MEMORIA DE FRAY TORIBIO MINGUELLA Y ARNEDO
Se cumplen cien años de la muerte de quien fue
conocido como “El Obispo Historiador”
El 28 de marzo de 1917 renunció
a su cargo como obispo de la diócesis don Toribio Minguella y Arnedo quien llegó
a Sigüenza el 12 de junio de 1898 en el tren de la mañana. Era, don Toribio, hijo
de un comerciante en tejidos natural de Tarazona, y de Margarita Arnedo,
natural de Igea de Cornago, en La Rioja, donde don Toribio vio la luz del mundo
el 16 de abril de 1836. El tren se detuvo en la estación de Sigüenza a eso del
mediodía. Allí, en la estación, lo aguardaban lo que se llamó “las fuerzas vivas” de la población. Es
decir, las autoridades de la ciudad que no habían subido al tren a lo largo del
trayecto que lo llevó desde Madrid a la ciudad episcopal; el Cabildo de la
catedral y, por supuesto, los vecinos de Sigüenza y de los pueblos próximos en
un domingo luminoso como pocos que se convirtió, a causa del acto, en día de
fiesta mayor.
Tomó el tren, como decimos, en
Madrid, a primera hora de la mañana, en compañía del diputado en el Congreso
por el distrito de Sigüenza, el notario de Atienza don Bruno Pascual Ruilópez,
además de algunos clérigos y de quien le sustituiría en su antiguo obispado de
Puerto Rico, a pesar de que ya no viajaría a aquellas tierras, el Padre Valdés.
De Madrid partió el tren en
dirección a Guadalajara, donde salieron a saludarle para acompañarle a la
ciudad de la catedral, el Alcalde y el Gobernador Civil. La siguiente parada
fue en Jadraque, donde se unió el Alcalde de Sigüenza, don Marcelino Albacete,
y a un kilómetro escaso de la catedral, cuando se sintió la llegada, las
campanas comenzaron a tañer. En la estación recibió el saludo del Cabildo y de
la Banda de Música, que le tocó el himno de los Infantes.
Por supuesto, a las puertas de
la estación aguardaba la mítica mula blanca, con sus ricos cobertores de seda
roja, aunque sin herraduras de plata, como es fama que fueron las que en
tiempos medievales llevaron a la catedral a alguno de sus obispos. La mula
blanca, que trataba de significar la pureza, en el pelaje del animal y la
entrada del pastor en su ciudad, como Jesús en Jerusalén.
Traía a sus espaldas don Toribio
una larga biografía de estudios, obras y cargos; pues desde que ingresó en el
seminario de Tarazona con once años de edad, hasta pasar al de Monteagudo, poco
antes de cumplir los veinte, no pasó prácticamente un día sin que hiciese algo
nuevo.
Contaba, cuando llegó a Sigüenza, con 62
años de edad, y en estos había recorrido medio mundo, desde Filipinas al Nuevo
Continente, sin dejar los cuatro puntos cardinales de España, por donde quedó
huella de su paso. A Filipinas, para hacerse cargo de la enseñanza de sus
naturales llegó en 1858 y, entendiendo que la mejor manera de relacionarse con
su nueva feligresía era aprendiendo su idioma, lo hizo, el tagalo, escribiendo
en este idioma una gramática que fue considerada en su tiempo, y mucho después,
como de las mejores y más completas conocidas. Contaba entonces, cuando embarcó
rumbó a Filipinas, 22 años de edad. Y allí, en Filipinas, se ordenó sacerdote.
Eran los años previos a las guerras
coloniales que llevarían a la pérdida de las de América y, por supuesto, de
Filipinas. Antes de que esto ocurriera don Toribio recorrió aquellos lugares
que años después se harían famosos a causa de la guerra, desde Imus a Cavite,
entonces predicando la paz. A pesar de que también tuvo que administrar
sacramentos a quienes cayeron en acciones de guerra.
Regresó a España casi veinte años después de
la partida. A la revoltosa España de la década de 1870. Una España que se
enzarzaba de nuevo en guerras civiles. La de estos años se llevó a quien fue
considerado héroe en cien batallas, su hermano José, o mejor, el bizarro
brigadier Minguella, que murió en Tudela a consecuencia de las heridas de su
última batalla, y después de que un sargento cargase con él a lo largo de
varios kilómetros, bajo el fuego de la fusilería.
Regresó fray Toribio para continuar por aquí
con la labor emprendida por allí, de renovar lo que en su mano estaba, y
continuar estudiando, aprendiendo y dando a conocer lo aprendido.
