LA NECROPOLIS DE CERROPOZO, EN ATIENZA
Por
Tomás Gismera Velasco
Corría el año 1928 cuando se comenzó a
trazar la carretera que, desde Atienza, conduce a Hiendelaencina a través de
Naharros.
Ya se habían llevado a cabo las obras que
desde Hiendelaencina, y a través de Cogolludo, conducían a Guadalajara, obras
que se prolongaron a lo largo de varios años. El último tramo, el de
Hiendelaencina a Atienza, se encomendó a la contrata dirigida por Juan Bruna,
de Hiendelaencina, quien comenzó sus trabajos en dicho pueblo, abriendo la caja
de la actual carretera a fuerza de pico y pala, y con alguna pequeña y
primitiva maquinaria. Carretera que, con los sucesivos arreglos y ampliaciones,
ha llegado a nuestros días.
En los últimos meses de dicho año de 1928,
con Atienza a la vista, y al llegar a la altura del altillo de Cerropozo, en
las inmediaciones de la ermita de Santa Lucía, mientras la maquinaría iba
abriendo camino, comenzaron a encontrarse algunas piezas de hierro antiguas,
uno de aquellos extraños tesoros que los obreros atribuyeron “al tiempo de los
moros”, como solía ser costumbre en la época con todos aquellos hallazgos.
Lo encontrado, espadas herrumbrosas,
cuchillos, lanzas y toda una serie de herrajes, fue repartido entre los propios
obreros, así como entre el encargado de la obra, Juan Bruna, quien a su vez, y
por la curiosidad del hallazgo, hizo múltiples regalos entre gentes de Atienza
y Hiendelaencina. Alguno de aquellos objetos fue a parar al entonces diputado
provincial, don Luciano Más, e incluso el párroco de Atienza, don Julio de la
Llana, fue obsequiado con una hermosa lanza.
Años antes, en la prolongación de la
carretera de Berlanga, al pie del cerro del Padrastro y a la altura de la
actual Fuente de la Mona, se habían encontrado algunas piezas semejantes que,
más o menos, fueron repartidas de igual manera; y unos años atrás, en 1913 y en
Hijes, con la misma casualidad, se había descubierto una necrópolis ibérica que
llevó al marqués de Cerralvo, a través de don Julio de la Llana, entonces
párroco de Miedes y por correspondencia de Hijes, a estudiarla con
detenimiento, pasando muchas de las piezas allí encontradas a la colección
particular de Cerralvo, otras pasaron al Mueso Arqueológico Nacional, y otras
pocas quedaron en manos de quienes las hallaron pensando tal vez que lo que
tenían en sus manos era un tesoro de incalculable valor.
Cuando en aquel mes de diciembre de 1928
comenzaron a aparecer aquellos objetos en Cerropozo, y tras llegar a don Julio
de la Llana la famosa lanza, este, no conformándose con tener aquella pieza
como mero recuerdo, comenzó a escribir a amigos y conocidos dando cuenta del
hallazgo, e igualmente lo hizo a la prensa provincial ensalzando lo encontrado
y pidiendo ayuda para que todo aquello no se perdiese sino que, por el
contrario, alguien más entendido que él se hiciese cargo de una posible
inspección y su correspondiente estudio:
“Los obreros de la carretera han descubierto
por el altillo de Cerropozo espadas antiguas, frenos de caballo, fíbulas,
broches mohosos y enseguida ellos y nosotros hemos formulado el interrogante
¿de dónde proceden?
No cabe en mi presunción resolver esa
incógnita, pero me permito recordar que en 1913, en una necrópolis que por
orden del Excmo. Sr. Marqués de Cerralbo se estaba descubriendo en el pueblo de
Hijes, tuve ocasión de ver objetos muy parecidos a los aquí encontrados, más
cortas las espadas y más deleznables…
A las preguntas que hice al encargado del
trozo en que se descubrieron los objetos arqueológicos, me contestó amablemente
diciéndome que aquí las armas no se habían encontrado en hoyo, sino esparcidas;
que no aparece estela funeraria de sepulturas, ni urnas, pero si pizarras de
plano que parecen lápidas y que sí que le sorprendió que la tierra de aquel
sitio era distinta a la del resto del suelo. La contestación, para los arqueólogos
¿no será una necrópolis?”
