HISTORIA DE LAS SALINAS DE TIERRA DE ATIENZA
LAS SALINAS DE GUADALAJARA
Tomás
Gismera Velasco
Las
Salinas de Guadalajara
La de Guadalajara es, sin lugar a dudas, la provincia que más industrias
salineras tuvo en funcionamiento desde los tiempos de la dominación romana de
la península, hasta los años finales del siglo XX. Hasta doscientos pozos
estuvieron funcionando en las comarcas de Atienza-Molina de Aragón-Cifuentes. O
lo que es lo mismo, cerca de doscientas explotaciones salineras, muchas de las
cuales fueron clausuradas por Felipe II en 1562, en el gran “estanco de la sal”, llevado a cabo por
el monarca a fin de recaudar fondos, elevando el precio del producto, para así
llevar a cabo la construcción del Monasterio de El Escorial, entre otras
actuaciones. No es el único, palacios, monasterios y conventos se levantaron o
tuvieron una ayuda para su construcción o mantenimiento con el producto de la
sal de Atienza, desde el Monasterio de Santa María de Huerta al de las Huelgas
Reales; desde el Palacio de Oriente de Madrid, al de la Granja de San
Ildefonso; desde Toledo a Palencia reyes y nobles quisieron engrandecer su
nombre con donaciones en sal, que era tanto como darles una renta vitalicia.
Un patrimonio, el salinero, que está desaprovechado. Resulta lastimoso
recorrer al día de hoy las antiguas explotaciones para verlas en un estado de
ruina lamentable, cuando podrían ser un gran atractivo turístico para algunas
comarcas, como sucede en otras regiones.
Los grandes almacenes comenzaron a levantarse en 1591 y finalizaron con
la administración del atencino Pedro de Elgueta Vigil, a finales del siglo
XVII.
Algo
de Historia
Para entender la historia de las salinas de la hoy provincia de
Guadalajara habría que remontarse a tiempos prehistóricos, cuando los primeros
pobladores de nuestro suelo se dieron cuenta de que la sal conservaba los
alimentos. Fue quizá el primer conservante conocido, y fue, en tiempos
medievales, “como el petróleo” de la
época; desde que el rey Alfonso X decretase que pasaban a ser patrimonio de la
Corona. Con anterioridad habían pertenecido a particulares, desde los tiempos
de la romanización, hasta el de la reconquista. Y desde entonces sólo el rey
concedía privilegios sobre la sal. Algunas continuaron en poder particular
hasta 1562, las menos. Por supuesto que no pertenecieron a cualquiera. Las
casas de Alba, Mendoza o Medinaceli, son algunas de las que suenan en las
primitivas salinas junto, claro está, los reyes de Castilla.
Las salinas de Guadalajara se agruparon en lo que se denominó “Salinas del partido de Atienza”, o de
Tierra de Atienza, con lo que han pasado a la historia. En el siglo XIX, tras
el desestanco oficial, pasaron a denominarse “Del Distrito Salinero de Atienza” en las que, además de las de
Guadalajara, se incluyeron las de la cercana tierra soriana de Medinaceli. Las
famosas salinas de la Soga que pasaron por varias manos hasta quedar en las de
los duques de Medinaceli junto a las de una buena parte de la comarca de
Molina.
Diez
siglos de historia
Diez siglos de historia se resumen en el libro “Historia de las Salinas
de Tierra de Atienza”, un compendio histórico que relata siglos de trabajo en
los pozos salinos de Guadalajara, recorriendo los distintos estados por los que
las salinas fueron pasando hasta ser uno de los principales recursos de la
corona castellana, ya que la sal de Atienza llegó a generar el 20 por ciento
del producto interior bruto del reino; además, si hacía falta dinero para la
guerra, para hacer un camino, para un gasto extraordinario, se incrementaba el
precio de la fanega; con un aliciente añadido: cada ciudadano estaba obligado a
consumir determinada cantidad de sal al año, por ley. Lo mismo que los rebaños
de ovejas o los animales de trabajo.
El primer censo de población conocido en España fue para regular
precisamente el consumo de sal, es el
conocido como “Censo de la Sal”,
elaborado en el siglo XVII. Nadie podía sustraerse a un consumo obligatorio
generador de unos ingresos siempre necesarios en las arcas del Estado. Las de
Atienza fueron, desde siempre, las más productivas y mejor valoradas de España.
Hasta el punto de que, cuando en 1869 se llevó a cabo el definitivo desestanco
de la sal, los diputados nacionales barajaron la posibilidad de que las salinas
de Imón quedasen en propiedad del Estado, ante el temor de que la sal de Imón
no llegase a Madrid y el pueblo se levantase contra los políticos.