Aquí emprendió la reconstrucción del
Monasterio de San Millán de la Cogolla, al ser nombrado rector de aquel en
1878, y emprendido el camino de este y luego de organizar sus archivos y dejar
escrito su “Estudio Histórico Religioso
de San Millán”, se empeñó en una nueva reconstrucción monacal, Nuestra
Señora de Valvanera, que como San Millán, se vio afectado por las
desamortizaciones del siglo, y del que escribió y dio a conocer su historia en
una obra de culto: “Historia de Valvanera”.
Tras un breve paso por Madrid tuvo que hacer de nuevo las maletas para viajar a
Puerto Rico en 1894, ya en tiempos revueltos, a pesar de que aguantó en el
obispado hasta el último momento, hasta que la independencia lo mandó de
regreso a España.
Obispo de Sigüenza
El
día de su llegada a Sigüenza, tras los actos religiosos que tuvieron lugar en
la catedral, donde se cantaron los correspondientes oficios en los que
participaron, se nos cuenta, más de mil personas, hubo una recepción en el palacio episcopal,
con posterior almuerzo, que dio comienzo a eso de las cinco de la tarde y se
prolongó hasta cerca de las nueve de la noche, mientras la fiesta continuaba
por las calles, con serenatas, pasacalles e incluso teatro.
Contaba Sigüenza, por aquellos años, con casi
4.500 habitantes, siendo el obispado sufragáneo del arzobispado de Toledo. Una
ciudad, la de Siguenza, a la que no le faltaba de nada; con teatro, dos
casinos, fábricas de paños, bayetas y jabones y unas ferias conocidas en todo
el obispado, cuyos límites traspasaban las hoy conocidas fronteras de
Guadalajara, para adentrarse en Soria.
Don Cayetano Ramos Velázquez, como deán de
la catedral, fue el encargado de darle posesión del señorío de la ciudad, o del
mando de la catedral que a partir de aquel día tendría por sede, y en la que
dejó, como la mayoría de los obispos que por ella pasaron, un grato recuerdo. Y
A ella entró acompañado de su sobrino, fray Julián, el hijo de su hermana
Ignacia, Agustino como él, que terminó sus días en Manila en 1910.
En el transcurso de los casi veinte años que
permaneció como obispo de Sigüenza dejó unas cuantas obras significativas; poco
habitual en la historia del obispado que su cabeza visible la gobernase durante
tantos años, pues la media, a lo largo de la historia, estuvo en los cinco
años, y obispos hubo que no llegaron a terminar el de su nombramiento. En
Sigüenza, al poco de su llegada, mandó imprimir el semanario “La Ilustración de
Sigüenza”; donando a la catedral el templete de plata para la custodia
procesional; la talla de la Purísima; llevando a cabo la inauguración del nuevo
cementerio extramuros de Sigüenza y, continuando la costumbre, y dando pie a la
fama ganada como historiador, legó a la historia la gran obra que todavía, más
de cien años después es de consulta. La “Historia de la Diócesis de Sigüenza y
sus Obispos”, tres tomos de historia, con miles de páginas, para deleite y
disfrute de las generaciones venideras. La obra supuso la culminación de los trabajos que hasta poco
antes de su fallecimiento llevó a cabo el sabio seguntino don Román Andrés de
la Pastora, fallecido apenas dos meses antes de la llegada del nuevo obispo.
Don Román, que también tuvo una larga vida, pues falleció a los 87 años de
edad, había dedicado la mayor parte de ella a estudiar el obispado, la catedral
y sus obispos, además de reunir una inmensa colección arqueológica que expuso
para conocimiento de la provincia en la gran Exposición que se celebró en
Guadalajara en 1867, a la que llevó un centenar de las miles de monedas
ibéricas de su colección. Sus trabajos sirvieron para que el académico
seguntino Pérez Villamil diese a la luz pública su “Historia” de la catedral; y
para que don Toribio Minguella ordenase sus notas sobre la historia del
obispado, trasladando su cuerpo, en reconocimiento a su labor, desde el
cementerio en el que fue enterrado, a la nave mayor de la catedral.
Don Toribio renunció al obispado, como
decíamos, el 28 de marzo de 1917, al considerar que con 80 años y enfermo no podía
continuar rigiendo el obispado. Dejó Sigüenza, y se recluyó en el monasterio de
Monteagudo, donde llegó la muerte. El 15 de julio se cumplirán cien años.
Fue, además de obispo, académico
correspondiente de la Real de la Historia; premio al talento de la misma Academia;
senador por el arzobispado de Santiago de Cuba entre 1896-98 y por el de Toledo
entre 1899 y 1900; presidente de un Capítulo General de la Orden de Agustino
Recoletos (OAR) y Visitador de la Provincia de San Agustín, y…, muchas cosas
más.
Pero, ante todo, fue el obispo historiador de Sigüenza.
Tomás Gismera
Velasco
Guadalajara en
la memoria
Periódico Nueva
Alcarria
Guadalajara, 27
de marzo de 2020
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