MEMORIA
DE DON CARNAL Y SU SARDINA.
El
entierro de la sardina cierra los actos de carnaval
Desde que el mundo es mundo al bicho humano le ha gustado eso de
aparentar ser lo que no se es, y nada mejor para conseguirlo que esconderse
detrás de una máscara que lo mismo nos convierte en dioses que en mendigos; en
ricos que en pobres, en lobos que en corderos. De antiguo viene lo de
enmascararse, y no precisamente a lo Guillen Lombardo de Guzmán, el personaje
que, cuenta la historia, se ocultaba tras la del Zorro. Aquí de las máscaras de
las que hablamos son las carnavalescas que por estos días han de comenzar a
confundir la habitual con la imaginada. Máscaras que, llegado el miércoles de
ceniza volverán a meterse en el baúl, a la espera de mejor ocasión. Pues la
máscara, tradicionalmente asimilada al carnaval ha sido utilizada desde muy
antiguo para toda clase de festejos sociales, religiosos o mortuorios.
El miércoles de ceniza, sin embargo, la que se pone encima cualquiera de
los mortales que sigue la celebración del día es la del luto, la del acabóse de
la fiesta y torno a lo negro. Y entre lo negro del luto y las lágrimas tras la
máscara, el entierro de la sardina.
Que es cosa en la actualidad muy extendida esta de dar por finiquitado
el carnaval con el remate festivo del entierro del pez; tan extendida como
leyendas existen en torno a sus orígenes que, al final, pocos estudiosos han de
atreverse a fechar y poner cimiento a la obra, salvo en lugares como
Guadalajara, donde sí que tenemos la certeza de cuándo y cómo, por primera vez,
salió a las calles el cortejo sardinero rematando el carnaval.
La tradición atribuye al rey Carlos III la orden de enterrar una partida
de sardinas que llegaron a Madrid en tan mal estado que no hubo más remedio que
echarlas la tierra encima para que la pestilencia no se adueñase de la capital
del reino. Sabido es que el olor putrefacto del pescado trasciende más allá de
la mar. Lo que ya no está tan claro es en qué fecha sucedió aquello y en qué tiempo, que a juzgar por el olor tuvo que serlo en días de
bonanza, por aquello de que el frío conserva y el calor destruye. Claro que
también hay quien atribuye el hecho a cuestiones políticas, del rey Carlos con
alguno de sus ministros. Opiniones ha de haber para todos los gustos, de lo
contrario la vida nos sería mucho más dichosa. Lo que sí que está claro es que
una de las primeras representaciones pictóricas que de la procesión se tienen
es la de nuestro medio paisano –por cercanía provincial-, Francisco de Goya,
allá por el segundo decenio del 1800. De entonces a hoy las representaciones,
en lienzo y papel no han sido precisamente escasas. Como que el tema se presta
para la interpretación pictórica.
Ramón
de Mesonero Romanos, que en contar tradiciones madrileñas fue muy diestro, ya
dejó retratado en sus escritos cómo se llevaba a cabo la comparsa del entierro
en el Madrid de la década de 1840; entierro al que, en términos generales, se
decía que contaba con la asistencia de todo Madrid. Y anterior a don Ramón fue
un José Faraldo –o José de la Corte-, quien hizo descripción del santo entierro
sardineril en un año clave, el de 1808. A partir de estos, claro está, todos
los demás, desde Benito Pérez Galdós a Blasco Ibáñez, pues el entierro de la
sardina, pasados los fastos de la guerra contra los franceses y la primera
carlistada fue creciendo hasta llegar momento en el que se convirtió, en Madrid
desde donde se exportó al resto de la patria hispana, en el entierro más famoso
y popular que conocieron los humanos ojos pasando a ser una de las jornadas más
significativas del periodo carnavalesco. Quizá porque representada su final y
en él coincidían la muerte burlesca protagonizada por el pueblo, con la
sentencia eclesiástica del polvo eres y en polvo te has de convertir.
Era,
desde luego, en sus orígenes, uno de esos usos extravagantes a los que se
entregaban las gentes de baja condición, a juicio de los de alta, que se
continuó celebrando, cada año con más entusiasmo, hasta llegar a nuestros días,
con las lógicas interrupciones protagonizadas por pestes, guerras y
prohibiciones. A pesar de quedar regulado al menos desde 1822.
No fueron los pueblos de Guadalajara muy afines a la celebración hasta
los años finales del siglo XIX, y no en todas partes se celebró la comparsa.
Echando mano al relicario que es la prensa antigua apenas encontraremos datos
de dos poblaciones, Brihuega y Jadraque, en donde en los años finales de aquel
siglo y los comienzos del XX se tuvo presencia de la comitiva fúnebre del miércoles
de ceniza.
Pero
sin duda Guadalajara capital, quizá por la cercanía con Madrid, tal vez porque
quienes iniciaron el movimiento estudiaban en aquellas universidades, fue la
pieza maestra de la celebración, que nos contó, a su manera, el insigne periodista
Luis Cordavias, haciendo mención a la comparsa que en el mes de febrero de 1877
salió de la Plaza Mayor.