Cuando don Julio de la Llana envía esas
cartas y hace esos comentarios corren los primeros días de enero de 1929, y uno
de los receptores de aquella misivas será el párroco de Membrillera, don Justo
Juberías Pérez, arqueólogo y colaborador de don Juan Cabré en múltiples
trabajos, y alumnos y herederos a su vez, de la obra del Marqués de Cerralbo.
Don Justo Juberías no tarda en dar a conocer
a don Juan Cabré las noticias que le llegan de Atienza y, tratando de buscar
los medios para llevar a cabo una inspección en toda regla dando por buenas las
noticias que le envía el párroco de Membrillera y este a su vez las de don
Julio de la Llana, se dirige a través de varios escritos a la Junta Superior de
Exacavaciones y Antigüedades, para solicitar permiso a fin de llevar a cabo los
trabajos necesarios, así como la consiguiente subvención con la que costearlos.
Anuncia en su escrito que, en caso de que la Junta no conceda cantidad alguna
para llevar a cabo los trabajos necesarios, estos serán pagados de su propio
bolsillo.
La Junta Superior de Excavaciones y
Antigüedades, a la que llega el escrito a finales del mes de enero, y tras una
reunión previa el día 29, anuncia al señor Cabré la autorización para llevar a
cabo dichos estudios preliminares, concediéndole una subvención de 1.500
pesetas para llevarlos a cabo.
La noticia es recibida por don Julio de la
Llana con la alegría correspondiente, puesto que es urgente llevar a cabo
aquellos trabajos puesto que la carretera avanza y, en caso de encontrarse allí
lo que imagina, todo podría ser destruido o caer en manos de personas extrañas,
haciendo que todo desaparezca.
Le llega a través de una carta de don Justo
Juberías el 7 de febrero:
“…te advierto que algunos, con gran ligereza
de juicio creyeron que se trataba de una cosa imaginaria…”
Igualmente, y en la extensa carta, le
anuncia la visita del señor Cabré junto a sus más íntimos colaboradores, para
el día 11. Entre esos colaboradores estarán, por supuesto, el propio Juberías
así como la hija de Cabré, Encarnación, quien desde que tiene uso de razón
acompaña a su padre en todas sus inspecciones arqueológicas, y es la encargada
unas veces de realizar las fotografías sobre el terreno, y otras de levantar planos
y de realizar la recomposición de las piezas a través de sus dibujos.
Igualmente les acompaña su capataz de obras, José García Cernuda.
Los visitantes son recibidos por don Julio
en la plaza de San Juan, y este, previamente a llevarlos al lugar en el que se
realizan los trabajos, los acompaña a visitar la villa en unión del alcalde,
don Trinidad Galán. Es la primera vez que Juan Cabré y su hija se encuentran en
Atienza. La visita es seguida con cierta expectación por los vecinos, e incluso
por los chiquillos del pueblo, que los siguen hasta el castillo. Entres los
invitados a conocer a don Juan Cabré, y si lo desean acompañarles al lugar del
descubrimiento, se encuentran los propietarios de las tierras en las que
aparecieron aquellos objetos, don Eloy Asenjo, de Atienza, y don José Gamboa,
de Sigüenza. Ambos, a través de documento escrito, autorizan los trabajos que
han de llevarse a cabo, y aunque don José Gamboa lo hace por carta y no se
desplaza hasta Atienza, don Eloy Asenjo si que acompaña en la inspección
preliminar al equipo de don Juan Cabré.
