martes, julio 31, 2012

Jadraque: Yeso, caleras y un Cristo de terciopelo

Jadraque: Yeso, caleras y un Cristo de terciopelo

Nadie ha retratado mejor el cerro y castillo de Jadraque que uno de sus hijos, José Antonio Ochaíta. Claro que José Antonio Ochaíta lo retrató desde sus dos vertientes, la de poeta y la de hijo del pueblo.

El castillo del Cid, que cimbra el cono
más perfecto del mundo, entre sillares,
rodados por los ralos olivares…

José Antonio, que murió sobre el entarimado en el que declamaba versos, en una noche pastranera de julio, reposa a la eternidad, desde el 18 de julio de 1973, frente al castillo más universal de la provincia. Aquel que, levantado para cuna de amores mendocinos, domina toda la amplitud del valle del Henares, conjunción de huertos y castillos, como lo definiese el poeta.

Desde el cerro del castillo el Henares se adivina, convertido en una esbelta línea de verdores, amaneciendo por donde la provincia pierde el nombre, y despidiéndose, envuelto en brumas, más allá de donde la provincia se convierte en capital.

El de Jadraque es castillo, dicen, desde más allá de los tiempos de la Reconquista, y residencia palaciega desde por lo menos el siglo XV, cuando al cardenal, rey de las Españas casi, Pedro González de Mendoza, se le ocurrió aquello que ya hiciese alguno de sus antecesores; construir una línea de casas señoriales y emblemáticas que, a través de sus dominios, le permitiesen siempre pernoctar en casa propia al emprender cualquier viaje. En el de Jadraque, cuentan los historiadores, apenas reposó en un par de ocasiones.

Sin embargo fue residencia de reinas y princesas, de reyes y de príncipes, aunque fuese de paso y es, ante todo, el ojo de la historia y la leyenda que todo lo mira.

En Jadraque el viajero aprende unas cuantas cosas que desconocía sobre el yeso. Cosas de las que antes nunca escuchó hablar. Cosas igualmente referentes al pasado.

Así llega a saber que el proceso de fabricación del yeso esta dividido en tres fases: extracción del mineral, cocción y molido. Que para la extracción ha de haber cerca una cantera de piedra de yeso, que cerca de esta han de estar los hornos para la cocción y junto a ellas un almacén donde se cernía y almacenaba el yeso.

Que las piedras de yeso eran transportadas hasta los hornos en carretas tiradas por mulas desde donde se trasladaban a los hornos, hasta cargarse estos con las piedras antes de darles lumbre, sin dejar de alimentar la boca del honor, al menos durante veinticuatro horas. Hasta treinta y cuarenta cargas de leña se llegaban a emplear para una buena cocción, de la que únicamente los buenos yeseros podían dar cuenta de cuando, y cómo, la piedra estaba en su punto.

Después de cocidas, otras quince o veinte horas de reposo antes de abrir el horno y llevar la piedra al molino, machacándola antes de pasarla por la tolva, de cribar el resultado, envasarlo y aguardar a que los arrieros acudiesen en su búsqueda. Cuentan los más viejos en el oficio que mucho antes de que apareciesen los motores mecánicos que simplificaron la labor, la piedra de yeso, una vez cocida, lo mismo que el trigo, una vez recolectado, se tendía sobre una era empedrada donde, con unos rodillos a modo de trilladera adaptada al oficio, se trillaba hasta dejarlo molido.

Proceso similar se empleaba para la cal, salvo que esta, en la mayoría de los casos, se vendía piedra a piedra.

Es también Jadraque, la cuna del alabastro que moldeó muchas de las figuras yacentes que por la provincia se distribuyen al pie de capillas enrejadas. Figuras que han pasado a ser posteridad a través del cincel que talló la calcita que le sirvió de base.

La formación del alabastro ha llevado millones de años de paciencia a la madre Naturaleza para dejarlo ser, pasados aquellos, una especie de cristal en el que las figuran transmiten luz, como la transmitieron a través de sus láminas a las iglesias cuando en las iglesias no había cristales, ni vidrieras.

El alabastro, en piezas de agradable belleza, se ofrece al visitante al pie de la carretera que parte en dos la villa mendocina, cidiana en su castillo, poética en las estrofas de Ochaíta cuando recuerda tiempos mozos, y recrea el Jadraque de su infancia.

Un hoyo y cinco cerros de caliza
por cuyas llagas se derrama espliego;
el aguilucho muerto y sin sosiego
del castillo del Cid que se eterniza.
En el hoy un frescor… Agua huidiza
por cuatro caños en laplaza; luego
soportales, botica, el loco juego
de tres escudos frente a la hortaliza…
Ermita franciscana en extramuros…

En aquella ermita, franciscana en extramuros, se guardó esa pieza en la que los jadraqueños fían, su Cristo de los Milagros.

