MEMORIA DE LUPE SINO.
Actriz por encima de todo, ha pasado a la historia por
ser la novia del torero Manolete. Hoy se cumplen 60 años de su muerte
Aquella
tarde Guadalupe debiera de haberse quedado en casa, en la habitación del hotel,
a esperarlo, como en tantas otras ocasiones; esperando a que sonase el teléfono
para decirla que todo salió bien. Como tantas. Que para eso están los toreros.
Para triunfar y salir a hombros por la puerta grande de cualquier plaza. Y para
que la gente los aclame por la calle mientras en volandas los llevan de un lado
a otro. Pero aquella tarde a Lupe no la llamaron para decirle que su Manuel
había triunfado en la Maestranza. Que el público, puesto en pie, lo empujaba
como otras veces camino de la gloria. No, aquella tarde la llamaron para decirle
que Islero…
Memoria de Lupe Sino. Guadalajara en la Memoria. Periódico Nueva Alcarría
Y
aquellos ojos negros que la miraban lo decían todo. Decían que las Vírgenes
cordobesas se preparaban para vestirse de luto y que las lágrimas de cristal de
sus caras de cera se habían vuelto claras, tan claras como las lágrimas de verdad.
O mejor, turbias. Tan turbias como el dolor. Mientras ella, a quien todos
tenían por la mujer del torero; a quien habían visto una y otra vez en los
retratos de los periódicos y de las revistas de moda; a quien vieron en las
salas de cine, aquel día se encontraba tomando las aguas, en Lanjarón. Y su
Manuel se moría.
Llegó de madrugada, poco antes de que lo hiciese el doctor Guinea, al
hospital de Linares. A las puertas el silencio de varios cientos de almas
aguardaban el milagro de la Macarena, o de la Fuensanta, o del Anciano de Jaén.
Y cuando el coche, con Lupe dentro, se detuvo ante las puertas y la vieron
salir vestida de negro, el silencio se hizo más profundo y la abrieron paso
entre susurros. Susurros que la acompañaron hasta las mismas puertas de la
habitación en la que a Manuel, después de tantas trasfusiones de sangre como le
hicieron, se le iba la vista, y allí, después de tres o cuatro horas de viaje
pensando en él, cayó desvanecida cuando don Álvaro, o don Manuel, o Gitanillo
de Triana, le dijeron que no lo podía
ver. La dejaron entrar en la habitación cuando ya estaba muerto.
Lupe
se echó sobre sobre la cama, a besarlo en las mejillas; en la frente, esperando
que Manolo, su Manuel, reaccionase. Pero no. Ya no era del mundo. Después salió,
como una Dolorosa.
Eran
las diez de la mañana, cuando como si de una procesión del martes santo
sevillano se tratase, la de vehículos, con el torero muerto, se puso en
movimiento camino de Córdoba, lejana y sola. Y, como si del Cristo de los Gitanos al paso por La Campana
se tratase, al pasar por los pueblos se detenía la vida, y las gentes salían a
la carretera a despedir al torero y llorar, como Lupe, para los adentros. Por
la Villa del Río, Montoro, El Carpio… Así, hasta Córdoba, lejana y sola. Hasta
la entrada por la torre de la Malmuerza, donde comenzó a llover. Una lluvia de
pétalos de flores.
Después,
en la casa del muerto, cuando a las cinco de la tarde llegó doña Angustias, que
hasta la víspera se encontraba en San Sebastián, tomando las aguas, todos los
ojos se fueron hacía ella. Lupe no estaba allí. A Lupe la aconsejaron no viajar
a Córdoba, para que no la mirasen mal. Para que no se encontrase con los ojos
de doña Angustias cuando doña Angustias llegase y la dijese algo así como: ¡Por
tu culpa! Como si ella hubiese tenido culpa de algo. O sí que la tenía: de
haber conocido al torero en uno de esos bares de buena fama, porque a él acudía
todo el famoseo del Madrid de la postguerra; o de mala fama, porque a él
acudían todas las mujeres que buscaban fama al lado del famoseo de la postguerra.
Había llovido desde aquella primavera de 1943, cuando ella acaba de estrenar su
“Testamento del Virrey” y Pastora
Imperio la tomó del brazo y le presentó al torero de la cara seria. El torero
Dominguín, mientras el torero Manolete viajaba por última vez a Córdoba,
llevaba a Lupe, gimoteando, a Madrid.
En
medio de aquellos años que pasaron, las idas y venidas, del hotel Victoria de
la plaza de Santa Ana -la casa del torero-, al pisito de Hilarión Eslava 28, la
casa de Lupe.
Atrás los papeles secundarios en media docena de películas; y los
papeles casi principales en “La Famosa Luz María”, “El testamento del Virrey” o
“El marqués de Salamanca”.
Podía haber sido, a partir de entonces, de la muerte de Manolete, la
viuda del torero, o la viuda de España. Pero, aunque todos conocían que lo era
para los ojos del mundo, no habían recibido la bendición del Señor; ni habían
firmado documento alguno y por ello nunca fue la mujer del torero. Que vivían, sí,
pero en pecado. Pecado mortal. Y no existe en el mundo mayor pecado que ese.
