LAS SALINAS DE LA OLMEDA
Fueron, históricamente, las segundas en importancia de la provincia
El antiguo camino salinero que desde el valle del Salado conducía hasta Burgos no seguía la actual carretera que desde Sigüenza nos lleva, dejando a la derecha parte del valle, al complejo salinero de La Olmeda de Jadraque, que se tiende a la izquierda y deja con sus ruinas y nuevas esperanzas la localidad de Bujalcayado. Esta mira el horizonte de las salinas de La Olmeda; delante de ellas se tiende otro de los complejos que explotó la familia Gamboa, “La Abundante”, y entre ambas se demarcó “La Alfonsina”, la gran fábrica de sal que ideó en 1876 quien era, en aquellos momentos, uno de los hombres más poderosos de la España real, el banquero de Isabel II, y de Alfonso XII, don Segundo de Mumbert. A don Segundo le salieron mal las cuentas, ya que los nuevos propietarios de La Olmeda pleitearon lo indecible porque “La Alfonsina” no les hiciese la competencia y, a pesar de que tras años de pleitos la justicia no les dio enteramente la razón, para entonces don Segundo optó por otras inversiones. Al fondo del valle, siguiendo el antiguo camino de la sal que rondaba los muros de Atienza, se situaron las de Bonilla, que a capricho empleó Alfonso VII a poco de la reconquista para acercarse a Dios a través de iglesias y conventos y, a la espalda, se ubicaron “La Salograla”, “San Diego” y “Pascua de Mayo”, en tierras de El Atance; y “La Angelita”, de Carabias. Todo un mundo, de sal, en un puñado de tierra.
El camino de la Sal
El camino de la sal que entraba en nuestra Castilla por Campisábalos, llegaba a las salinas de la Olmeda, entrados ya los siglos de su mayor explotación, que bien podrían situarse a partir del XV-XVI; pasaba los estrechos cantiles de Santamera y se adentraba a través de los hoy poco menos que impracticables pasos que desde aquí llevaban a esta parte de la Guadalajara hoy despoblada, para muchos tal vez desconocida y que aspira a ser reconocida como Patrimonio Universal. El gran salinar de La Olmeda era el segundo complejo mayor de Guadalajara, ganándole terreno a las más que conocidas de Imón.
Cuando Felipe II decretó en 1564 su propio Estanco de la Sal, en La Olmeda ya se explotaban sus cinco principales pozos de extracción de muera: Balbuena, Alonso, Santa María, Rodrigo, Mayor y San Antonio; uno más que el complejo de Imón, que contaba con cinco: Torres, Masajos, el partido Viejo, Estacado y Rincón. Y hasta aquí, hasta la Olmeda, llegaban por aquel tortuoso camino los carretones que, tirados por bueyes, debían conducir la sal, a través de un interminable rosario de días, a los alfolíes de las provincias de Ávila, Madrid, Segovia, Salamanca y una parte de la propia Guadalajara; de aquí llegaban a salir entre 60 y 70.000 fanegas de sal; años hubo que pasaron de las 80.000 fanegas; cientos de miles de kilos al año. Una sal que se precisaba en cualquier casa, más que para sazonar los alimentos, para conservar una parte de la vida.
Los pleitos que se siguieron entre las poblaciones de paso del camino salinero, con los carreteros de la Real Cabaña, por los destrozos que sus bueyes ocasionaban, llenarían miles de páginas del libro de la historia de nuestra tierra, y es que no se puede estar a todo, a misa y a repicar; que hasta los administradores de las Salinas de La Olmeda cargaron contra los arrieros de la sal cuando, por uno de aquellos accidentes que la vida tiene, a uno de los carros se le fueron los frenos y derribó las puertas de la fábrica.
