ANTONIO PEREZ, EL HOMBRE DE VALDECONCHA.
Junto a la Princesa de Éboli protagonizó
sonados episodios en la Corte de Felipe II.
Las páginas de la historia, tan curiosas
siempre, han privado a don Antonio Pérez del Hierro, quien como nuestra Ana de
Éboli tanto intrigó, de ocupar un lugar de honor en la épica literaria. Que
algo en torno a él se ha escrito. Poca cosa, comparado con nuestra ilustre
princesa del parche en el ojo, por supuesto. Y es que las huidas, incluso para
salvar la cabeza, no son buenas de cara a figurar con letras de molde en los
anales de la novela histórica. Don Antonio, en lugar de escapar, debió de
haberse quedado en tierra patria, para dar nombre a alguna de nuestras torres
señeras, como doña Ana lo dio a la pastranera plaza de la Hora.
Antonio Pérez del Hierro, de quien a pesar de discutirse el origen de su
nacimiento, es tenido como natural de nuestra alcarreña villa de Valdeconcha, a
pesar de que sus orígenes sean aragoneses, de Monreal de Ariza, de donde
procedía la familia del padre. Por aquí nació, y por estas tierras pasó su
infancia. Que es lo que a nosotros nos importa.
Antonio Pérez, el hombre de Valdeconcha
Claro está que más que como “Antonio Pérez del Hierro” ha pasado a la
historia, simplemente, como Antonio Pérez.
El todopoderoso Antonio Pérez. Secretario de
Cámara y del Consejo de la Majestad Real de Don Felipe II. Antonio Pérez quien,
en unión de nuestra doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli, ha pasado a la
historia por el lance de espadas que, en la oscuridad de los estrechos
callejones del misterioso Madrid, arroparon la muerte de otro personaje tenido
como no menos intrigante de aquella corte, don Juan de Escobedo, secretario a
su vez de don Juan de Austria, hermanastro del rey y a quien don Felipe miraba,
más que como a hermano, como a enemigo. O eso es lo que nuestra doña Ana y don
Antonio le hicieron creer. Que algo debía de haber en todo ello cuando don Juan
de Austria acudió al Papa de Roma para que lo coronase rey de algún reino, y no
lo hizo porque no le dio tiempo a conquistarlo.
Fue hijo ilegítimo, don Antonio Pérez, y
cuentan también que sacrílego, del sacerdote Gonzalo Pérez, secretario en su
tiempo del rey Carlos I de España y V de Alemania, de quien se dice fue uno de
los hombres más ilustrados de su tiempo.
Su nacimiento, el de nuestro don Antonio,
fue legitimado por el rey en 1542. Hay autores que ponen en entredicho esta
afirmación, como es el caso de Gregorio Marañón quien lo considera hijo natural
de Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, por quien estuvo protegido; como
también gozó del amparo de nuestros poderosos Mendoza. Es lo que sucede con los
personajes míticos, o históricos, de los que tanto se inventa y dice; al final,
todo es confuso.
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Fue
educado en las más prestigiosas Universidades de la época, pues pasó por las de
Alcalá, Salamanca, Lovaina, Venecia y Padua, como correspondía a un personaje
de alta cuna que aspiraba a cargos de alta responsabilidad.
Su
padre, o padrastro, según quienes, lo inició en los asuntos de Estado a la cercanía
del rey emperador y luego del príncipe heredero, y en 1553 ya era secretario de
quien no tardaría en ser coronado como Felipe II, rey que fuese de España, de
Portugal, de Inglaterra…, además de serlo de todos los reinos peninsulares, y
de los de más allá de la mar Océana.
Heredó de su padre, a la muerte de don Gonzalo en 1566, el cargo de Secretario
de Estado y a partir de aquí su ascenso fue meteórico, llegando su mano a
muchos de los más enrevesados escondrijos de la corona.
