viernes, noviembre 01, 2013

BENDITAS ÁNIMAS DE LA SERRANÍA. DE MUERTES Y OTROS ASUNTOS



BENDITAS ÁNIMAS DE LA SERRANÍA DE ATIENZA

   No han sido recogidos algunos, o parte, o todos los ritos que en torno a la muerte y sus circunstancias tuvieron lugar a través del tiempo en la zona serrana de Atienza, de la misma forma que ha ido sucediendo con otros lugares de la Península, e incluso de la provincia.

   Al día de hoy la despoblación de muchos de nuestros pueblos impide incluso llegar a conocer parte de los ritos que tuvieron lugar en torno al fallecimiento y el entierro, y que se mantuvieron hasta bien entrado en el siglo XX, como herencia transmitida a través de las generaciones, en rito religioso que debía de ayudar a encontrar el camino de la vida eterna a quienes dejaban la del mundanal ruido, al tiempo que ayudaba a las almas en pena a traspasar el umbral del purgatorio de la mejor manera posible.

   Tampoco se han rescatado las indudablemente numerosas tradiciones añadidas al día de los difuntos, o al penar de las almas o de las ánimas, que por el mes de noviembre parecía que acudían con cierta frecuencia a hurgar en la conciencia de los vivos. Haciendo que por esos días, bajo la chimenea y sobre la lumbre, por si las almas en pena trataban de entrar, quedase hirviendo la caldera de agua, en evitación de sustos inoportunos, o se embadurnase la puerta de acceso a la vivienda con gachas para que las mismas ánimas se diesen la vuelta.

   Algunas de aquellas leyendas dan cuenta, como nota añadida a todo pueblo, el que de los cementerios salía alguna que otra lengua de fuego, o de iluminación especial, en días señalados. Algo que la ciencia se ha encargado convenientemente de explicar, al tratarse de los llamados fuegos fatuos, o de la elevación de algunos gases que los cadáveres desprenden en su proceso de putrefacción. También, por la Serranía, resulta habitual escuchar, con tintes de exageración, otro tipo de fuegos que confundidos  con  las  hogueras  del  infierno  daban  cuentan del proceso por el que habían de pasar algunos de los fallecidos cuyas vidas en tierra no habían sido todo lo cristianas que la iglesia católica predicaba, fuegos estos que tenían lugar principalmente en los más crudos días invernales. 

 


   Para estas hogueras, que sí que eran reales y que fueron habituales en algunos municipios serranos hasta los años finales del siglo XIX, había una explicación mucho más lógica: sencillamente, tras llevar a cabo un entierro, si este tenía lugar en tiempo de nieve y escasez de recursos, sobre la tumba, o a su alrededor, se mantenía por dos o tres días una hoguera encendida con el fin de que las alimañas, principalmente lobos, no hoyasen la sepultura para desenterrar y devorar al difunto. Con pelos y señales cuenta este tipo de detalles el historiador Francisco Layna Serrano en sus Memorias, refiriéndose a las poblaciones de Galve de Sorbe, Campisábalos o Los Condemios, en los tiempos en los que su padre fue médico titular de aquellas.

LAS COFRADÍAS DE ÁNIMAS
   En el rico archivo eclesiástico de Atienza se conservan, más o menos con los datos suficientes para darnos cuenta de su función y significado, los libros de cuentas y fundaciones de las cofradías de ánimas de la villa de Atienza. Cofradías habituales en la práctica totalidad de pueblos de la provincia, destinadas a gestionar de alguna manera el camino hacia la gloria. En Atienza se contabilizaban seis cofradías de ánimas, una por cada una de las parroquias. La más antigua, de la que se conservan datos, la de Ánimas del Purgatorio de la iglesia de San Salvador, cuya constitución parece remontarse a 1605. Tras esta nacería la de La Piedad y Benditas Ánimas del Purgatorio de la iglesia de La Trinidad, así como las que después se establecieron en las iglesias de San Juan San, San Gil, San Bartolomé y Santa María del Rey. Igualmente pueden consultarse las de Casillas y Bochones, y si nos adentramos en el no menos rico archivo eclesiástico de Sigüenza podremos tener acceso a la práctica totalidad de cofradías de los pueblos serranos.

  La función de estas cofradías, sin adentrarnos en los entresijos de cada una de ellas, era más o menos la misma: dar culto a los difuntos, ofreciendo misas, novenarios, e incluso colaborando en los gastos de funeral o entierro cuando la familia del difunto carecía de medios para ello, o el interfecto no había dispuesto de sus bienes la cantidad necesaria para pagarse el último viaje.

   Gobernadas por sus correspondientes priostes, mayordomos y sesises, relevados anualmente, cabe destacarse que rara fue la que se libró en un momento u otro del correspondiente “sermón” o “rapapolvo” episcopal que con ocasión de las visitas eclesiásticas y la obligada inspección de libros de cuentas, no fue descubierto algún que otro desliz en cuentas o exceso en celebraciones. Ya que estas cofradías llegaron a administrar un buen capital en forma de tierras o casas, donadas por las almas caritativas en beneficio de las que carecían de recursos para pagarse el billete de ida al celestial aposento; en algunos lugares fueron incluso las propietarias de las tabernas o los hornos comunales, sin que les faltasen industrias como las de los molinos de harinas.

