La Virgen de la Hoz domina, en la comarca de Molina, una Naturaleza de excepción
Pasados los términos municipales de Concha, Pardos, Canales, Herrería y
Rillo se alcanza a situar las casas de Corduente, también el castillo de
Santiuste, el de la mala sombra, como lo definió el docto historiador Francisco
Layna Serrano. También se descubre un paisaje que comienza a experimentar un
gran cambio en comparación con lo que queda por detrás, se comienza a parecer
al ideal de la belleza que cada cual lleva escrito en su mente, a pesar de que,
como decía Miguel de Unamuno, no hay paisaje feo, sino formas de descubrirlo.
A lo lejos, al amparo de su
milenaria fortaleza y emblemática torre, queda Molina de Aragón, o de los
Caballeros, que tanto da; una de las pocas ciudades con las que cuenta la
provincia. El titulo se le concedió el 9 de julio de 1812 a petición de don
Fernando López Pelegrin, representante de Molina en las Cortes de Cádiz, como
premio a la labor, numantina y romántica, en letras de don Claro Abánades, de
resistir antes que entregarse a los invasores mandados por el general Roquet en
octubre de 1810. Ardió parte de la ciudad el 2 de noviembre y sobre sus
cimientos se levantó la actual.
La madre Naturaleza ha jugado a
la zona de Molina la mejor de las batallas, levantando impresionantes cantiles
de piedra que juegan a esconder el Barranco de la Hoz, al que no sin poco
esfuerzo han ido mellando las aguas, desde los primeros días de la fundación
del mundo, hasta forjar la impresionante maravilla que hoy nos brinda. La misma
que nos hace chicos ante tanta grandeza natural.
Adentrándose por los caminos
que conducen al Barranco de la Hoz, tras dejar atrás las casas de Ventosa, se
observa como los riscos se dibujan como pastelillos de hojaldre dulzón salidos
del horno del Creador, y se encoge el ánima vagando por caminillos cientos de
veces andados por miles de peregrinos que en mejor o peor ocasión han acudido y
acuden, cuando el espíritu necesita restregarse el alma con la humildad, a
sentirse dichosos y pequeños a un tiempo ante la grandeza natural, que aún con
los avances del siglo no sería capaz de tallar el ser humano. Los pinos juegan
al equilibrio asomándose a los barrancos por encima de los cantiles, y el musgo
trepa y pinta las rocas de las umbrías, tiñendo de verde los ropajes de la
piedra. Haciendo que se sienta la soledad grave del entorno; el silencio; el
juego de luces y de sombras; la grandeza de la vida natural; el disfrute del
paisaje de su tierra a quien ya se ha acostumbrado a ver y contemplar otros
paisajes.
El río Gallo baja fuerte, con
la gravedad y señorío de sentirse dueño de un entorno de privilegio. Sabedor
quizá de que sin él, sin sus aguas obreras, sin su descenso lento o acelerado,
cuando la corriente se estrella y estrecha y las choperas se abrazan de un lado
al otro del cauce, esto no podría haber sido posible.
La historia ha pintado de
leyenda el entorno y la mano del hombre, buscando la soledad y el recogimiento
ha hecho todo lo demás; ha labrado un santuario y acudido después en romería, a
rogar y dar gracias. Cuenta la tradición que uno de aquellos primeros devotos
que comenzaron a labrar las piedras yace para la eternidad untado en ellas. No
hace más allá de cien años alguien, quizá reconstruyendo, halló junto a los
pilares los huesos que juzgaron entonces de gigante, de uno de aquellos alarifes,
obreros o devotos.
Contemplando el inmenso
escenario del teatro de la vida, se puede cualquiera imaginar el desfilar
penitente de los Capirotes de Tierzo, viniendo a dar gracias a la Señora por
haberlos librado de la peste allá por los siglos medievales. Acudiendo en
procesión nocturna y silenciosa de teas encendidas, avanzando por el páramo y
metiéndose en el roquedal, iluminando las sombras. A los romeros del Butrón, de
Molina de Aragón, haciendo gala de fé, o a todos los peregrinos de Pentecostés,
el día en el que se celebra la aparición de la Virgen, desperdigándose a la
vera del río en cualquiera de esos domingos en los que las lenguas del Espíritu
Santo parecen descender sobre la tierra, después de ver a la Señora salir a las
puertas de su casa. Para dedicarle sus versos:
Quizá sea preciso poner las
manos en las gruesas paredes; sentir la emoción de leer los versos dedicados a
la Señora por Josepe Suárez de Puga, y untarse en el agua de la fuente a la que
acudían los peregrinos.
Es la Hoz del río Gallo, el
lugar en el que se dibuja el Santuario, uno de los parajes más hermosos
elegidos por la naturaleza, y toda una aventura lanzarse a subir los más de
doscientos peldaños que desde la parte posterior de la ermita conducen a lo
alto de la roca en una especie de escalera de caracol crecida a la montaña;
aventura dichosa para ir disfrutando en el ascenso de la placidez serena del
barranco, que se va quedando abajo con la boca abierta y grande por la que
bajan las aguas del río hasta encontrarse en su punto justo con el Tajo; y que
un día, bastante lejano, llegaron a alzarse por encima del barranco, por donde,
en los cantiles, dejaron su marca.
EPISODIOS DE LA PRIMERA GUERRA CARLISTA (El libro, pulsando aquí)
Desde los altos cantiles,
mirando al río y al santuario, que a los pies quedan, es el mejor lugar para
entonar los versos de Suárez de Puga; esos que dicen:
Y después, salir del Barranco
por el lugar por el que se accede, tras patearlo a capricho y regresar a
caminos abiertos en busca de las primeras aguas del Tajo, por Peralejos de las
Truchas.
A un lado se queda Lebrancón,
que suena a jauría de lebreles, o a plaga de liebres, agazapadas como el
pueblo, mirando de reojo hacia la vega del río, donde la tierra es húmeda, tan
húmeda que se tragó una yunta de bueyes mientras araban, en tiempo de los moros, que es tanto como
decir que fue en tiempo indefinido. Vienen después las tierras de Valhermoso,
Cuevas Minadas, Escalera o Fuembellida; míticos nombres que siguen sonando a
leyenda cantada en el romancero castellano.
En Tierzo escribió la tierra el
drama de la muerte; y en Torete hubo una fábrica de hierro y fundición de acero
que comenzó su andadura en 1834, aunque ya de aquello no queda nada.
Seguro que Tierzo no hubiese
deseado pasar a la historia del suceso por aquel acto en el que murió Francisco
el Pañero, por unas pocas pesetas de
los inicios del siglo pasado, que cobraron sus asesinos, tres esquiladores de
ovejas, quienes después de darle muerte, meterlo en un saco y arrojarlo a un
pozo, confesaron el crimen que pudo ser y es guion novelesco.
En Salinas de Armallá, el caserío que se levantó a la vera de Tierzo,
también hubo sal, como en Saelices, que lleva el nombre de la Sal, y en tantos
lugares más de la comarca. Las albercas en las que el agua aguarda su
evaporación, dejando en el fondo el blanco rastro de lo que fuese valioso
mineral, se tienden al aire, como quien se pone a tomar el sol.
Sal y vida donde hoy no queda
más que el recuerdo, memoria y añoranza. Esperanza también. En medio de un
paisaje hermoso, sin igual, guardado por la Reina del Señorío. El Señorío de
Molina, de Molina de Aragón, o de los Caballeros, tanta da.
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 13 de noviembre de 2020
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