jueves, marzo 26, 2015

LA MAGIA DE LA NAVIDAD.



LA MAGIA DE LA NAVIDAD.
Por Tomás Gismera Velasco.

    Quizá hayan pasado más de treinta años. Pero aquellas antiguas navidades, por el tiempo transcurrido, eran algo diferentes a las de hoy, quizá por la inocencia de la niñez, pero había algo en el ambiente que invitaba a soñar, a imaginar e incluso a tratar de componer ese mundo de ilusiones que la Navidad, el Año Nuevo y los Reyes Magos, parecían acarrear.

   La magia, y la ilusión tenían cabida en los escaparates del Estanco, único comercio del pueblo que por aquél entonces animaba la Navidad infantil, mostrando a través de los cristales un conjunto enorme de juguetes de lata, un variopinto mundo de muñecos, un universo entero de color, y algo más, todas las figuritas del Belén, que cualquiera pudiera soñar.  

Figuritas de barro, coloreadas, con su propia animación, gestos y estampas, que hacían soñar. Ocurría en los primeros días de diciembre, cuando ya los fríos, los hielos y las nieves, se habían adueñado casi de improviso del entorno, y el Alto Rey mostraba su capa de armiño, como casi toda la sierra.

   El Sacristán de la iglesia de San Juan daba la salida oficial, cuando con unas cuantas cestas, adelantándose a todos, acudía en busca del mejor musgo, por los alrededores del bario de Santa María del Valle, con el que componer el monumental Belén de su iglesia, los chiquillos lo hacíamos después, para recoger los restos.  Pocas eran las casas que durante esos días no reservaban un lugar de honor para instalar el Nacimiento, dibujando sobre una mesa, montañas, verdes paisajes en los que pastaban ovejas de plástico, un riachuelo de cristal en el que nadaban decenas de patos, y un castillo, del que salían los Magos de Oriente camino del Portal, y que avanzaban, día a día, unos  pocos centímetros.  

En la confitería se vendían tabletas de guirlache y algún que otro mantecado, todo con mucha miel y mucha almendra, y todo reservado para la noche grande, la Nochebuena.

   Tenían un olor especial las calles del pueblo y todas las casas. De las cocinas escapaba el apetitoso aroma del buen asado, el mejor pollo del corral, una suculenta sopa con algo de la matanza, y los dulces, y toda la familia, padres, abuelos, tíos y hermanos, alrededor de una mesa en la que nunca faltaba un gran pan, pero ese no se tocaba, ese, tras la cena, bendecido y troceado, era para los animales de labor de la casa.

   Después de la cena, de observar una vez más el Nacimiento, que parecía adquirir vida propia, acudíamos todos a la Misa el Gallo, el gallo nunca aparecía, pero el Belén de la iglesia, con enormes y bellas figuras, auténticas obras de arte de hace dos o tres siglos, centraba todas las miradas.

   Por ser Navidad no había colegio, y los chiquillos hacíamos la ronda en el barrio, unos villancicos y el aguinaldo, unas perras gordas, unas castañas, un puñado de nueces...sabía todo a gloria...

   Sí el aire venia de Soria, la noche de fin de año se escuchaban las campanas del reloj de la villa dando las doce, y por los Arenales, por el camino de Berlanga, se suponía  que llegaban los Magos de Oriente, pero no, los Magos salían del castillo el 5 de enero, ya de noche, con una carga de regalos, en una gran caravana, toda  iluminada, los pajes andando, portando teas encendidas, antorchas, los Magos a caballos, en los mejores del pueblo, la noche estrellada, la gente en la plaza, a esperarlos, frente al enorme Portal de Belén, un Belén Viviente en la Plaza del Trigo.

   Por el Arco de San Juan entraba el Real Cortejo, entre el silencio y la expectación de los niños que veíamos de lejos la magia, la ilusión de la Navidad.

   Por la mañana temprano todas las figuritas del Belén, misteriosamente, habían llegado al Portal, y todos los chiquillos del pueblo teníamos nuestro juguete, con el que salir ufanos a disfrutar el día.

   La Magia de la Navidad, repetida año tras año, igual de inocente, siempre, siempre con la misma ilusión, por el Nacimiento del Hijo de Dios.