   Las reuniones anuales tenían en algunos lugares carácter de pantagruélicos banquetes en los que corría con exceso el vino, y la carne se tomaba sin medida. Dependiendo del número de cofrades, ya que a ellas solía, o más bien debía de pertenecer todo feligrés buen cristiano; se empleaban en el banquete anual determinado número de carneros, o de vacas, que de todo había, y claro está, que los correspondientes administradores, jugando con pólvora ajena, no se preocupaban de comprar o vender al mejor precio. La carne se compraba al alza y el trigo se vendía a la merma, por lo que no resulta extraño que en algunos libros, tras la inspección, se anote aquello de: que se vendan los granos en los meses mayores del año, pues de las cuentas que se ofrecen se reconoce que están vendidos los granos a precios bastante bajos…

   Bien es cierto que las cofradías no sólo a comer y beber se entregaban, también se encargaban, como anteriormente leímos, de dar sepultura, acompañar el cadáver, poner la mortaja, hacer los velatorios y, en fin, llevar a cabo la desagradable misión de despedir a quien dejaba este mundo.

EL TESTAMENTO
   La muerte, junto a la boda y el bautizo o nacimiento, ha sido siempre uno de los grandes fastos de todo pueblo. El momento de demostrar, la familia o el interesado, su poder económico o su acendrada religiosidad. De una familia “pudiente”, ha de salir un bautizo señalado. Una boda por todo lo alto y un no menos distinguido funeral.

   Si tomamos para ejemplo en esta ocasión las últimas constituciones del Cabildo de Clérigos de Atienza, elaboradas en pleno siglo XVIII, obtendremos de sus capítulos todo un complejo ceremonial de entierro con sus clases o categorías, y sus costes. Un entierro de primera o tercera clase daba cuenta también del poder económico del difunto, y de sus mayores deseos de llegar al reposo eterno lo antes posible, incluso sin pasar por el intermedio del purgatorio. En ello jugaban papel importante los clérigos de las distintas poblaciones, que habían de estar atentos al cuidar del bien morir de quien a ello se aproximaba, y de velar porque antes de la partida dejasen a la iglesia la parte que a la iglesia correspondía. En ello también los obispos debían aleccionar en más de una ocasión a los respectivos párrocos, para que anduviesen listos y quien partía dejase antes sus correspondientes ofrendas en forma de misas y aniversarios, en un testamento eclesiásticos que más que por piedad debía de hacerse por obligatoriedad.

   Dado que los registros civiles no comenzaron a tener efectividad hasta el último tercio del siglo XIX, con anterioridad a su institución todo registro se llevaba a cabo a través de los libros parroquiales, por lo que en ellos se registraban nacimientos, matrimonios y claro está, defunciones. Las partidas de defunción, por orden episcopal, debían anotarse con todo tipo de detalles y en ellas se recogen desde las causas de la muerte hasta las circunstancias que rodeaban al fallecido. Por supuesto, a la partida de defunción correspondiente se le añade su testamento eclesiástico, ya que el cura, además de ayudar al bien morir, debía velar para que una parte de los bienes fuese a parar a la iglesia, ya fuese en algún tipo de donación, o a través de las ya reseñadas misas o aniversarios. Algunos sacerdotes, a la escasez de donativos legados a la iglesia, y como descarga del difunto, añadían su carácter de pobre; sin que falten los añadidos de que siendo poseedor de un buen capital, a la iglesia apenas dejaban nada, de lo que tratarían en su momento con la familia. De este testamento estaban exentos los chiquillos.

   Un buen cristiano, poseedor de mediano capital, solía dejar escrito que se le dijesen las 33 misas de San Amador, con sus correspondientes candelas. Las siete misas de los 7 Gozos de Nuestra Señora con 7 candelas por misa. Las tres misas de la Santísima Trinidad con sus tres candelas por misa. Las dos misas del Espíritu Santo, con otras siete candelas por cada. Las de Santa Margarita, Santa María Magdalena, San Miguel, de los Apóstoles, de los Evangelistas, de la Santa Cruz, de los Confesores, de las Once mil vírgenes, de los muertos, de las imágenes de su devoción…

   A ellas se añadía el número de sacerdotes que se deseaba las cantasen o dijesen, de uno a tres, y su correspondiente donativo en forma de pan, vino o trigo, ya fuese a los pobres de la población o a los asistentes a las misas o al sepelio, para que quienes recibían la ofrenda encomendasen a Dios el alma del difunto con mayor devoción.

   Por supuesto que a todo enfermo se le debían de llevar y administrar previo al momento del tránsito, todos los sacramentos de la Santa Madre Iglesia. La administración de la extremaunción. El moribundo recibía la absolución de sus pecados, se le ungían los óleos y se les daba el viático, siempre que lo pudiesen admitir, ya que en caso de tener accesos de vómitos este no se administraba por considerar que podía ser causa de sacrilegio.

