viernes, mayo 21, 2021

NOS VOLVEMOS AL PUEBLO, SI, PERO…

NOS VOLVEMOS AL PUEBLO, SI, PERO…
Memoria de Madrigal, ahora que tanto se habla de la España vaciada


 

     Seguro que serán muchos, de entre quienes lean estas líneas, los que recuerden la vez primera que salieron de sus lugares de origen, o que tengan conciencia de cuándo fue la vez primera que dejaron su horizonte atrás; el de aquel pueblo hermoso que los vio nacer. Suele ser estampa difícil de olvidar esa de ver quedarse a las espaldas la imagen siempre presente de las calles añosas, las murallas raídas o el castillo relamido por los terciopelos de la historia. A este relator la primera vez que tiene constancia de haber salido de su pueblo, esas escenas se le fueron quedando atrás por el lugar que en él llaman “la cuesta de los yesares”. Era una mañana limpia, sin asomo de nubes, con un intenso azul de comienzos de un septiembre que se quedó, prácticamente, sesenta años atrás.

 

 

   Y el pueblo se fue quedando a las espaldas. Se ocultó por completo cuando, en una de las vueltas que tomó el borriquillo en el que iba montado, a la altura de la fuente de la Canaleja, la arboleda, como telón impropio que aparece cuando menos se lo espera, cerró el horizonte.

   El camino, que camino era, por aquellas trochas tan sólo conducía a un pueblo. Con nombre ostentoso en los anales de la historia. Un nombre que se quedó agazapado a la sombra del que pasó, con letras de molde, a la de España. Este, el de los anaqueles de las bibliotecas, se apellidó “De las Altas Torres”; aquel pueblecito humilde conserva el que los repobladores le dieron cuando se ensanchó Castilla a golpe de espada o surco de arado y las autoridades políticas de las Castillas lo dejaron en la misma raya que separó la nueva de la vieja y dividió dos provincias, Guadalajara y Soria; Castilla la Nueva y Castilla la Vieja. Ese pueblecito surgido en la raya de dos reinos y dos provincias era Madrigal, a secas. No tiene pérdida, es el pueblo en el que finaliza hoy una de esas carreteritas locales o provinciales, estrechitas y sinuosas, que culebrean entre trigales a los que bajan a carear los corzos desde los altozanos de las sierras de Pela o del Bulejo.

 

Madrigal, década de 1960

   Madrigal era en aquellos remotos tiempos una población con futuro incierto, como todas las del confín serrano de la provincia, aunque todavía conservaba un importante número de habitantes, próximo al centenar y medio. Con escuela a la que acudían una veintena, o más, de chiquillos y chiquillas; cura de aldea, taberna y todas aquellas cosas que precisa población de su categoría.

  Había dejado ya de ser Madrigal, desde mucho tiempo atrás, emporio muletero. Este rincón de la provincia de Guadalajara, mucho antes de que don Benito Pérez Galdós ensalzase a los severos maranchoneros, fue tierra muletera por excelencia. Madrigal llegó a contar, en sus mejores tiempos, con catorce tratantes, o más, en muletería que movían hasta un centenar de animales de cría y recría por el entorno de las ferias próximas.

 

MADRIGAL, EN LA SERRANÍA... (Pulsando aquí)

 

   En aquella década de 1960 la mayoría de los hombres se dedicaban al campo, las mujeres a sus labores, que eran muchas, mientras que los mozos comenzaban a marchar en busca de nuevos horizontes, a Madrid por lo general, a emplearse en alguna de aquellas grandes fábricas de los extrarradios, o en alguna cafería o restaurante que les brindaba acomodo, o cuarto donde dormir en la conocida trastienda del local.

   En apenas una década, la de 1950 a la de 1960, el vecindario se había reducido en un tercio. Que todavía continuó reduciéndose cuando, algo así como veinte años después, entró este relator de nuevo en Madrigal, cambiando en aquella ocasión el borriquillo por un vehículo a motor.

   Don Benito, que fue cura párroco de Riofrío, Cercadillo y algunos más de los pueblos del entorno de Madrigal, subido sobre el tejado de la iglesia reparaba las goteras que el infame paso del tiempo generaba y, como estaba abierta la iglesia, y con permiso del reverendo, la pudo conocer. La iglesia y la historia casi legendaria de uno de sus personajes, el tío “Seisdedos”. Ya había cerrado la escuela, y la población se redujo de nuevo. A la mitad que en la primera ocasión. A cambio, el camino se convirtió en carreterita asfaltada. Había teléfono público y, desde la mitad de la década anterior, disfrutaba la vecindad de fluido eléctrico por la noche y por el día. En la primera ocasión la luz eléctrica únicamente iluminada el caserío desde la caída del sol, hasta el amanecer. Le llamó la atención, cuando chico no tenía conocimiento para tanto detalle, una gran casa. Las de Madrigal, por lo general, eran entonces grandes casas con portadas adinteladas. Aquella, en estilo constructivo de los Perdices de Pozancos, conservaba una hermosa puerta de tres hojas. Grabado a fuego sobre la madera figuraba el nombre de quien, sin duda, la mandó alzar: “Santiago Garcés”. Todavía tardó treinta años más en saber quién era don Santiago Garcés Varas, tal su gracia; uno de los principales labradores del término, y alcalde que fue del lugar entre 1897 y los comienzos del siglo XX. A don Santiago debió el pueblo de Madrigal la mejora en su urbanismo, la traída de aguas, la fuente de la plaza y el lavadero; aunque se inauguraron ya en tiempos de su sucesor en la alcaldía, don José García. Poco más de 6.500 pesetas, de las de los inicios del siglo XX, costaron aquellas obras.

