ATIENZA:
EL MOLINO DEL HOCINO
Tomás Gismera Velasco
El conocimiento de los molinos, o la técnica
de moler, puede remontarse a 10.000 años atrás en la historia, cuando se datan
los primeros molinos de mano que consistían en dos piedras una fija y otra en
forma de rodillo con la que se ejercía la presión suficiente para triturar el
grano.
Este molino de mano se fue perfeccionando con la introducción de piedras
circulares, la de arriba provista de un mango, girando alrededor de un eje,
sobre la de abajo; al mismo tiempo que aumentaba el tamaño de las piedras.
Molino de mano que sería modernizado por los romanos, al introducir en él unas
piedras más grandes y circulares.
El molino de agua ya fue utilizado por los griegos en torno al siglo I
antes de Cristo y su tecnología se conoce por la descripción que de ellos hizo
el arquitecto romano Vitrubio; se trataba de una rueda hidráulica vertical
provista de unas paletas planas que giraban por la acción del agua; este giro
se transmitía a través de engranajes a un eje vertical que accionaba la muela
giratoria. Debajo estaba la muela fija y entre ellas se machacaba el grano.
Estos molinos hidráulicos se utilizaron por los romanos al mismo tiempo que los
de mano.
En siglos posteriores serán los árabes quienes perfeccionan el molino
hidráulico e introducen mejoras en el molino de rueda horizontal y en los
batanes de paños.
En España, con la Edad Media y la dependencia de los cereales para la
alimentación, se extienden extraordinariamente, llegándose a contabilizar más
de 8.000.
Tratadistas e ingenieros como Juanelo Turriano, en España, y los
enciclopedistas en Francia dedicaron su esfuerzo a la tecnología de los molinos
hidráulicos y a difundir su conocimiento.
En 1478 el médico de Isabel la Católica, Pedro de Azlor, inventó un
nuevo sistema para la molienda y obtuvo una de las primeras patentes conocidas
sobre el molino de rodezno; y más adelante, en el siglo XVI, Pedro Juan de
Lastanosa, al tiempo que escribiese su famosa obra sobre “Los veintiún libros
de los ingenios”, inventó el molino de contrapesas y perfeccionó el de regolfo.
Por otra parte, la construcción y gestión de los molinos harineros dan
lugar a toda una legislación que aparece tanto en los Fueros como en las
distintas recopilaciones de leyes y ordenanzas con el fin de regular su
funcionamiento. La importancia de los molinos en la vida económica de la
sociedad rural española llega prácticamente hasta después de la Guerra Civil,
aunque su máximo esplendor lo alcanzan entre los siglo XIV y XIX, cuando ya
comienza su declive.
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Tal vez la referencia más antigua de la existencia de molinos y batanes
en Atienza, así como en su comarca, se encuentre en el archivo de la clerecía,
ya que en la comarca un buen número de los molinos que se levantaron desde el
siglo XIII en adelante pertenecieron al Cabildo de Clérigos o al Concejo. Estos
tradicionalmente los cedían a cambio de una renta anual, ya fuese en dinero o,
más comúnmente, en especie. Más adelante alguno de estos pasó a pertenecer a la
nobiliaria familia de los Bravo de Laguna
Conocemos a través del Catastro de Ensenada que en esta época había en
Atienza cuatro molinos harineros, y si bien no figura número de batanes, sí al
menos el número de personas dedicadas a oficios de pañería es elevado.
De los cuatro molinos que se citan, Molino Blanco, del Moral, Hocino y
Molino de Abajo, únicamente tres llegaron al siglo XX, el llamado Molino del
Hocino y el Molino Blanco, ambos a la margen izquierda del arroyo Pelagallinas,
o más comúnmente denominado “río de la Estrella, o de las Huertas”, al noroeste
de la villa. El tercero, el Molino del Moral, se encontraba en los límites de
Atienza con la población de La Miñosa, y al igual que el llamado Molino de
Abajo, aprovechaba las aguas del río Bornoba.
No obstante, si bien en esos parajes de la villa, únicos que por las
condiciones de terreno e hidráulicas podía sostenerse la existencia de molinos
y batanes, en las poblaciones del entorno el número de molinos, desde Atienza
hasta la línea divisoria de la provincia de Guadalajara con las de Soria y
Segovia, se aproximaría al centenar.