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Algo del complejo de La Olmeda
Hasta cerca de 800 albercas de cristalización, se llegaron a reunir en el complejo salinero de La Olmeda de Jadraque, un centenar menos que en Imón; también sus almacenes fueron de menor envergadura; a cambio, junto a las casas de administración y guardería, levantó en uno de sus extremos una capilla o ermita dedicada a San Antonio, en la que quienes acudían al trabajo escuchaban misa de madrugada y que, mediado el siglo XIX, contaba con “tres sacras, un misal, cuatro candelabros, una cruz de latón, una campanilla…”, ropas de oficiar y “un retablo dorado con una imagen de Nuestra Sra. del Carmen pintado en lienzo y otras dos de bulto, uno a cada lado”, por supuesto que, una de ellas, era la imagen del titular, a la que acudía a oficiar misa del alba el párroco de Bujalcayado, o el de La Olmeda. Junto a la capilla también contaron los salineros con una cantina en la que ahogar penas después del trabajo, ya que, adentrados en el salinar, el consumo de vino estaba prohibido, en evitación de incidentes que pudieran provocar las calenturas del alcohol.
El trabajo comenzaba con las primeras luces del día y concluía con las primeras sombras de la tarde, acudiendo a ellos los hombres, mujeres y niños, principalmente, de Bujalcayado y La Olmeda. Hombres, y niños, que, conforme a su oficio, recibían el pago. Del mismo modo que lo recibían los mulos que les acompañaban. La Salina contrataba, diariamente con un salario de 6 reales, en el siglo XIX, a dos muchachos que se encargaban de, con una espuerta, recoger los excrementos de los animales, a fin de que estos no contaminasen la sal antes de ser entrojada. Animales que entonces cobraban en torno a los cuatro reales.
Mejor vivían, puesto que tenían horario de funcionario de la Hacienda Real, las cuatro mulas que en La Olmeda dedicaban a sacar el agua de los pozos. Las últimas cuatro mulas-funcionarias de la Real Salina de La Olmeda, fueron jubiladas en 1869; la mayor contaba con 17 años de edad, 7 la más joven. A partir de entonces se cerraban las salinas, puesto que el desestanco de la sal debía de ponerlas en manos de particulares. Las cinco mulas de Imón, Pardilla, Cigüeña, Moracha, Chaparra y Leona, por nombres, tuvieron que continuar en el tajo un par de años más.
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Fue, la fábrica de sal de La Olmeda de Jadraque, una de las mejor valoradas de las que se ubicaron en el reino cuando, mediado el siglo XIX, comenzó a hablarse del desestanco de la sal, que todavía tardaría algunos años más en llevarse a cabo. Su producto era de los de mejor calidad, tan solo superada por Imón. El valor de la fábrica, con el total de su tierra, por la que peleó el pueblo de La Olmeda, así como todas sus pertenencias, mulas o enseres, alcanzó a 1.349.711 reales que eran, para 1852, un auténtico dineral. Se subastarían finalmente en 1870, pasando a poder de la sociedad encabezada por el político y militar riojano Miguel de Uzuriaga por algo más de cuatro millones de reales; para entonces se habían tasado en uno más.
Las Salinas dejaban, a partir de entonces, de ser reales, para pasar a ser particulares. Los pueblos del entorno dejaban también de tener sus privilegios y, poco a poco, perderían también parte de aquella vida que las salinas les proporcionaron.
En la plaza de La Olmeda de Jadraque tenía su residencia el administrador de estas salinas que, de alguna manera, había engrandecido un hijo de estas tierras, el atencino Pedro Miguel de Elgueta; en la capilla mayor de la iglesia reposa, al confín de los siglos, su madre, la seguntina Josefa de Milla, que aquí la alcanzó la muerte un día de septiembre de 1728.
Sal y tierra; historia viva de un entorno que, lo miremos por donde lo miremos, siempre tiene algo que contarnos y merece, por supuesto, nuestra mirada.
Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria, Guadalajara, 15 de noviembre de 2024
Historia de las Salinas de Tierra de Atienza (pulsando aquí)