ENTRE BODEGAS Y TEJARES ALCARREÑOS
Las bodegas de Gárgoles de Abajo sobrepasan el centenar, se introducen en las oquedades de la tierra culebreando treinta o cuarenta metros.
A las puertas cerradas del parador, que siguen siendo las mismas que conoció el viajero Cela, pero sin perro rufo, peludo y gruñón, ya no hay muleteros ni carros. Ni sobre los tejados, en cuclillas, hacen las necesidades los chiquillos, hoja de gordolobo en mano. Frente al parador, que tiene ese aire de los edificios en los que el tiempo se detuvo y se pararon los relojes en una hora imprecisa, las bodegas, que sobrepasan el centenar, se introducen gusaneando la tierra hasta los treinta o cuarenta metros. Ya apenas se pisan uvas en sus jaraíces para que el resultado fermente en las tinajas y se guarde en frascas de cristal de cuatro a seis arrobas, como antaño. La filoxera acabó con la mayor parte de la viña de la zona en el primer tercio del siglo XX.
Sin embargo, Gárgoles de Abajo, con la soledad y el silencio de sus calles, se mantiene como refugio veraniego para quienes tuvieron que marchar; con la inmensa mole de su iglesia dominando el caserío, y el descanso sombreado de su alameda, frente al parador, donde el agua mana fresca y abundante a través de su fuente centenaria.
Frente a Gárgoles de Abajo ya se observan las otras dos "tetas" que le han crecido al paisaje de la Alcarria. Las chimeneas de la Central Nuclear de Trillo que, lo queramos o no, han cambiado la fisonomía de estos pueblos a todos los niveles, pues ahora, quien mas, quien menos, obtiene de la central un rendimiento, ya sea en urbanismo dentro de los pueblos, en luz eléctrica o en mano de obra, y sus beneficios saltan a la vista.
Después de verlas viene el espectáculo de admirar la vega del río Cifuentes, el corazón de la Alcarria, por donde el viajero caminó hacía Castilmimbre, que está empingorotado como un crestón en el cerro, por encima de las choperas, antes de continuar hacia Gualda donde olía a espliego, a retama, a tomillo, ajedrea, aliaga y romero, conmueven la gayuba y la sabina y el olor áspero del boj, y pasan las aguas últimas que se retienen al final de la culebra que forma el pantano de Entrepeñas.
Antes de llegar al Barranco Grande, bajando por la calle del Mayorazgo, se encontraba una de las más hermosas almazaras de la zona, por donde también se alzaba el molino de harina, y el viajero contempló por la vega, quizá, quizá, la última pareja de bueyes tirando de un carro, y al carretero guiándolos con la vara sobre el yugo, y pudo ver uno de los últimos tejares que hubo en la provincia, todavía en funcionamiento, entre Gualda y Durón, el tejar de los Ranas, donde utilizaban una tierra blanquecina envuelta en agua, amasada con los pies, moldeando la teja con un galápago de madera antes de tenderla a secar en la era.
-La tierra se sacaba durante el invierno –le contaron al viajero-, la mejor época por el poco trabajo del campo.
Tras dar cuerpo a las tejas y una vez estas estaban secas en la era, siempre con el peligro de la tormenta que diera al traste con el trabajo de varios días, se iban acumulando en un almacén y cuando había en él unos cuantos miles se metían al horno, a cocer durante veinticuatro horas para volver nuevamente al almacén, a esperar a que viniesen por ellas.
-Para retejar la casa, o hacerla nueva, pagando como dice el refrán, a tocateja, y aquello si que eran tejas de calidad, y no las que se hacen hoy en día, con máquinas y como quien dice, a lo loco.
El viajero también conoció al señor Mariano, el tejero más rico con el que pudo enhebrar la hebra mirando un paisaje de embrujo y recordando tiempos pasados. El señor Mariano le recordó al viajero que llegó a la tejería como mozalbete, y cual si fuese el guión de una obra de teatro, se enamoró de la única hija del dueño, se casó con ella, vivieron las penurias de la guerra y a la vejez, mirando al mar, trataba de dar cuerpo al libro de su vida.
-Pero yo no me hice rico con las tejas –corrigió el señor Mariano-, yo como me hice rico fue vendiendo el tejar...
Las viejas fotos que mostró al viajero de lo que fuese la extensa era, en la que se tendían sus tejas al sol, son hoy un laberinto de calles en las que se tienden, uniformados, los chalets adosados.
TOMAS GISMERA VELASCO
Arriaca/Febrero 2011