Que
pudo romperse aquella misma madrugada, en la habitación del hospital de Linares
donde agonizó Manolete, si ella lo hubiese querido, o hubiese podido. Una sola
palabra suya hubiese bastado, porque la fecha para la boda, la de verdad,
estaba fijada para el 18 de aquel noviembre, sin que ni doña Angustias ni el
señor Camará, ni nadie más que ellos, pudieran meterse por medio. Pero no quiso,
o no pudo, perturbar el último hálito de la vida del hombre al que amó.
Su
mirada de mujer pecadora salió en alguna que otra revista. Y se contaron
algunos que otros chismes e intimidades que a nadie importaban, salvo a ella. Y
por aquellas cosas del pecado mortal comenzaron a cerrarse puertas, como si
ella, Lupe, Antoñita, la mujer fatal, hubiera sido la responsable de la muerte
del torero. La responsable de que las Vírgenes de Córdoba se vistiesen de luto.
Mientras, la ponían encima de la mesa
cheques en blanco, para que contase lo que se podía, y lo que no se
podía contar, de la vida del torero. Y ella, que pudo vivir de contar
historias, verdaderas o inventadas, guardó silencio y rechazó los billetes.
Y la
vida, que es como esa rueda que gira y no para, la mandó lejos de España. A
llorar sus penas, a Lima, en el Perú, primero. Desde allí, a México, la tierra
prometida. A la llamada de su hermana Lucía. ¡Qué cosas! En México le
ofrecieron un pequeño papel en una película que podía ser… su película. Una película con un título, y un subtítulo,
prometedor: “La dama y el torero, un
corazón en el ruedo”. Un éxito en aquellas tierras, con actores y actrices
de aquellas tierras, y ella, que fue la verdadera dama del torero.
Lupe
–Guadalupe- Sino, Antonia Bronchalo Lopesino, hasta entonces, hasta que conoció
a Manolete, había llevado una vida algo alborotada. Desde que nació. Había
tratado de ser algo en el mundo. De dejar su nombre inscrito en los papeles, en
la prensa, en los libros, por algo excepcional. Le gustó lo de ser actriz, y
después que pasaron aquellos días turbios de República y Guerra, cuando se puso
en Madrid, con la juventud, la hermosura, la vida por delante de sus
veinticinco años cumplidos, viendo en los cartelones de un Madrid que despierta
a la miseria de una guerra las grandes actrices de aquel Hollywood, soñó ser
como ellas. Cuentan que la conocieron por los cafés de moda, al lado de
escritores, actores y toreros. Y apareció en los carteles del cine, al lado de
aquellos actores y actrices que llenaban las salas de después de una guerra; al
lado de Manolo Morán, y de Mercedes Vecino, y Manolo Luna, y Pepe Isbert, y
Milagros Leal… hasta que conoció a Manolete, y por su hombre lo dejó todo; el
teatro, el cine y el mundo.
Y…
tras la muerte del torero, poco más se supo, porque prometió y guardó silencio.
Bueno, que dos años después de la muerte del torero se casó con un abogado de
renombre en Ciudad de México. Y que allí volvió a las pantallas del cine, y
después, un día, se presentó en Madrid como una gran señora a la que nadie
conoció. Una gran señora que podía pasar por una gran actriz, de aquellas que
llegaban de Hollywood y se hospedaban en el Palace, o el Ritz, y se paseaban
del brazo de toreros de éxito y moda por la Gran Vía.
Para
entonces Lupe llevaba una vida discreta, y continuó guardando silencio. El
silencio que acompaña la viudez de la mujer del torero; hasta que llegó su
hora, la del 13 de septiembre de 1959 y, como en un vuelo, desapareció. Se
había divorciado del abogado mexicano que se llamó José Rodríguez Aguado, El Chípiro, en el mundo inmobiliario en
el que se movía; y llevaba una vida discreta en un barrio y una calle acomodada
de Madrid, el paseo del Pintor Rosales. Desde sus ventanas se asomaba a la
madrileña Casa de Campo.
La
prensa que dio la noticia pasó por alto que fue una actriz de mediano éxito,
que se buscó la vida como el mundo la dio a entender. La prensa del momento se
limitó a consignar en cuatro líneas lo sucedido. Su muerte, trágica, como la
del torero que le dio la fama: “La en otros tiempos conocida actriz Lupe
Sino –Antonia Bronchalo en su vida privada-, novia que fue del inolvidable
lidiador Manuel Rodríguez “Manolete”, ha fallecido en Madrid a los treinta y
nueve años de edad, a consecuencia de un derrame cerebral”. Lupe, Antonia
Bronchalo, una alcarreña de pura cepa, de la Alcarria de Sayatón.
Olvidaron
decir que fue una mujer valiente que vivió la vida con valentía, y como la pudo
vivir, en unos tiempos, de República, Guerra y Postguerra, en lo que lo que más
importaba era eso, seguir viviendo.
Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 13 de septiembre de 2019
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