Tras la obligada visita al pueblo, al
mediodía de aquel 11 de febrero, en los vehículos de Cabré y de don Justo
Juberías, se trasladan hasta el altillo de Cerropozo, donde los aguarda el
señor Bruna con su cuadrilla y este da cuenta de todos los pormenores del
hallazgo, así como de las personas a las que se les entregó alguna de las
piezas, en su mayoría personas de Hiendelaencina, así como los anteriormente
citados señor Más y Julio de la Llana, así como al maestro de Naharrros, don
Pedro del Olmo, quienes confirman a Cabré que harán entrega de lo que
recibieron del señor Bruna. Don Julio de la Llana entrega su famosa lanza;
Luciano Más una espada de antena, don Pedro del Olmo una hoja de espada y una lanza,
y el propio Bruna el grueso de lo
recogido: una espada de antena, una hoja de espada, catorce lanzas, dos bocados
de caballo, un filete de doma de caballo, unas trébedes, clavos, fíbulas, y
toda una serie de objetos que serán donados al Museo Arqueológico Nacional.
Don Juan Cabré, previamente a comenzar las
excavaciones, realiza un extenso trabajo de campo en la zona, que abarca desde
las inmediaciones de la ermita de Santa Lucía, hasta el los altos del Hontanar,
e incluso parte de la Bragadera, donde encuentra toda una serie de piedras
talladas que le confirman la impresión primera de que por aquella zona hubo,
efectivamente, un poblado íbero.
Llama su atención, en aquella primera visita
al lugar en el que se hicieron los hallazgos, la ausencia de cerámicas,
probablemente diseminadas con las explanaciones del terreno. Piezas que
posteriormente hallará y, una vez iniciados los trabajos, irán apareciendo toda
una serie de tumbas con sus correspondientes ajuares.
El informe que eleva a la Junta Superior de
Excavaciones es extenso y minuciosamente documentado:
“En el lugar preciso del hallazgo de la
aludida raedera discoidal, o sea, a 100 metros de la ermita de Santa Lucía, los
desmontes de tierra para la explanación de la carretera dejaron al descubierto
una gran extensión de restos de construcciones de apaarejo muy tosco, régulas
de aspecto romano, cerámica, huesos humanos, mucha tierra negra y cenizas y
algunas piedras, al parecer todavía hincadas. Este lugar, ¿será una de las
ramificaciones de la necrópolis o simplemente indicios de viviendas de época
indeterminada, predecesora a la actual construcción de la ermita?
A unos cuatrocientos metros del Alto de
Cerropozo, y a la derecha del collado, por el que pasa la nueva carretera, se
acusan perfectamente cimientos de construcciones antiguas y se llama a dicho
lugar Casarejos. Tal despoblado, ¿pertenecerá acaso a las mismas gentes de la
necrópolis?
Los obreros que intervinieron en el vaciado
de la caja de la carretera en el Altillo de Cerropozo creían cándidamente que
las armas y otros objetos que se encontraron serían abandonados en la refriega
de una gran batalla campal que se libró allí entre moros y cristianos”.
Tras aquella inspección visual, comenzaron
los trabajos de excavación, sacando a la luz toda una serie de objetos:
“Lo primero que se halló fueron dos lajas de
pizarras, que juntas la una a la otra descansaban en sentido plano sobre el
nivel de la gravilla. Eran de contorno rectangular, de unos cuarenta
centímetros de lado y ni encima, ni debajo, ni alrededor de ellas, había
objetos arqueológicos”.
Era una decepción, por supuesto, no
obstante, las piezas que le habían sido entregadas evidenciaban lo que allí
hubo, por lo que los trabajos debían de continuar:
“A los 2,60 metros de ellas, y a unos
sesenta centímetros de profundidad, encontramos la primera sepultura…”
A aquella primera le seguirían otras veinte,
en las que fueron apareciendo piezas que el propio Cabré comparó con las
halladas en el castro de las Cogotas, en Cardeñosa, provincia de Avila,
emparentando así a los primitivos pobladores de aquel castro atencino, con los
vettones avulenses de la cultura de los berracos.
Las excavaciones se prolongaron desde la
primavera hasta el verano de aquel año de 1929, elevando don Juan Cabré su
Memoria a la Junta de Excavaciones Arqueológicas a finales de aquel mismo año,
pidiendo que se habilitasen fondos para demarcar la zona y proceder a nuevas
excavaciones, que no volvieron a realizarse:
“Por último, referente al emplazamiento de
cuantas sepulturas hemos podido determinar, no se observa un plan metódico.