Se
cuenta que durante sus primeros diez años como Secretario, cargo que ostentó
hasta 1578, ejerció una gran influencia sobre Felipe II, el rey prudente, el cual seguiría sus
consejos reconociendo su indudable agilidad mental, llamada inteligencia, de la
que se sirvió nuestro personaje para conseguir más poder, influencia y riqueza;
teniéndose como uno de los hombres más corruptos del reino por parte de algunos
historiadores. Otros creen que lo superó alguno que otro duque que, para no
morir ahorcado, se vistió de colorado.
Su
nombre se ha unido al de la princesa de Éboli a partir de 1573, asociación que
le sirvió para enriquecerse un poco más y acceder a personajes de la
aristocracia que pasaron a su bando, dividido entonces entre los llamados “ebolistas” encabezados por el príncipe
de Éboli, y los conservadores del III duque de Alba; el no menos poderoso Fernando
Álvarez de Toledo, el Gran Duque.
La
muerte de Juan de Escobedo en 1578 precipitó su caída, siendo detenido como
participante, sino inductor de la misma; al parecer ordenada por el propio rey
Felipe II, a quien tantas ejecuciones, órdenes y contraórdenes escondidas se
atribuyen.
Antonio Pérez fue detenido en la noche
del 28 de julio de 1579, al igual que la princesa de Éboli, Ana de Mendoza, la
cual fue llevada a la torre de Pinto, antes de terminar sus días encerrada en nuestro
palacio de Pastrana, que también le pertenecía a ella.
Antonio Pérez fue puesto en libertad poco después, ordenándose una nueva
detención en 1585 acusado de tráfico de secretos de estado y corrupción,
reconociendo, al parecer bajo tortura en 1590, su participación en la muerte de
Escobedo.
Escapó de la prisión ese mismo año, con la
ayuda de su esposa, Juana Coello, acogiéndose a la jurisdicción y leyes
aragonesas, y creando un grave problema a la corona castellana así como al
propio rey, quien intentó detenerlo en numerosas ocasiones. Solicitando la
detención en aquel reino y su entrega a
Castilla, lo que hoy conoceríamos como “extradición”.
Las leyes de Aragón lo protegían. Creando uno de los grandes conflictos entre
ambos reinos. Hasta el punto de que don Felipe envío a sus ejércitos, y el
pueblo se levantó en masa en defensa de
uno de los suyos.
Finalmente, Antonio Pérez dejó Aragón para refugiarse en Francia, siempre perseguido
por el rey Felipe; falleciendo en París en 1611, según se cree en la ruina. No
sin antes haber sido condenado en ausencia a las máximas penas que contemplaban
las leyes de Castilla y, por supuesto, a ser desposeído de sus bienes
terrenales.
Dejó a su muerte numerosos escritos en los que dio cuenta de su vida, obra y
milagros, puestos en folio y libro bajo el pseudónimo de Rafael Peregrino.
En ellos, en sus papeles, no lo cuenta, pero
a sus espaldas se cargaron unos cuantos muertos más. Su vida, y obras, como dicho queda han sido
menos noveladas que las de nuestra princesa del parche en el ojo. Ambos, no
cabe duda, son los villanos de muchas de nuestras historias. Con él, cuentan,
nació la historia negra española.
Entre sus escritos se están sus “Relaciones”, que es lo que hoy
conoceríamos como “memorias” de un
hombre de acción. Unas memorias, o relaciones, que comienza a la moda de su
tiempo, justificando las líneas de su vida: Porque
he entendido que la pasión anda tan cebada contra mí, que aún la sombra me
persigue…
Como la historia. Que parece perseguirnos,
retratándose en los espejos de nuestros tiempos, tan parejos en algunos
aspectos a aquellos que tan lejanos nos parecen y que están, a menos que
pasemos la hoja, en el capítulo anterior, cuando no en el siguiente.
Un 7 de abril de 1611 cerró los ojos en
París. Los cerró a la vida a la edad de 71 años, que años eran ya para aquella
época; y dejó, para un pueblecito alcarreño, Valdeconcha, que entonces no
conocía su origen, la larga leyenda de un hombre, indudablemente, de acción.
Tomás Gismera
Velasco
Guadalajara en
la memoria
Periódico Nueva
Alcarria
Guadalajara, 5
de abril de 2019
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