LA MAGIA DE LA NAVIDAD.
Por
Tomás Gismera Velasco.
Quizá hayan pasado más de treinta años.
Pero aquellas antiguas navidades, por el tiempo transcurrido, eran algo
diferentes a las de hoy, quizá por la inocencia de la niñez, pero había algo en
el ambiente que invitaba a soñar, a imaginar e incluso a tratar de componer ese
mundo de ilusiones que la Navidad, el Año Nuevo y los Reyes Magos, parecían
acarrear.
La magia, y la ilusión tenían cabida en los
escaparates del Estanco, único comercio del pueblo que por aquél entonces
animaba la Navidad infantil, mostrando a través de los cristales un conjunto
enorme de juguetes de lata, un variopinto mundo de muñecos, un universo entero
de color, y algo más, todas las figuritas del Belén, que cualquiera pudiera
soñar.
Figuritas
de barro, coloreadas, con su propia animación, gestos y estampas, que hacían
soñar. Ocurría en los primeros días de diciembre, cuando ya los fríos, los
hielos y las nieves, se habían adueñado casi de improviso del entorno, y el
Alto Rey mostraba su capa de armiño, como casi toda la sierra.
El Sacristán de la iglesia de San Juan daba
la salida oficial, cuando con unas cuantas cestas, adelantándose a todos,
acudía en busca del mejor musgo, por los alrededores del bario de Santa María
del Valle, con el que componer el monumental Belén de su iglesia, los
chiquillos lo hacíamos después, para recoger los restos. Pocas eran las casas que durante esos días no
reservaban un lugar de honor para instalar el Nacimiento, dibujando sobre una
mesa, montañas, verdes paisajes en los que pastaban ovejas de plástico, un
riachuelo de cristal en el que nadaban decenas de patos, y un castillo, del que
salían los Magos de Oriente camino del Portal, y que avanzaban, día a día,
unos pocos centímetros.
En
la confitería se vendían tabletas de guirlache y algún que otro mantecado, todo
con mucha miel y mucha almendra, y todo reservado para la noche grande, la
Nochebuena.
Tenían un olor especial las calles del
pueblo y todas las casas. De las cocinas escapaba el apetitoso aroma del buen
asado, el mejor pollo del corral, una suculenta sopa con algo de la matanza, y
los dulces, y toda la familia, padres, abuelos, tíos y hermanos, alrededor de
una mesa en la que nunca faltaba un gran pan, pero ese no se tocaba, ese, tras
la cena, bendecido y troceado, era para los animales de labor de la casa.
Después de la cena, de observar una vez más
el Nacimiento, que parecía adquirir vida propia, acudíamos todos a la Misa el
Gallo, el gallo nunca aparecía, pero el Belén de la iglesia, con enormes y
bellas figuras, auténticas obras de arte de hace dos o tres siglos, centraba
todas las miradas.
Por ser Navidad no había colegio, y los
chiquillos hacíamos la ronda en el barrio, unos villancicos y el aguinaldo,
unas perras gordas, unas castañas, un puñado de nueces...sabía todo a gloria...
Sí el aire venia de Soria, la noche de fin
de año se escuchaban las campanas del reloj de la villa dando las doce, y por
los Arenales, por el camino de Berlanga, se suponía que llegaban los Magos de Oriente, pero no,
los Magos salían del castillo el 5 de enero, ya de noche, con una carga de
regalos, en una gran caravana, toda
iluminada, los pajes andando, portando teas encendidas, antorchas, los
Magos a caballos, en los mejores del pueblo, la noche estrellada, la gente en
la plaza, a esperarlos, frente al enorme Portal de Belén, un Belén Viviente en
la Plaza del Trigo.
Por el Arco de San Juan entraba el Real
Cortejo, entre el silencio y la expectación de los niños que veíamos de lejos
la magia, la ilusión de la Navidad.
Por la mañana temprano todas las figuritas
del Belén, misteriosamente, habían llegado al Portal, y todos los chiquillos
del pueblo teníamos nuestro juguete, con el que salir ufanos a disfrutar el
día.
La Magia de la Navidad, repetida año tras
año, igual de inocente, siempre, siempre con la misma ilusión, por el
Nacimiento del Hijo de Dios.