Desde que pasaron a la corona castellana las salinas se gobernaron por
arrendadores y administradores, principalmente de origen judío; alguno de los
cuales tuvo su residencia en Atienza como cabeza del partido y por ubicarse en
la villa el “juzgado de la sal”, así
como por estar próxima la aduana de la sal castellana, que se encontraba en
Campisábalos, si bien los principales y más conocidos arrendadores fueron
segovianos y catalanes que tuvieron, incluso, su propio ejército, el de los “albaleros”, suprimido en el siglo XIV
debido a sus muchos abusos, y reconstituido con una guardia de salinas que se
denominó “Resguardo de la Sal”,
antecedente de la Guardia civil. Los hombres del resguardo de la sal recorrían
las explotaciones para evitar robos, tráfico ilegal, etc. El tráfico y consumo
ilegal estuvo penado incluso con la muerte.
Las
fronteras de la sal
También la sal tuvo fronteras. La de Atienza recorría lo que hoy serían
las regiones de Castilla-León, Madrid y parte de Castilla-La Macha y
Extremadura, abasteciendo a varios millones de persones, mientras que en ellas
trabajaban, en época de recolección, varios cientos, con un curioso y completo
reglamento que se mantuvo en vigor desde la época de los Reyes Católicos al
siglo XIX, y que se incluye en el libro.
Los caminos salineros de Molina a Guadalajara y de Imón a Burgos, trazan
un recorrido que ha sido sustituido por las actuales carreteras, mientras que
hasta la década de 1920 eran carretas de bueyes las que transportaban la sal a
los alfolíes. Alfolíes reformados a mediados del siglo XIX, cuando el famoso
marqués de Salamanca, último arrendador de las Salinas de Atienza, reformó el
mercado con la introducción de la “venta
al menudeo”, en cualquier tienda. El marqués de Salamanca obtuvo el
arrendamiento por seis años, entre 1841 y 1847, practicando en ellas un “absoluto esquilmo”. Las arrendó por algo
más de treinta millones de reales y obtuvo un beneficio de 75 millones, con lo
que comenzó su fortuna, dejándolas, al término del contrato, en la práctica
ruina; incluso, para no dejar rastro de su incumplimiento, ya que estaba
obligado a los reparos, hizo desaparecer toda la documentación histórica de sus
archivos.
El
desestanco de 1869
Con el desestanco llegó el libre comercio y la lucha política y
empresarial por la dominación del mercado. En Guadalajara las cuatro grandes
explotaciones que entonces estaban en funcionamiento, Imón, La Olmeda, Almallá
y Saelices salieron a subasta, al igual que Medinaceli. Nadie pujó por Almallá,
Saelices y Medinaceli. En cuanto a La Olmeda la disputa estuvo entre los
antiguos banqueros de Isabel II, encabezados por Segundo de Mumbert, y un
importante grupo económico-político, liderado por el soriano Miguel de Uzuriaga
quien, finalmente, se hizo con ellas. Las de Imón pasaron a pertenecer a otro
importante grupo económico liderado por empresarios catalanes y aragoneses a
cuyo frente se encontraba José María Hueso. Mientras, las antiguas salinas
medievales se las disputaban los políticos y empresarios de Guadalajara
ligados, principalmente, a la política. La lucha llevó a que se forzase a que
nadie pujase por ellas en las primeras subastas, obteniendo así quienes fueron
finalmente sus adjudicatarios, una rebaja de más de un millón de reales.
Una a una se detallan las explotaciones conocidas, y de las que no queda
memoria, desde Miedes y Romanillos de Atienza, pasando por Alcuneza, Anquela,
Terraza, Santamera o las cerca de cincuenta poblaciones en las que hubo
industria salina; sin olvidar las decenas de donaciones reales a monasterios,
conventos o catedrales, desde las primeras conocidas al clero de Sigüenza,
hasta la última concedida al Monasterio de Santo Domingo el Real de Madrid, ya
en pleno siglo XVII.
El
libro de la Sal de Guadalajara
Es, sin duda, una de las historias más completas y tal vez necesarias de
las que hasta ahora carecía Guadalajara. Convirtiéndose en el primer libro que,
en profundidad, trata de una industria que generó los principales recursos a la
provincia hasta el siglo XIX, que se complementa con una completa y exhaustiva
historia de todas y cada una de las explotaciones que se abrieron desde 1869 a
lo largo y ancho de la provincia, hasta su desaparición, forzada en la mayoría
de los casos por la carestía de los transportes. Desde mediados del siglo XIX se
trató de tender una línea férrea que recorriese las principales zonas
industriales de la Serranía, desde Hiendelaencina, pasando por Atienza, que
enlazase con Imón y La Olmeda. Hasta cuatro intentos de trazado se relatan en
la obra; ninguno se llevó a término porque, desde Guadalajara capital se
pensaba que los únicos beneficiarios serían gentes de fuera. Industriales que
habían venido a invertir a la provincia, pero que no pertenecían a ella.
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