viernes, junio 23, 2017

ATIENZA: LA TORRE DE LOS INFANTES. Fue la torre residencial del castillo de Atienza. El Cardenal Cisneros retuvo en ella al último mariscal de Navarra.



ATIENZA: LA TORRE DE LOS INFANTES.
Fue la torre residencial del castillo de Atienza.
El Cardenal Cisneros retuvo en ella al último mariscal de Navarra.

  
   El paso del tiempo ha legado a la historia de Atienza los restos de un castillo altanero. De una impresionante fortaleza de la que, al día de hoy, tan sólo tenemos a la vista lo que se supone fue “torre del homenaje”. Ese retrato literario que nos pinta la peñasca de Atienza como si fuese el espolón de un buque desarbolado bogando por los mares cerealistas de la Castilla milenaria. Cualquiera que se acerque a ese buque desarbolado no encontrará, al día de hoy, más que esa torre del homenaje; la reinterpretación de la entrada y sobre la base de la peña dos aljibes horadados en la roca con tracería morisca y más de mil años a sus espaldas, a punto de desaparecer por la acción del tiempo y falta de remiendo que los saque de la miseria. 





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    Fuera de la peña, sobre una terraza del terreno, lo que en tiempos fue el albacar de la fortaleza, o el patio de caballos, como en Atienza se llegó a conocer; capaz de albergar entre sus muros, a juzgar por las informaciones del siglo XIX, hasta quinientos hombres con todo su equipo.

   Y muy pocas referencias encontrará quien lo visite en torno a la “Torre de los Infantes”, o ninguna, a menos que lea el reciente libro que cuenta su historia, la del castillo y su tétrica torre. Porque los historiadores del siglo XX la han pasado por alto. 



   Fue, sin duda, el lugar más funesto, y más histórico, del recinto amurallado del castillo. Sus últimos restos desaparecieron mediada la década de 1960, cuando se reconstruyó la entrada. La torre se derrumbó parcialmente en el otoño de 1877. A pesar de aquel derrumbe, Manuel Pérez Villamil, quien la pateó dos años después, dejó escrito: “Dos años hace que vino al suelo un torreón cuadrado que debajo de la torre del SE., se levantaba y en el cual subsistían perfectamente caladas las simbólicas ladroneras de los ballesteros, formando una cruz rasgada sobre la mira circular. Este género de ladroneras caracteriza tan fielmente el tiempo de las cruzadas, que no sería aventurado suponer que los caballeros templarios u hospitalarios tuvieron grande intervención en la construcción de esta fortaleza. Fundo mi opinión en los restos de construcción que subsisten caracterizando el tipo arquitectónico de esa época, en que el estilo gótico lucha con el sajón y revela las innovaciones introducidas en la arquitectura militar por los primeros cruzados, que trajeron del Asia importantes descubrimientos. El corte de las arcadas; el tipo de los muros, la disposición de los adarves y troneras, todo está declarando su abolengo.

   Se levantaba esta torre a la izquierda de la entrada principal (conforme accedemos al recinto), formando conjunto con los cuadrones del arco de entrada, y adosada a las murallas que rodeaban la peña y que –aunque ligeramente exagerada en la interpretación-, podemos situar observando las imágenes.

Interpretación del castillo de Atienza en el siglo XVI, con la torre de los Infantes a la derecha


   La primera intervención histórica documentada debemos situarla con anterioridad a la reconquista de Atienza por Alfonso VI; ya que en ella tuvo lugar el famoso enfrentamiento a espada entre Almanzor y Galib, su suegro. Desde ella, nos cuentan los anales de la historia, se lanzó Almanzor para escapar a una muerte segura. Ocurría en torno al año 980, y regresaría poco después, vencedor en mil batallas, para destruir Atienza y con ella su fortaleza; que fue posteriormente reconstruida.

   Resulta altamente dudoso que cuando Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, atravesó estas tierras, si es que lo hizo, la de Atienza fuese la “peña muy fuort” del romancero; que fuerte peña sería, pero con castillo y murallas ruinosas, también es cierto. Debemos de entender que era poco menos que una miserable ruina, puesto que la reconstrucción total llegaría mucho tiempo después, con Alfonso VIII quien, con mucha probabilidad, al igual que sus descendientes de menor edad, dieron nombre a la “torre de los Infantes”.

