MEMORIA DE WENCESLAO
ARGUMOSA BOURKE
Más que el
nombre de una calle, un héroe del 2 de mayo
El espíritu de don Wenceslao Argumosa Bourke, de noble sangre cántabra
con mezcla de la vieja hidalguía inglesa, ronda las noches de luna llena, el
viejo Madrid; el que media por la calle de las Huertas y las plazas del Ángel y
Santa Ana, de las que fue vecino, y por cuyos entresijos debió de coincidir en
más de una ocasión con el viejo conde de Montijo, no el padre, sino el tío
abuelo de la emperatriz de los franceses. Y debe de rondar, digo, porque sus
huesos fueron enterrados en el viejo cementerio de la iglesia de San Sebastián,
vecino de la casa que habitó Luis de Góngora hasta que la mala uva de su casero
lo puso de patitas en la calle. Su casero, aquel espadachín con mala leche y
peores modos que se llamó Francisco de Quevedo. Y digo deben de rondar,
también, porque en una de esas, cuando se levantaron los huesos del cementerio
para dedicar el chaflán de la calle a usos más comerciales, sus restos, los de don
Wenceslao, se mezclaron con otros héroes de la Patria que por allí anduvieron
y: ¡vaya usted a saber dónde se encuentran!
Sí, fue un héroe de la Patria, a su manera, con la letra y la palabra,
principalmente, ya que fue uno de esos hombres que con letra y palabra alcanzan
la gloria. Y con los gestos, ya que sus gestos llevaron a un reino a ensalzar a
sus héroes. Su hermano, don Teodoro, que
no tiene calle, aunque también alcanzó la gloria, lo hizo con los cañones
del navío “Monarca”, en la Batalla de Trafalgar.
Ambos vieron la luz en Guadalajara donde su padre, don Ventura de
Argumosa y de la Gándara, lo fue todo: corregidor, intendente y subdelegado de
las reales fábricas de paños. Por parte de madre era descendiente del conde de
Clarinkard, uno de aquellos que, tras el paso de Felipe II por aquellas
tierras, las inglesas, se vino a estas por seguir manteniendo su religión, y
aquí se quedó. La madre de don Wenceslao se llamaba Concepción Bourke de Parry
y algunos apellidos más. Don Wenceslao nació el 27 de septiembre de 1761 y fue
bautizado en la iglesia de San Esteban.
La vida, que como en tantas ocasiones decimos es el río que nos lleva a
la mar, que es el morir, llevó a la muerte a los progenitores de nuestro
protagonista cuando este se encontraba todavía dando los primeros pasos por la
vida; estudiando en la capital de la provincia, unas veces con la madre, otras
con los jesuitas en el Jardinillo de San Nicolás, y muchas más con uno de
aquellos maestros particulares que, quienes se lo podían permitir, contrataban.
Un italiano de nombre César Branchi.
La orfandad llevó a nuestro héroe a ponerse en manos de su padrino y
tutor, don Francisco de Lorenzana, el famoso Cardenal, entonces en Alcalá,
donde se llevó a nuestro paisano, y en donde nuestro aplicado muchacho estudió
Filosofía; y acompañando al Cardenal continuó por Toledo, Madrid y Valladolid
ampliando estudios, de Derecho Civil y Canónico, antes de tomar el camino de
Bolonia, donde en aquellos tiempos se encontraba uno de los principales centros
de estudios para grandes genios de nuestros reinos, el Colegio de San Clemente
de los Españoles, del que llegó a ser historiador, Archivero Decano y
Catedrático de Cánones, antes de tomar el regreso a España en los primeros años
de la década de 1790.
En Madrid abrió bufete de abogado, como hoy diríamos, y por su despacho,
por aquello de que ya traía la lección aprendida y que su nombre sonaba a
historia; y que sus dotes de orador llamaban la atención en las tertulias de la
época, comenzaron a pasar los nobles de mayor abolengo, y los casos de más
enjundia, lo que, unido a su éxito en defensa de los intereses de su dispar
clientela lo llevó a ser, tal vez, el más mediático letrado de su tiempo.
En pleno éxito profesional contrajo matrimonio con una hermosa mujer,
descendiente de nobles apellidos, y pariente, como en los tiempos estaba
igualmente aceptado; doña Catalina de la Bárcena, que a poco que nos metamos en
esto de la genealogía veremos que también son cántabros sus orígenes. Del matrimonio
nacieron nada menos que diez hijos, todos, salvo la niña Luisa, fallecieron en
edad infantil. Asunto propio de épocas pasadas.
