lunes, diciembre 10, 2018

JADRAQUE EN LA LITERATURA DEL SIGLO XIX. Compartió con Atienza protagonismo en la novela histórica y el teatro del siglo.


JADRAQUE EN LA LITERATURA DEL SIGLO XIX.
Compartió con Atienza protagonismo en la novela histórica y el teatro del  siglo.


   No está muy claro quién fue el escritor que puso en boga los nombres y escenarios de Jadraque y de Atienza en la novelística, o la literatura del siglo XIX, todo hace suponer que se trató del conde de Fabraquer en el caso  de Atienza y de Manuel Bretón de los Herreros en el de Jadraque. Lo cierto es que a lo largo del siglo, pasados los avatares que terminaron con la derrota de los franceses y tras la muerte de Fernando VII, hay un periodo poco estudiado para la historia de la villa atencina salvo lo publicado en la revista digital Atienza de los Juglares, que ha descubierto infinidad de personajes ligados con la gran historia de España y creado una ruta imaginaria en torno a los habitantes de las hidalgas casonas de la roquera villa. Digamos que el nombre de Atienza comenzó a recorrer a través de las páginas escritas de los libros, los cuatro puntos cardinales de España, haciéndose un hueco en la literatura, sobre todo en la novela histórica.



   Jadraque por el contrario lo hizo en los escenarios de los teatros ya que, a lo largo del siglo XIX el nombre de la villa se repitió una y otra vez en la capital del reino, desde esa primera ocasión en la que en 1835 Manuel Bretón de los Herreros hizo aparecer la villa del castillo del Cid en: El Hombre Gordo, hasta que Luis Mariano de Larra, el hijo de don Mariano José, la retrató en: El Bien Perdido.

   Por supuesto, también el conde de Fabraquer, al tiempo que dedicó a Atienza una de sus más célebres novelas cortas El Castillo de Atienza y el Señor de Palazuelos –por el amurallado pueblo de nuestros contornos-, se detuvo en Jadraque para hacer lo mismo, sacando a relucir la villa castillera en obras como: El Corregidor de Jadraque, o relatos con títulos muy al uso de la época: Basilina y Basileta o los huesos de las cerezas.

   Vieja costumbre, la de don José Muñoz Maldonado, de presentarse ante sus electores, ya que fue diputado al Congreso por la comarca, retratando sus pueblos en novelitas de cierto contenido histórico que verían la luz en la revista que durante años dirigió, El Museo de las Familias. Un don José, conde de Fabraquer, vizconde de San Javier y por parentesco, marqués consorte de Casa Gaviria, que dejó para la historia de esta tierra suculentas anécdotas, como la que dio cuenta de que, encontrándose en una de las posadas de Atienza, la de San Gil,  haciendo noche, sus adversarios políticos la prendieron fuego para así eliminar al contrincante, asándolo, venían a decir las crónicas. Cosa que al parecer, y después de que la noticia dio la vuelta al reino a través de algunos periódicos, no fue cierta. La intoxicación propagandística, a lo que se ve, ha funcionado desde siempre.



   También es cierto que por estos años de los que hacemos memoria, en Madrid residieron al menos media docena de naturales u originarios de las tierras de Atienza y Jadraque que, como dirían ahora algunos paisanos, escribían.

   No faltaron, en este siglo, las referencias a gentes que habitaron las calles de Jadraque y Atienza, entre ellos el famoso médico Gaspar Casal, a quien por algún tiempo se le tuvo como natural de esta tierra, siendo quizá su obra una de las primeras en las que se da, en el siglo XIX, algún dato de la Atienza urbana. Gaspar Casal, investigador de la pelagra residió en Atienza por espacio de cinco o seis años, y allí hizo grandes amistades, sobre todo con algún que otro farmacéutico que legó para la ciencia su saber, y su ingenio.

   Solemos, al hablar de la narrativa novelística de Atienza, centrarnos por encima de todo en Benito Pérez Galdós y su Episodios Nacionales, cumbre de la novela histórica del siglo XIX, e indudablemente un referente, si bien es cierto que don Benito hizo una descripción de Atienza algo sesgada, o demasiado personalizada en la idea que le transmitieron. Del mismo modo que lo hizo con la tierra de Jadraque, de la mano de su buen amigo don José Ortega Munilla, dejándonos páginas más o menos memorables a través de novelas como El  Caballero Encantado.



   Dejando a un lado a nuestro Conde de Fabraquer, y retornando al teatro, encontraremos el nombre de Jadraque en la obra Jadraque y París, del célebre político y literato Enrique Cisneros, entre otras; y hasta Jadraque llegó un buen día en busca de paz, reposo y una salud que no encontró, una de las más célebres poetisas del siglo XIX, pioneras en aquello de rimar versos y alentar el futuro de la mujer a través de la prensa, la asturiana Micaela de Silva, que se quedó a reposar a la eternidad en el cementerio jadraqueño.

   Y, entre tanto literato, cabe hacer mención de Manuel Fernández y González, un escritor olvidado y que fue, en el siglo del que hablamos, el maestro de la novelística.

   Hablar de Fernández y González es hacerlo de uno de esos grandes escritores que han dado las tierras de España, a la altura de los franceses Víctor Hugo o los hermanos Dumas, con quienes compartió años de existencia, de éxito, y con los que se lo comparó.

   Nació en Sevilla en 1821 y falleció en Madrid en 1888. Siendo uno de aquellos personajes de la bohemia madrileña que tanto han ilustrado la narrativa nacional.

   Su obra todavía está en gran medida por estudiar, ya que escribió más de trescientas novelas que lo hicieron gozar de una considerable fortuna, pues casi todas alcanzaron el éxito y el público las esperaba y devoraba, literalmente, de forma que, incapaz de escribir a mano tanto manuscrito, se valía de secretarios que lo hacían por él. Fernández y González dictaba y algunos de los muchos escritores, famosos posteriormente, que pasaron por su casa, trasladaba sus ideas al folio. En su gabinete se forjaron algunos flamantes literatos de la talla de Lucas Briceño o de Vicente Blasco Ibáñez.

   Lógicamente, como todo buen vividor bohemio que se precie, Fernández y González, que fue el mejor pagado de su tiempo, se arruinó y murió en la miseria, después de una vida de excesos, si bien su entierro fue de aquellos espectáculos que Madrid únicamente reserva a los grandes que patearon sus calles, o a sus reyes.

   Pero dentro de la producción de Fernández y González queda, al menos, una obra significativa, seguro que hay más. La moda impuesta en el siglo XIX de hablar de Atienza y de Jadraque a través de la novela llegó igualmente al gabinete de don Manuel, dejando los nombres de nuestras villas en una de sus más celebradas novelas históricas La Buena Madre.

   En ella nos hace memoria de una Atienza lejana y algo desconocida, por la distancia en el tiempo, a la que todavía se encontraba unida la tierra de Jadraque. La memoria de la regencia castellano-leonesa de María de Molina, pues en torno a ella se centra la novela. María de Molina es, por supuesto, La Buena Madre; su hijo, Fernando IV, pasó largas temporadas en Atienza. En la ya harto famosa Torre de los Infantes de nuestro castillo.  Una torre que, todavía, tras las pruebas de su existencia, algunas significativas mentes pensantes se niegan a reconocer que existió.

   Y es que la  memoria de nuestros pueblos, que en ocasiones parece que se nos agazapa por los pliegues de los cerros, a poco que los palpemos la encontramos con letras de molde, en lo mejor de la literatura española, puesto que páginas son de la historia.


Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la Memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 7 de diciembre de 2018




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