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Los cuatro molinos ubicados en tierra de Atienza respondían a una
construcción clásica en la zona, piedra y mampostería, en planta rectangular y
cubierta a dos aguas.
Conocemos que el Molino Blanco, constaba, mediado el siglo XIX, “de
varias habitaciones y local donde está el artefacto, que consiste en una
piedra”.
El del Moral era “de construcción regular, en piedra de mampostería, en
estado regular y cubierta a teja vana”.
El de Abajo se encontraba levantado “en piedra y mampostería, en estado
de ruina”.
El del Hocino “con fábrica de dos pisos, conteniendo el primero un
portal, cuadra, cocina y el sitio del molar, y el segundo un cuarto techado y
dos pajares a teja vana, con una sala de dos alcobas, paso para la misma y tres
cuartos a teja vana”.
Los cuatro estuvieron habitados por las familias del molinero rematante,
quienes disfrutaban de la correspondiente huerta, era y campo de sembradura.
Siendo habitual la posesión de tres o cuatro mulas de acarreo, cerdos, gallinas
y, ocasionalmente, alguna cabra. Animales empleados unos en el traslado de la
molienda a las poblaciones, y otros utilizados como sostén alimenticio de la
familia.
Su construcción debía de contar con todos los permisos y autorizaciones
del Concejo o autoridad de la tierra en la que se asentaba; autoridad que, a su
vez, imponía sus normas sobre caudal de agua, balsas, etc. Siempre atendiendo a
las leyes reales.
“La altura de la presa ha de quedar reducida a 17 pies de altura.
Se han de establecer portillos de desagüe, con sus correspondientes
compuertas, que se abrirán cuando se intercepte la entrada del agua a las
máquinas… Etc.”[1]
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El reflejo en la literatura y en la cultura popular del oficio de
molinero es una consecuencia de su importancia en la sociedad rural durante
muchos siglos. Los conocimientos de molinería, normalmente se transmitían de
padres a hijos.
Familias enteras se han dedicado a través de generaciones a trabajar en
los molinos, en algunos casos permaneciendo en un mismo molino durante toda su
vida laboral o cambiando a otro en función de las ofertas. Otra forma de
acceder al oficio consistía en comenzar como aprendices con un buen maestro
molinero y pasar después al arrendamiento de otro.
Mientras realizaba las labores más sencillas el aprendiz conocía y
empezaba a dominar los secretos de la molinería y las tareas más delicadas, como el repicado de
las piedras.
Cuando alquilaban a sus propietarios los edificios del molino,
generalmente dotados también de vivienda para la familia del molinero e incluso
con un huerto para cultivar los productos de consumo familiar y cuadras y
gallineros para los animales de labor y otros animales domésticos.
El pago, en especie o en metálico, era abonado anualmente, en lo que se
denominó “pago a cosecha vencida”.
De lo ya escrito se deduce que el oficio de molinero está asociado a la
figura del hombre. La mujer del molinero sólo en casos excepcionales realizaba
el trabajo de este y, desde luego, nunca los trabajos de acarreo y repicado.
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El molino, para su perfecto funcionamiento,
constaba de varias dependencias, todas ellas dentro del recinto, o en sus
inmediaciones:
Balsa.- Lugar donde se almacena el agua, situada por encima del edificio
del molino, y que se dirige hacia el cubo.
Cubo.- Construcción realizada en piedra de sillar, cuya misión principal
es la de lograr una mayor fuerza en la incidencia del agua sobre el rodete y
así asegurar el movimiento. La altura rondaba los cuatro metros. En su parte
inferior concluía en una boca estrecha o caño, que transcurre por el interior
de la pared del cubo hacía el cárcavo. La parte final se denominaba botana.
Botana.- Posee una portezuela que mediante una barra de hierro,
denominada gayata o aldaba, era manejada desde el interior por el molinero. Le
permitía abrir o cerrar, según las necesidades, el paso del agua hacia el
rodete.
Rodete.- Era una rueda de madera formada por un número variable de
radios, donde incidía el agua para hacerlo girar. Habitualmente la madera era
de sabina, por su dureza. El rodete estaba montado sobre un eje vertical, de
altura variable, según la del molino.
