaron a la estación el 2 de abril de 1862; el 2 de julio de ese mismo año llegaban a Alcuneza, a donde antes lo hicieron las primeras locomotoras, pues se necesitaba más de una para dar el último empujón a los vagones que tenían que subir los pesados repechos que unían a la provincia de Guadalajara con la de Soria a través de los entonces tenebrosos túneles de Horna. Unos túneles que, como en Sierra Morena los bandoleros, aquí aguardaban los salteadores de trenes para birlar los que les fuese dado.
En Alcuneza se situó también uno de los muchos cambios de agujas que poblaron la línea entre Guadalajara y Zaragoza, para esperar a que pasase un tren y continuase el otro por sus mismas vías. Y si uno se retrasaba ya se sabe… Se retrasaban los dos.
Ocasión hubo en la que, averiado el de venida, el de ida hubo de aguardar más de la cuenta. Del mismo modo que aquí, en Alcuneza, se despedía la Castilla Nueva, para entrar en la Castilla Vieja.
Curioso sería de ver la mirada absorta de aquellas gentes de este pueblo cuando hasta su estación llegaban las primeras autoridades del reino, a las que, como es de ley, acompañaban las primeras provinciales, y aquí, en el andén de Alcuneza, descendían el señor Gobernador, y el señor Presidente de la primera institución provincial, y los alcaldes de paso, para dejarlo a las primeras de Soria, que hasta aquí se trasladaban, cada uno según sus medios, para aquí subir al tren en el que, con harta frecuencia en los tiempos últimos del siglo XIX y los primeros del XX, viajan las testas coronadas a presidir reales actos en Zaragoza o Barcelona. Unas cuantas horas hubo aquí de esperar, en el mes de octubre de 1903, la real persona de don Alfonso XIII, por aquello de que el tren de bajada se quedó atascado por los Arcos de Jalón.
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También trajo, el tren a Alcuneza, el miedo a aquellos que, de paso, se dieron una vuelta por las casas del pueblo, a ver lo que podían añadir a su fortuna. Una noche de últimos de mayo de 1893 desvalijaron la iglesia por segunda vez; ya lo habían hecho en la noche del 7 al 8 de septiembre de 1880, dos sujetos que se bajaron y luego tomaron el tren en la estación.
Claro que, para susto, el que se llevaron los viajeros cuando, en la madrugada del 26 de marzo de 1890, como en una de esas escenas que nos recuerdan al lejano oeste, los forajidos asaltaron el tren correo y fueron arrojando por la ventanilla las cajas de caudales y las sacas, en la esperanza de recuperarlas al poco, sin imaginar que el cartero, que se llamaba don Juan Mora, se dispusiera a defender aquello aun a costa de su vida.
Unas cuantas horas llevó de retraso el tren correo aquel día, pues no reanudó la marcha hasta que la Guardia civil, y los vecinos de Alcuneza y Horna, dieron con las cajas de caudales que aquellos arrojaron. De los salteadores, que se tiraron en marcha, nunca más se supo.
Don Pío Baroja
El mes de noviembre perdía las hojas de los calendarios cuando don Pío y don Ricardo Baroja llegaron en tren a Sigüenza y conocieron la ciudad mitrada el año que comenzaba el siglo XX. En 1901, dejando para la historia el sabroso recuerdo de su pasar por la inmortal ciudad. Después se dispusieron a continuar el recorrido, en busca de la tierra de Soria, tan cercana y fría.
A pie ambos, don Pío junto a su hermano, vías del ferrocarril adelante, hasta que se echó encima la noche, y comenzaba a lloviznar y el frío se metía en los huesos y… por fin, en la lejanía, se nos apareció el disco blanco de señales como un alto fantasma. Soplaba un vientecillo helado. Oímos a lo lejos el silbido de un tren: aparecieron las linternas roja y blanca de la locomotora. Se fueron agrandando en la oscuridad rápidamente; retembló la tierra. Pasó el tren con una algarabía infernal; se oyó un silbido agudo; surgió una bocanada de humo blanco con incandescencias luminosas, y el tren huyó y quedaron dos farolillos rojos y uno verde del último vagón danzando en la oscuridad de la noche, hasta que se escabulleron enseguida en las sombras. Ya estábamos cansados cuando vimos una luz y llegamos a la estación de Alcuneza, desierta; entramos en una oscura sala y nos tendimos en el suelo, entre fardos y pellejos de aceite. El ruido de una campana nos despertó sobresaltados. Llegaba el tren de Soria, que volvía a partir. Entramos en el vagón de tercera. Presentaba un aspecto extraño. Hombres envueltos hasta la cabeza con capotes pardos con capucha; aldeanos con zorongo y calzón corto, envueltos en mantas listadas; cestas, jaulas, viejas con el refajo puesto por encima de la cabeza, mujeres de cara impasible, todo envuelto, todo empastado en una atmósfera brumosa empañada por el humo del tabaco…
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Y es entonces cuando, quienes hemos viajado en uno de esos trenes, y visto escenas semejantes, nos arremangamos los recuerdos… y soñamos con una lejana juventud… junto a las vías férreas de cualquier tren, partiendo de Sigüenza…
Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 11 de febrero de 2022
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