 

 

LUZÓN, ENTRE EL DUCADO Y EL SEÑORÍO (Pulsando aquí)


   Los Garceses eran, por aquel tiempo, rivales de los Romanillos, mucho más opulentos estos, ya que tenían en propiedad unos cuantos rebaños de ovejas que pastaban por el término, y los vecinos.

   En esta última ocasión, cuando conoció quién fue el hombre, que ya descansaba desde tiempo atrás en el recoleto cementerio de detrás de la iglesia, la casa de don Santiago mostraba las heridas del tiempo. El tejado se desplomó sobre la sala principal; lo mismo que lo hicieron en la mayoría de las casas de hermosas dovelas adintelando las fachadas. La iglesia permanecía cerrada; don Benito hace años que murió. Y la población estaba reducida a poco menos de una decena de vecinos.

 

Aquella primera vez, y el resulto

   Dirigía el borriquillo un hermano de su madre, Donato Velasco. Hacía unos años que emigró a Bilbao y era, desde que marchó, la vez primera que regresaba al pueblo que lo vio nacer. Y de regreso, al Bilbao de su nueva vida, quería llevar algo con lo que agradecer algunos favores.

   Madrigal era entonces uno de los principales productores de miel de la comarca, y allá le llevó con él a comprar unos kilos de miel. Más de trescientas colmenas se declaran plantadas en Madrigal en el famoso Catastro de Ensenada; el doble que la mayoría de los pueblos de la Alcarria melera.

   Se quejaba, por el camino, de que su madre no le dejó vender las tierras del pueblo, con cuyo producto pudo comprarse entonces un par de pisos en Bilbao. La casa tampoco.

   Regresó de Bilbao tiempo después; se jubiló en Madrid y descansa en el pueblo que lo vio nacer, y que fue el solaz de su vejez. De haberle dejado su madre vender las tierras, habría desaparecido en los suyos el cariño a la tierra natal de sus ancestros, probablemente, a pesar de que las visitas se reduzcan a lo que el tiempo y las obligaciones mandan. Aunque la tierra siempre está presente.

 

 

GASCUEÑA DE BORNOVA (Pulsando aquí)

 

   Algo así ha de suceder con los vecinos de Madrigal. Las visitas se reducen a las circunstancias, porque el trabajo se encuentra lejos, y continúa siendo un pueblo de esos de trance incierto. Y es que sucede que, por mucho que lo queramos, hay pueblos condenados a la soledad y el silencio, por más que nos empeñemos en tratar de llenar, si quiera de palabras, esa “España vaciada” que nos duele tanto.  No puede el relator imaginarse viviendo ahora en Madrigal, donde el silencio hiere el horizonte y la conciencia. La carreterita que conduce al pueblo se queda a casi nueve kilómetros de la general. Que en tiempo bueno se circulan en quince o veinte minutos. En lo salvaje del invierno frío… No se puede imaginar a media docena de chiquillos en una escuela vacía, o teniendo que acudir, a diario, al centro escolar que toque en suerte, con más de media hora de camino, entre ida y vuelta. Si es a un instituto pongamos dos o tres horas más. Una carretera por la que no pueden circular vehículos de según qué tonelaje, y siempre pendientes del vehículo para todo. Hay teléfono y luz eléctrica y algunas de esas comodidades que ahora se requieren para vivir holgadamente. Pero el pueblo queda a una hora de cualquier parte: del médico, de la farmacia, de la parada de autobús (cuando circula), del cura, de la panadería, del cobro mensual de la pensión…

   A veces el relator piensa que quienes salieron de nuestros pueblos, llevándolo en el corazón, en aquellos duros años de las décadas de 1960 y 1970, se han vuelto demasiado exigentes. O simplemente quieren vivir en los pueblos con lo mismo que disfrutan quienes no viven en ellos. Que bien está lo de tratar de solventar lo de la España vaciada, y tratar de llenar de vida y turismo los pueblos, pero... ¿alguien pensó cómo dotar a tantos pueblos como Madrigal de algo semejante a lo que goza cualquier pueblo medio de una provincia?  Porque vivir sí que se puede vivir, a costa de no pocas renuncias, que eso es algo a lo que hoy pocos se hacen.

 

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la Memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 21 de mayo de 2021

 


 CONDEMIOS, (Pulsando aquí)

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