   Entonces Atienza crecía por el lado opuesto al que hoy lo hace, o lo hizo. Miraba a Castilla, de donde podía venir el enemigo. Tras la reconquista comenzó a mirar al Sur y tenderse por  la ladera. La Atienza que hoy conocemos. La primitiva, la villa propiamente dicha desapareció  en 1446, tras la devastación a que fue sometida por las tropas castellanas en la guerra “de los Infantes de Aragón”. La destrucción la ordenó el Condestable Álvaro de Luna, a quien no ha mucho se le rindió homenaje en la villa que destruyó y a la que puso fuego.

A la izquierda quedan los restos de los muros de la torre de los Infantes. La entrada al recinto se reinterpretó hacía 1967

   Para entonces la Torre de los Infantes había sido residencia de Alfonso XI, en menor edad; de Enrique de Castilla, “El Senador”; de  María de Molina y, por supuesto, de cuantos reyes en Castilla fueron. Tras la guerra, y su reconstrucción, la torre sería la residencia de sus alcaides, de los Bravo de Laguna, principalmente. Lugar de nacimiento de Juan Bravo, de Luisa de Medrano, de Francisco de Segura… y de toda una pléyade de personajes que han dejado su nombre en la historia, de Castilla, de la literatura, o de la política.

   También fue uno de esos lugares que la historia cuenta y después esconde. Fue, tras la unión de reinos a través de los Reyes Católicos, una de las más tenebrosas “prisiones de Estado”.

Restos del cuadrón de la torre de los Infantes, hacía 1930.

   El primer inquilino de la torre, que se sepa, fue Diego López de Madrid, autoproclamado “Obispo de Sigüenza”, quien la ocupó junto a sus hermanos y criados entre 1467 y 1470. El último, que tengamos noticias, un caballero portugués, de nombre Don Arnaldo, quien en unión de un fraile de la misma nacionalidad fue llevado a la torre a purgar culpas en 1524, acusados ambos de “andar en tratos con Francia”. O sea, de ser espías.

   Entre medias algún obispo, o arzobispo, unos cuantos caballeros de alcurnia; el último mariscal de Navarra y, por supuesto, el duque de Calabria, don Fernando de Aragón a quien su tío, Fernando de Aragón también, mandó traer desde Nápoles con toda su corte en 1502. Sus acompañantes, nos cuenta la historia, fueron ejecutados apenas pusieron en Atienza sus pies. Años después, el duque de Calabria, convertido en virrey de Valencia, ocuparía otro castillo próximo, el de Jadraque, como consorte de doña Mencía de Mendoza. Once años pasó don Fernando entre los muros de la torre, hasta 1513 en que fue trasladado al castillo de Játiva.

   El relato de cómo era la torre nos lo dejó escrito uno de sus alcaides, Juan Ortiz Calderón a requerimiento del Cardenal Cisneros, cuando en Atienza, y en la torre, se encontraban prisioneros los principales capitanes navarros que trataron de restituir aquel trono en la cabeza de Juan de Albret en 1516. Eran estos el Mariscal don Pedro de Navarra; Juan Ramírez de Baquedano, señor de San Martín y Ecala; los capitanes Petri Sánchez y Juan de Olloquí y Yatsu, señor del palacio de su apellido; Pedro Enríquez de Lacarra; Antonio de Peralta, primogénito del marqués de Falces y de doña Ana de Velasco, defensora del castillo de Marcilla; Francés de Ezpeleta, señor de Catalaín hijo del Vizconde de Valderro; y Valentín de Yatsu. Media familia de San Francisco Javier.

Restos de uno de los aljibes, trazados con anterioridad a la Reconquista


   Aquí cabría la pregunta de ¿por qué Francisco Layna que recopiló parte de la historia de Atienza y su castillo, y los historiadores que lo siguieron, no nos hablaron nunca de esta torre? Y todos ignoramos la respuesta.

   Contaba la torre con tres plantas. La baja en la que se encontraban las celdas, en número de cuatro, con sotacámara, y ventanas con barrotes que daban a la villa, a las que se accedía a través de una escalera abierta a ras de suelo. Escalera que subía a la planta noble, con otras tantas estancias, y daba acceso al garitón, coronado por una campana que se hacía sonar en caso de peligro. Nadie, de no ser llamado a toque de aquella campana, podía acceder a menos que se arriesgase, bajo el imperio del terror impuesto por el alcaide Ortiz Calderón, a perder una mano en la ocasión primera; en la segunda una pierna y, en la tercera, la vida.

   La estancia en ella de los distintos prisioneros, es otra historia.

Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la Memoria
Periodico Nueva Alcarria
Guadalajara, 25 de junio de 2017




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