El
de 1860, desde la torre de la iglesia de Miralrío
Hoy es algo que a nadie pilla de sorpresa, el que sol y luna se mariden
en unos segundos, mientras desde la tierra los humanos los miramos hacer con
ojos espantados y nos dedicamos a cavilar en torno a qué sucederá después.
Porque en todo fenómeno natural, es de suponerse, hay un después.
Aquel eclipse de 1860, que había de tener lugar un 18 de julio, a
distintas horas según los lugares, porque el sol y la luna son los mismos en
todos partes, aunque a veces cueste creerlo, habría de vivirse por la zona guadalajareña en torno al mediodía,
pasada la una y antes de las dos.
El antes y el después fue tan atrayente o más que el momento mismo, porque
durante meses se habló en la prensa de lo que podría, o no, ocurrir; con
animales, plantas, personas e, incluso, con el sol, por aquello de que la luna,
que como toda mujer es hechicera, podría arrebatarle la mirada.
El Gobierno del reino; entonces reinaba nuestra oronda majestad doña
Isabel II, por aquello de que España, a nivel europeo, era uno de los lugares
en los que por las condiciones ambientales y geográficas mejor podía seguirse,
designó una serie de lugares en los que serían recibidos los científicos y
astrónomos más significativos de medio mundo. Lugares tan atrayentes como los
altos picachos de la provincia de Guadalajara, que pillaban en la mitad del
reino y se podía ver al sol y a la luna venir y marcharse; los picachos
cántabros, por aquello de que por allí vendría; y las costas valencianas, por
donde tomarían las de Villadiego.
Tanta expectación levantó el asunto que Su Majestad la Reina anunció que
iría allí donde mejor se viese el enlace entre los astros. Y, como no podía ser
menos, lo mismo anunció su cuñado, don Antonio. Y como tanto cariño se tenían,
por la punta de atrás, Su Majestad la Reina y su cuñado, el Duque de
Montpensier, si la reina anunciaba que iría a Atienza, al día siguiente lo
anunciaba el duque, con lo que la reina, al tercero, daba cuenta de que lo
vería desde el Moncayo, y… terminaron viéndolo, el duque desde Sagunto y la
reina desde Aranda de Duero.
Sucedía que nuestra provincia, tan avanzada para según qué cosas pecaba,
por aquellos tiempos, de comunicaciones. Atienza y Jadraque estuvieron entre
los puntos centrales señalados por el Gobierno para recibir a las comisiones
extranjeras. El problema estaba en que, sin ferrocarril ni carreteras, ¿cómo se
hacía llegar hasta estos lugares el equipo científico?, y no sólo eso, a los
científicos mismos. Por lo que uno de los ejes centrales de la observación se
situó en la cima del Moncayo. Los europeos, desde Europa, podían llegar cómodamente
hasta Tudela y desde allí tomar una reata de mulas arrieras que los subiese a la
cumbre. Que así lo hicieron, entre otros, don Léon Foucault, el del péndulo,
que además era un entendido fotógrafo.
Advertencias las clásicas para la época: que se tuviese cuidado, en el
momento del suceso, con los caballos,
que se detendrían en seco en el momento en que el día se hiciese noche, aunque
por segundos fuere; que ojo con las aves, que volando dejarían de volar y
podían caer encima del paseante descalabrando al menos precavido… Cosas por el
estilo.
Claro está que los reverendos párrocos de aldeas, lugares y villas, en
previsión, y para ponerse, quien lo deseare, a bien con el Altísimo, anunciaron
que durante los días previos, y en los momentos de mayor gravedad, mantendrían
abiertas de par en par las puertas de iglesias y capillas, con exposición
permanente del Santísimo, para invocar el celestial consuelo.
Hubo alcalde que, hechas cuentas, y tratando de calmar a sus
administrados, emitió bando con significativa elocuencia en la que venía a
decirles que no habían de temerse cosas malas; que esto, lo de los eclipses, ya
venía sucediendo desde siglos atrás en Europa, y el que sucediese en España era
algo bueno, porque nos hermanaba con los europeos. Que entonces España era,
para algunos asuntos, más que el Sur de Europa, el Norte de África.
Se estaba llevando a cabo, por aquellos días, la construcción de la vía
férrea que desde Madrid, siguiendo la línea del Henares, atravesaría
Guadalajara para llegar a Zaragoza primero y Barcelona después. La línea férrea
que trazó, o de la que sacó tajada, nuestro amigo el bueno de don José de
Salamanca y Mayol, que pocos años antes había expoliado, como arrendador, las
salinas de Imón y La Olmeda. Expoliado porque se había llevado los beneficios
sin invertir en su mantenimiento con la anuencia gubernativa; mantenimiento al
que estaba obligado.