Halláronse las tumbas dispersas, sin orden, a diferente distancia entre si y profundidades, con estelas y urnas,
o sin ellas, estas calzadas y sin calzar, y recubierta a veces la superficie
del terreno en que yacían los ajuares funerarios y los ustrino con una capa o piedras de pequeño tamaño.
Esta necrópolis ofrece singularidades propias, muy dignas de consideración para
el estudio de la Segunda Edad del Hierro de la Meseta Castellana, y su mayor
parte pertenece, probablemente, al pueblo celtibérico, pero al primer periodo
de su desarrollo”.
Don Julio de la Llana trató por todos los
medios de que aquellos trabajos se reanudasen, e incluso de que se acotase el
terreno, para que se llevase a cabo en él una especie de parque para el estudio
de aquella cultura, el propio Justo Juberías le había confirmado la importancia
de los hallazgos:
“La necrópolis es notable bajo todos los
puntos de vista, histórico, religioso y científico. De Atienza se ha escrito
mucho, como de todas las ciudades antiguas; los descubrimientos del señor
marqués de Cerralbo demuestran hasta la evidencia que Atienza fue muy poblada
en la época neolítica, y en sus términos inmediatos existen monumentos de arte
rupestre, como cavernas artificiales, cerámica, hachas, flechas y curiosísimos
grabados… Atienza está en el corazón de estos descubrimientos, y esta nueva
necrópolis aclara muchas cosas.
Te felicito, como atienzano y como
sacerdote, esta clase de estudios han puesto en muy alto el nombre de nuestra
Diócesis, porque no hay otra que presente tantos descubrimientos en España,
algunos, únicos en el mundo”.
El trabajo de don Julio de la Llana
concluía, no obstante, había dejado para el futuro una interesante aportación
para la historia de Atienza:
“Me felicito pues de mi humilde actuación de
que no haya pasado desapercibido mi sencillo trabajo para que Atienza, que ya
ocupa relevante lugar en la historia, sea conocida también bajo otros aspectos
y figure en los libros de texto de los centros docentes con motivo de estos
estudios”.
Don Julio de la Llana aspiraba a que, una
vez iniciados aquellos trabajos, se continuase por otros lugares, ya señalados
por el marqués de Cerralbo en sus visitas a Atienza:
“Existen algunos abrigos que yo he visitado,
uno de ellos llamado “Las Cuevas”… Hay otra caverna curiosa en el sitio
denominado “Los Arenales”, picada en la roca, de entrada angosta, que tuerce a
la derecha y luego se ensancha, midiendo unos cinco metros de ancho por unos
cincuenta de largo y otro tanto de alto. Cerca de la entrada se halló cerámica
que nuestro amigo señor Juberías calificó de ógnica. Sobre una peña notamos
algo así como una figura estilizada…”
Pero llegó la república, después la Guerra
Civil y, más tarde, el olvido definitivo de la Necrópolis Ibérica del Alto de
Cerropozo en Atienza, del que únicamente, y como curiosidad para los
visitantes, quedan las piezas halladas por Cabré y por el señor Bruna, como
testigos mudos de lo que Atienza fue hace miles de años, en el Museo
Arqueológico Nacional.
La memoria e informe de dichas excavaciones,
junto a las láminas que acompañan este trabajo, fueron redactadas por el equipo
de don Juan Cabré y presentadas a la Junta Superior de Excavaciones y
Antigüedades, que las publicó en 1930, bajo el título de “Excavaciones en la
necrópolis celtibérica del Altillo de Cerropozo, Atienza (Guadalajara),
practicadas bajo la dirección de don Juan Cabré, con la colaboración de don
Justo Juberías”. Se editaron en Madrid, en la imprenta de la tipografía de
archivos. Las reseñas y testimonios de don Julio de la Llana pertenecen a sus
propios escritos.