EL ENTIERRO
   Comprobada la defunción, bien por el médico, bien por persona competente para ello, el difunto era vestido, amortajado, con sus mejores ropas, habitualmente negras, como paso previo al velatorio y posterior funeral.

   No hubo una legislación efectiva sobre el tiempo que los cadáveres debían de permanecer insepultos hasta que las primeras epidemias de cólera que asolaron España en 1833-34, obligaron a ello, ya que fue habitual el que, por aquellos días en los que la peste se adueñó de muchas poblaciones, más de cuatro enfermos terminales fueron llevados al cementerio, y enterrados, sin haber exhalado el último suspiro. Por ello se estableció en veinticuatro horas el tiempo mínimo que había de pasar entre la verificación del fallecimiento y el entierro.








   Igualmente, y hasta la gran epidemia colérica de 1885 fue habitual que a los muertos se les enterrase en el suelo de las iglesias, en costumbre que venía desde los siglos XIV o XV, a pesar de que ya desde el siglo XVIII se venía legislando para que este proceso se llevase a cabo fuera de los templos, levantándose los primeros cementerios extramuros de las poblaciones en los años finales del 1700, con la oposición no sólo de los propios vecinos de los municipios, también de la iglesia, que veía como por aquel sistema perdía unos ingresos fijos y sustanciosos, ya que el entierro en aquel suelo no era gratuito, pues divididas las iglesias en cuarteles y estos en sepulturas, el cura correspondiente cobraba los derechos de entierro, de más a menos según el entierro tuviese lugar más cerca o lejos del altar mayor, y por ende, más cerca o lejos del Sagrario y del cuerpo de Cristo.

   Un informe mandado elaborar por la Junta Provincial de Sanidad de Guadalajara en 1883 y llevado a cabo a lo largo de 1884, recoge el estado de todos y cada uno de los cementerios de los pueblos de Guadalajara, en donde se da cuenta del estado de insalubridad de la mayoría de ellos, al estar dentro de las poblaciones y carecer de medidas sanitarias. A partir de entonces, en los lugares en los que todavía continuaba la costumbre, comenzaron a levantarse los cementerios a extramuros, en los que debía de levantarse una capilla, cementerio anejo para los fallecidos fuera de la religión católica y depósito de cadáveres. Razón por la que la inmensa mayoría de los cementerios provinciales se encuentran junto a alguna de las ermitas, ya que fue aprovechada su construcción para levantar a su vera el cementerio, ahorrando de aquella manera costes añadidos.

   Dicho sea de paso que mientras los enterramientos tenían lugar dentro del templo, sobre la sepultura se colocaban los correspondientes velones y donativos, dando a las iglesias de nuestros pueblos el tétrico aspecto que todos nos podemos imaginar. Con el añadido de que aquellos gases que los cuerpos en putrefacción elevaban eran respirados de forma habitual por quienes acudían a los diarios oficios, causando no pocas infecciones.

   No fue cosa habitual, hasta finales del siglo XIX y comienzos del XX, el que se dijesen las misas “de cuerpo presente”. Lo más habitual era que se llevase a cabo el entierro directamente, desde la casa del difunto al cementerio. Si bien el traslado era llevado a cabo de forma ceremonial y podía consistir en una impresionante manifestación de duelo, dependiendo del poder adquisitivo del difunto, como ya se apuntó.

   Reglados estaban por la iglesia los tres tipos de entierro, de primera, segunda y tercera clase; en los que podían participar de uno a los sacerdotes que se hubiese establecido en el testamento. De la misma forma que estos podían llevar mejores o peores vestiduras talares en función de lo que se mirase en gastos. E igualmente, desde la casa mortuoria al cementerio, dependiendo de la disposición económica, se podían hacer de una a tres paradas para los correspondientes rezos.  Tres paradas, tres curas y tres dalmáticas de brocado y oro, con sus correspondientes cruces, plañideras y sacristanes, podían corresponder a un funeral de lujo, y si el difunto iba en caja propia, aún más, ya que tampoco fue habitual el que a los muertos se les enterrase en cajas de madera como ahora conocemos, sino que en la mayoría de las ocasiones se les depositaba en la sepultura envueltos en un sudario, siendo habitual el que para el traslado desde la casa al cementerio hubiese unas parihuelas comunales, o propiedad de la iglesia, que en forma de caja mortuoria, sin tapa hasta el primer tercio del siglo XIX, y cubierta después, fuese llevado el muerto para ser depositado en la sepultura.
   Al día siguiente tenía lugar, con toda pompa, la misa de difunto, en la que en el centro de la iglesia se colocaba alguno de aquellos catafalcos que con mayor o menor historiografía mortuoria fueron habituales en todas las iglesias.

   Después, dando cumplimiento a todas y cada una de las cláusulas testamentarias, tan sólo cabía esperar el momento de la resurrección, y que el día de los difuntos, cuando el mes de noviembre llamaba a las puertas, las almas de los muertos no vagasen en penas, sino que, tras los rezos, los lutos y los novenarios, hubiesen alcanzado la gloria eterna.


Tomás Gismera Velasco (Atienza de los Juglares, noviembre 2012).