E
ideó don José la manera de que el eclipse se convirtiese en el lanzamiento
publicitario de su vía férrea, desde Madrid hasta las cercanías de Jadraque,
que eran los tramos que ya estaban, más o menos, en función. Hasta Jadraque no
llegaban, pero poco faltaba.
Y
don José encargó a su hijo, don Fernando, la expedición que había de llevar, al
confín del mundo, es decir, Atienza o Jadraque, a los expedicionarios. Los
expedicionarios: el marqués de la Vega
de Armijo, el duque de Sexto; diputados, senadores, banqueros… La flor y nata
de las glorias del reino. Que pudo, también, llevar a Su Majestad la Reina y a
Su Alteza, el Duque de Montpensier, aunque estos declinaron la invitación.
Y
se montó un convoy especial que, desde Madrid, los llevase hasta… hasta donde
pudiera llegar el ferrocarril. Y madrugaron, porque el tren salió puntual, a
las siete y media de la mañana, con previsión de llegar, a donde fuese, a eso
de la una del mediodía, porque lo del sol y la luna tendría lugar a eso de la
una y media.
A
las nueve y media de la mañana llegaron a Guadalajara, dos horas en tren pasan volando aunque abren el apetito, por lo
que en nuestra capital se sirvió a los invitados un suculento desayuno, a base
de chocolate y picatostes sin descender de sus coches correspondientes claro
está, mientras se daba tiempo a que llegase, para unirse a la comitiva, el
señor Gobernador Civil de la Provincia, D. Pedro Celestino Argüelles, y altos
representantes de las Alcarrias. Como don José de Salamanca había pensado en
todo, incluso en lo de que les entraría la gazuza por el camino, se llevó, para
aplacar los estómagos más exigentes a quien entonces era, en la capital del
reino, el mago de los fogones. Don Emilio Lhardy. El del figón de la Carrera de
San Jerónimo.
Los
excursionistas se entretuvieron demasiado escuchando las ventajas y encomios
que, en torno a la vía férrea y sus puentes, les fueron detallando al por menor
los ingenieros de la obra, y cuando quisieron darse se les echó la hora encima.
El jefe de la expedición advirtió que ni a Jadraque podrían llegar, por lo que
tres o cuatro kilómetros antes de alcanzar los pies del castillo del Cid
hubieron de descender sus señorías. Claro, previsto estaba el por si acaso, y
los arrieros de los pueblos vecinos prevenidos con sus caballerías para subir a
sus señorías a los altos de Miralrío donde, abierta a propios y extraños, como
en media España, se encontraba la iglesia. Condes, duques, marqueses, banqueros,
ilustres y excelentísimos, que quisieron asumir el riesgo, tomaron por la
embocadura de la escalera de la torre de la iglesia hasta llegar a su
campanario poco antes de que, allá en el horizonte, sol y luna comenzasen el
baile que preludia la cópula astral.
Extasiados contemplaron el evento. Tanto que el cronista de la
expedición, escribió: Hacía el Norte y a una distancia que perfectamente se dominaba
con la vista se destacó majestuosa la sombra que debía recorrer 2.000 leguas y
que pasó el horizonte en pocos segundos. Hacía el sur se descubría el día,
aunque modificada su claridad. Y en Miralrío se retrocedió a los primeros
crepúsculos de la mañana. Dudamos que pueda ser más placentero observar un
eclipse total bajo la zona de completa sombra que en el término medio elegido
por la comitiva de aficionados a quienes con tanta finura obsequió la empresa
de los ferrocarriles de Madrid a Zaragoza…
Porque después llegó el suculento ágape,
preparado por el Sr. Lhardy junto al castillo de Jadraque, para celebrar que no
pasó nada. Que la tierra, y la Naturaleza, siguieron su curso.
Bueno, unos cuantos descalabrados hubo. De
aquellos que, por mejor ver, se subieron a los árboles, torres y tejados y, de
la emoción… Pero ni pararon en seco los caballos, ni se helaron las fuentes, ni
corrieron a ocultarse las gallinas, ni se cayeron los pájaros.
Alguna cosa más pasó, pero eso se cuenta en
“El Moncayo de Foucault”, que es otra
historia. Lo que está claro es que, desde los altos de Miralrío y Jadraque, se
tiene una de las mejores vistas de la provincia, hacía la Serranía y al valle
del Henares, que es conjunción de Huertos y Castillos en la prosa de José
Antonio Ochaíta, de amaneceres cálidos y atardecidas radiantes.
Tomás
Gismera Velasco
Nueva
Alcarria/Guadalajara/9 de febrero 2018
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