Ese Cristo español de terciopelo
y de bordado, con la Cruz a cuestas
y las gotas de sangre superpuestas
a una carne de lirio todo hielo…

Jadraque, que es Xaradraq en épocas remotas. Cidiano en los inicios del primer milenio. Mendocino y agua de Henares que se vierte; que es cal y yeso y alabastro es, también, poesía, en los versos de su universal poeta.

El viajero sube la pesada cuesta del castillo de Jadraque, observando el panorama manso de valles a sus pies, y cerros brumosos conforme se pierde la mirada a través del horizonte.

Asciende a través de los cerros de caliza que pintase el poeta hacía Miralrío y las Casas de San Galindo, pueblos que, desde sus alturas, se miran al valle. Los pasos le conducen a Utande, que recuerda a San Acacio a través de sus danzantes; a Muduex, que todavía hace memoria de las acometidas de un río que ahora es niño, el Badiel, y a Trijueque, que se mira igualmente en los espejos de una Alcarria que comienza a ser al trasvés de su mirada de piedra, y llega a Torija iniciada la tarde de un sábado de fines de año, cuando Torija se convierte en centro de todas aquellas rondas que un día, no queda demasiado lejano, salieron a las calles de los pueblos a rondar mozas, cantar mayos, rasgar guitarras, huesos o botellas, tintinear triángulos, golpear calderos… sonidos de ronda.

Tomás Gismera Velasco

Mariano Canfrán. Cobre y cincel en la calle del Seminario

Mariano Canfrán
COBRE Y CINCEL EN LA CALLE DEL SEMINARIO.

El tiempo, que a todos nos hace madurar como a los membrillos otoñales, ha hecho madurar a Sigüenza. Sigüenza ha quedado convertida en una enseña para una gran parte de la provincia, y también, por supuesto, de la España que pisamos. Tal vez por eso de que crecemos las personas y se nos transforma el entorno, pero ahí están, como decía el poeta de Jadraque, con su hoy, su ayer y su mañana.

Sigüenza, enmarcada en la luz del mediodía, iluminada por ese dedo que de cuando en cuando dota a las ciudades de una incandescencia especial. Sigüenza, románica y renacentista. Con ese gesto de severa ancianidad. ¡Qué bien le sientan los años a Sigüenza!

Sigüenza, de trenzados ventanales a la morisca y celosías claustrales tras las que habitan, y se asoman al mundo, las místicas miradas de las damas de la iglesia. Sigüenza, conventual de Clarisas y ascética de monjes benitos.

El viajero ha visitado Sigüenza en esos días en los que a la vieja estación, aquella que conoció de chiquillo con trenes de carbón y locomotoras humeantes, llega el Tren del Doncel y se cubre de visitantes la Alameda y sus calles las recorren, como en las jornadas medievales, obispos, arzobispos, cardenales, reinas presas y princesas, junto a donceles que escapan de la piedra; junto a espaderos cetrinos. Sigüenza ¡romántica de leyendas!

La calle Mayor de Sigüenza es una de esas calles a las que la pendiente del terreno dota de un encanto adicional. Suele suceder que cuando una calle es lisa como la palma de la mano, pasan desapercibidos los aleros, los portales, los ventanales ajimezados a lo gótico o las arcadas románicas. Cuando la calle, desde las profundidades de la plaza Mayor, frente a la puerta del Mercado o de la Cadena, de la Catedral, asciende con pesadez hacía la fortaleza grave de los obispos guerreros, el visitante tiene tiempo de saborear el encanto de una de las calles mayores con más recio sabor a esencia medieval. Una de esas calles en las que se espera que, de un momento a otro, por cualquiera de los callejones que le salen al encuentro o de cualquiera de los portales que se le asoman y le añaden la frescura de la hiedra que le crece por el patio, o desde cualquiera de las ventanas que la miran, aparezca una Blanca de Borbón, un Martín Vázquez de Arce, un Bartolomé de Sigüenza, o… quien sabe quien.

Pero suele aparecer, y aparece, paso a paso, la historia de Sigüenza. De la Serranía, de una parte de Guadalajara, de Soria y hasta de Zaragoza y Cuenca a través de lo que fuera su obispado, desde más allá de los siglos del medievo hasta ese siglo que tanto trajo a España, y tantos cambios en tantas y cuantas cosas, el XIX.

Sigüenza. Aires de dulzaina que tiembla y repica y estalla entre los cerros de la Serranía junto a ermitas cuajadas de espliego por la primavera serrana, y se mira en la estampa inmortal de aquel que fuera uno de los últimos maestros de la fiesta, de la tradición, del caballeroso estar, vestido de arriero y dulzaina en mano, José María Canfrán.