Llegaron los días en los que el mal gobierno del reino entregó este al
todopoderoso Napoleón; los días ácidos en los que las gentes del pueblo se
levantaron en armas contra los franceses; los fusilamientos del 3 de Mayo; los
años en los que los que los españoles se echaron al monte para, guerrilleando,
tratar de terminar con aquella ocupación y librar a España de sus desagradables
inquilinos. A nuestro hombre, desde Bayona, donde se establecieron los
consejos, lo llamaron para que se pusiese del lado de los enemigos; para ser
ministro del intruso rey José; y como no aceptó el trato, con otros españoles
salió prisionero camino de Francia, y en Francia y sus prisiones anduvo desde
aquellos inicios de la Independencia hasta que se logró expulsar de suelo
patrio al enemigo. Regresó, como lo hizo don Fernando VII, el rey que en poco
tiempo pasó de ser “Deseado”, a ser
“Indeseable”. El rey lo nombró héroe, le colgó unas cuantas medallas, le
dio títulos, lo nombró su Secretario y, entre otras dedicaciones, pasó a ser
abogado general de la Casa Real. También académico de las más importantes, entre
ellas la Real de San Fernando.
Cuentan sus coetáneos que fue el arriacense que con mayor intensidad brilla
en el foro español, donde precediendo a Arrazola (don Lorenzo, que llegó a
los más altos escalafones de la Patria),
llegó a igualarle, si es que no lo superó.
Como abogado nos dicen que era un portento de memoria, al extremo de no
leer pleitos sino por los extractos. Y
todavía nos dicen más: Hasta el fin de su
vida acompañó a Argumosa el exquisito acierto con que dirigió todos los
negocios que le confiaron. No extraña que fuese llamado para redactar el
Código Civil, y otras leyes de las que se comenzó a dotar la legislación
española.
Hizo algunos intentos de entrar en el mundo
de la historia a través de la literatura, y solicitó del entonces Príncipe de
la Paz, don Manuel Godoy, la licencia necesaria para meter las narices en los
reales archivos de los grandes palacios a fin de escribir sobre ellos,
complementando las obras de Antonio Ponz, permiso que le denegó Godoy, y obra
que se quedó sin hacer.
Lo que sí que llegó a publicar fue un
librito que es todavía, casi doscientos años después, lectura de cabecera de
aquellos tiempos que vivió y conto en primera persona: “Los cinco días célebres
de Madrid”. Que fueron, a su saber, el 19 de marzo de 1808, cuando Carlos IV
abdicó en Fernando VII encontrándose en Aranjuez; los sucesos del 2 de mayo de
1808 en Madrid; los del 1º de agosto tras la batalla de Bailén; la entrada de
Napoleón en Madrid; y la jura obligada de la Constitución por Fernando VII, el
9 de marzo de 1820, tras los avatares que a punto estuvieron de costarle la
corona.
Y todavía se hizo célebre por algo más, ya
que fue, sino el iniciador, si uno de los primeros en levantar la voz para
alzar un monumento a los héroes del 2 de mayo de 1808. Las crónicas de aquellos
tiempos, en los que nuestro ilustre paisano alzó la voz y tomó la pluma nos
dicen que propuso a la Real Academia de San Fernando, y esta aceptó, abrir
concurso para alzarlo. Y puso el premio que había de recibir el ganador, 20
doblones.
Lo ganó un notable arquitecto, don Isidro
González Velázquez. Se puso la primera piedra del monumento el 2 de mayo de
1821; la última, al mediodía del 25 de marzo de 1836; y se inauguró el 2 de
mayo de 1840. Sí, ya sabemos cómo van algunas cosas en palacio… despacio. Ya
había fallecido; lo hizo en Madrid, el 28 de noviembre de 1831 siendo, como
decía su lauda sepulcral: Buen esposo,
padre tierno, hombre de bien, célebre jurisconsulto, orador distinguidísimo…
Y su memoria, como la de los héroes, se
perdió cuando a alguien se le ocurrió que un cementerio, en el centro de una
ciudad… no podía ser.
Su memoria, lo aseguro, da para mucho más.
Tomás
Gismera Velasco
Nueva
Alcarria,
Guadalajara,
4 de mayo de 2018
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