La celebración había comenzado unos años antes, en 1870, siendo en este
carnaval la primera vez en la que se celebró en Guadalajara el entierro que,
como Luis Cordavias contaba, fue funeral de tarde para el que se alquilaban
todos los asnos leñeros del Alamín y Bubierca, sin olvidar los machos del tío Sisón.
La iniciativa había partido de uno de aquellos guadalajareños que
estaban al todo, al plato y a las tajadas, don Miguel Mayoral quien, según
propio testimonio, de regreso de México arribó a La Coruña, en donde ya se
celebraba la cabalgata, y de allá nos la trajo, celebrándose aquel primer año,
en el que había tal entusiasmo por
figurar en la cabalgata que por el alquiler de disfraces se pagaban doscientas
y trescientas pesetas y no faltó quien deseando vestir con propiedad un traje
femenino consintió en que le perforasen las orejas para lucir magníficos
pendientes.
Se celebró ese de 1870, continuó con el siguiente, se interrumpió los
del 72, 73 y 74 y volvió a celebrarse en 1875 por tercera vez. A partir de ahí,
y hasta la década de 1930 continuó con mayor o menor éxito, exportado a las ya
dichas localidades de Brihuega y Jadraque, siendo aquí donde a través de los
asociados a La Benéfica alcanzó mayor popularidad, como colofón a uno de los
carnavales más llamativos de la provincia de Guadalajara, como se nos cuenta en
las crónicas de 1905 en que Bien entrada
la noche (del miércoles de ceniza), hizo su aparición la mascarada del entierro
de la sardina, llevando tras de sí al pueblo entero, como si se tratara de una
procesión de las de mayor fervor, celebrando con risas prolongadas la audición
de la célebre epístola de la badana y otros chistes de color. Sobre esbeltas
andas y entre caprichosos faroles llevaban una colosal sardina con
acompañamiento de muchas máscaras de blanco con antorchas encendidas, que daban
más realce a la fiesta con lo que se hizo un paréntesis al carnaval, que aún le
falta la cola, y esta ha sido el domingo de piñata.
En Brihuega se celebró en las décadas de
1880 y 90, dejando de hacerlo en 1895 para recuperarse en 1933 y, tras la
interrupción de 1936 y años siguientes, recuperarse, como en la mayoría de los
pueblos, a partir de 1977. Siempre y cuando el tiempo no lo impidiese, que
fueron muchos los años en los que la nieve no permitió entierro ni fogata; que
con el pasar del tiempo la sardina, en lugar de acabar hundida en la tierra
terminó siendo pasto de la hoguera.
Quizá
de los primeros años de la sardineril comparsa lo mejor sea el bando de 1877
repartido por don Miguel, convertido en Don
Sinforiano Iturriberrigoicoerroetacoechea, entre otros títulos, Caballero de la Orden del Cangrejo y
Dictador del Entierro de la Sardina, bando que, por supuesto, animaba a la
diversión, antes del duelo.
Así que, a don Miguel Mayoral debemos en Guadalajara el entierro del
que, dejó escrito, se confesaba del pecado de haber sido iniciador y
organizador.
Por cierto, aquellas sardinas de los tiempos de don Miguel Mayoral eran
de madera, forradas en papel de estaño, de semejante tamaño que para
trasladarlas al quemadero era preciso un camión del Cuartel de Ingenieros.
Tomás Gismera
Velasco
Guadalajara
en la Memoria
Periódico
Nueva Alcarria
Guadalajara,
1 de marzo de 2019
TIERRA DE ATIENZA
LA COLECCIÓN LITERARIA DE LOS PUEBLOS DEL COMÚN DE VILLA Y TIERRA DE ATIENZA
ALGUNOS TÍTULOS PUBLICADOS:
PALAZUELOS, SU CASTILLO Y SUS MURALLAS.
ALCORLO Y EL CONGOSTO.
Entre la Historia y el Agua
Alcorlo fue un pequeño pueblo de la
provincia de Guadalajara, situado en uno de esos lugares que hoy diríamos de
privilegio.
En un pequeño valle surcado por uno de los
principales ríos de la provincia, el Bornova. Cerrando el valle, dos grandes
promontorios rocosos, El Congosto, horadado de cuevas prehistóricas.
PALAZUELOS, SU CASTILLO Y SUS MURALLAS.
CORONA DE LOS MENDOZA
Palazuelos es
uno de esos hoy pequeños pueblos de la provincia de Guadalajara, a medio camino
entre Sigüenza y Atienza; pedanía de la primera, a la que desde hace
prácticamente cincuenta años pertenece como pedanía.
Un pueblo con
castillo, murallas y caserío, que ha sabido conservar su esencia un tanto
medieval, por el que, en cualquier momento, pudieran aparecer aquellos
personajes que han forjado su historia, o le han dado nombre.
BUSTARES Y EL ALTO REY
Hubo un
tiempo en el que, sin caminos que lo señalasen, atraídos por esa sana
curiosidad de subir a lo más alto y otear cuanto más horizonte mejor, los
hombres subieron a lo alto y nos dejaron sus reseñas.
Y a
pesar de que los tiempos han pasado, el Alto Rey siempre estuvo allí, y lo
continuará estando, aunque de los pueblos que lo miraron falten las gentes.
Allá arriba quedarán las leyendas vivas del monte mágico de la Serranía.
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