La Balsa, Situada sobre el cárcavo, sus piezas más llamativas son las
ruedas o piedras, denominadas muelas:
Solera.- Es la piedra o muela inferior y fija, se sitúa sobre una mesa o
bancada, generalmente de obra, que la sustenta y sobre la que se nivela con
cuñas o piedras. En el centro de la muela solera se colocaba la embocadura, dos
semicírculos de madera que cumplían la doble misión de direccionar el barrón e
impedir la caída de grano al cárcavo.
Volandera.- Es la muela superior, que gira sobre la solera apoyada en el
barrón mediante una pieza de hierro denominada lavija. Al hueco existente en la
piedra para alojar la lavija se denomina lavijero.
Las muelas podrían dividirse en tres partes, según su misión dentro de
la molienda. El pecho u holladura, que es la parte más próxima al ojo y se
encarga de repartir el grano por el resto de la muela. El antepecho, que se
localiza entre el pecho y el moliente, donde se parte y rompe el grano
separando la cáscara. El moliente corresponde a la parte exterior de la muela, donde
muele y da lugar al salvado, para que este se vaya enrollando y no se convierta
en polvo. A las estrías de las muelas se les denomina rayones.
Tambor o guardapolvo.- Hecho de madera cubría las muelas, y su misión
era evitar que la harina quedase extendida alrededor de las muelas,
dirigiéndola a un único punto de salida, el harinal.
Tolva.- Un depósito elaborado en madera, de forma piramidal, donde se
depositaba el grano dispuesto para moler, y que tenía que alimentar las muelas.
Harinal.- Lugar al que llegaba la harina ya molida, en forma de cajón de
madera, situado bajo el hueco del tambor.
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El Molino del Hocino era gestionado por Francisco Hernando en 1752,
arrendado en treinta y cuatro fanegas de trigo puro. Su estimación de utilidad
anual era de novecientos sesenta reales.
Pasó a la familia Delgado Asenjo a fines del siglo XIX, explotándolo
hasta el fallecimiento del titular, Antonio Delgado Romanillos, en 1912, cuando
pasó a Cipriano de Blas, quien lo mantuvo hasta 1945, año en el que se hizo
cargo del mismo el titular del molino de Naharros, quien a su vez lo pasó a
manos de Eulogio Abad, natural de Galve de Sorbe, en 1955, el hijo de este,
Angel Abad, fue el último molinero, trasladando parte de la maquinaria, mediada
la década de 1960, a la villa de Atienza, funcionando hasta la década de 1980,
tras el cambio de motores, empleando en ellos la energía eléctrica.
Es el que, con absoluta seguridad, más datos y testimonios escritos se
conservan, ya que perteneció en el siglo XVI, al clérigo de la villa Gregorio
de Ágreda, quien pleiteó durante largos años con algunos de sus familiares por
su posesión, estando en arrendamiento desde 1597 a la familia y descendientes
de Alonso Pérez y consortes con quienes disputaron la propiedad los herederos
de García Bravo de Lagunas, herederos a su vez de Magdalena Bravo de Lagunas
quien, al parecer desde los años finales del siglo XV venía ostentando su
propiedad, figurando entonces como molino de “Locino”.
El del Hocino, en la actualidad, se encuentra arruinado, e incluso parte
de la piedra que compuso su edificación, desapareció.
Añadiremos por último una de esas curiosidades que nos pasan
desapercibidas y que nos cuenta nuestro compañero de redacción Juan Luis López
Alonso: casi siempre, en las escrituras que firmaban los molineros se incluía
alguna de esas cláusulas que hoy no entenderíamos y que tienen su explicación;
los molineros no podían tener en los molinos cerdos ni gallinas. Se supone que
el molinero lo podía engordar a costa de los labradores que llevaban su grano a
moler, y no habría forma de probar lo contrario.
Hoy ya es historia. De lo que no cabe la menor duda es de que los
molinos, tan arraigados a la vida campesina, son parte del paisaje de nuestros
ríos y se han convertido en mudos testigos de un pasado no muy lejano. Unos
testigos silenciosos que, poco a poco, comienzan a ser historia bajo un montón
de piedras que se desploman.
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