Sigüenza, blanca de plata a través de la Virgen Blanca que ardió sin consumirse en los tiempos aquellos de la francesada. Dos siglos hace. Sigüenza, viva en la mirada del pincel de Fermín, de Antonio y de Raúl Santos Viana. Sigüenza, retrato en sepia y blanco y negro en la imagen de Camarillo, de Layna, de García Hernández, de Ortega y Gasset y de tantos y tantos más cuyos nombres compondrían, más que rosario, letanía.

A través de la filigrana de calles y callejones con sabor a historia medieval de la medieval Sigüenza, a través de los arcos de lo que fuesen sus murallas, a través de las plazoletas abiertas allá donde el terreno se aplana y lo permite, se recrean retazos de la historia seguntina, la morisca, la judaica, la románica, la gótica, la renacentista, la neoclásica…

Los pasos conducen, cuando la tarde comienza su definitivo alboroto, ese alboroto de cuando los mirlos se recogen debajo de la parra o de la higuera, hacía la calle del Seminario.

Allá, en ese rincón de la Sigüenza que sabe a miel y dulce de leche frita y tocino de cielo que se arranca a pedazos por degustar el dulce sobre el dulce de la tierra que se pisa, aguarda esa figura, casi mítica ya y leyenda siempre que es Mariano Canfrán, cuyos cinceles marcan y enmarcan las torres provinciales y los patios serranos y sus plazas como si fuesen la viva luz de la mirada de los Sorolla o Vázquez Díaz o los claroscuros de Romero de Torres.

El taller de Mariano, es uno de esos hervideros de conocimiento, de un arte que se moldea a fuerza de tesón.

Mariano es de esas personas que, cuando hablan con la mesura sencilla de la humildad, tienen el don de arrebatar.

Mariano, como botón de plata que se abrocha sobre la capa castellana, pone el sello a una jornada genial, mostrando, cincel en mano y lámina de cobre y burel y fuego, cómo se gesta el trabajo del hombre para que pase a ser posteridad.

-Quieras o no, el ambiente siempre influye en las personas. Sigüenza sabemos que es fundamentalmente cultural y artística. Todo en ella, sus rincones, sus calles, es acogedor; y en el plano artístico absolutamente motivador. Si tienes una máxima inclinación al dibujo, al arte en definitiva, ello es indispensable para ejercer después el oficio que tengo la suerte de desarrollar.

Como sucede en tantas ocasiones, la devoción de Mariano Canfrán por el cincel le viene de alguna manera a través de la herencia familiar.

-Empecé con mi padre. El hombre, en los inviernos, que son muy largos en Siguenza, hacía casas de madera. Tuve la suerte de ir a parar a la Escuela de Bellas Artes y Oficios, en la calle de la Palma de Madrid, y conocer el cincelado, que ahora nada tiene que ver prácticamente con lo mío. Digamos que allí cogí la base que me hacía falta para desarrollar lo que, quizás sin saberlo, llevaba dentro.

El proceso de creación de la obra, explicado por quien está habituado a realizarla a diario, se resume, como quien dice, en cuatro sencillas palabras:

-Se comienza dibujando el motivo en una chapa de metal. Una vez hecho el boceto, se coloca sobre la plancha de resina, previamente disuelta por el calor del soplete. Al enfriarse la chapa quedará lista para empezar a trazar con el cincel lo anteriormente dibujado. Finalizada esta operación se da la vuelta a la chapa, se coloca nuevamente sobre la resina y reempiezan a sacar los relieves. Al final del proceso se le da colorido, que se obtiene con la mezcla de distintos ácidos que, al contacto con el fuego, adquieren las variadas tonalidades y sombras que requiere la obra.

Probablemente el arte del cincelador seguntino se termine cuando se cierre el viejo taller de la calle del Seminario, en el que Mariano Canfrán, al rumor de la tarde, envuelto en el silencio de la hiedra que teje de verde los paredones, ha dejado, para los siglos venideros, el paisaje de su tierra grabado a cincel y fuego sobre una plancha de metal convertida en posteridad.

Tomás Gismera Velasco

Lino Bueno

LINO BUENO.

Las crestas de Sierra Ministra mandan desde sus alturas el refresco de las tardes en forma de suaves movimientos de nubes, las que se dibujan en la lejanía y van creciéndose y engarzándose las unas a las otras hasta formar el rosario blanquecino que debió de servirle a más de algún Mendoza, obispo o cardenal, para seguir sus rezos vespertinos desde lo alto mismo de las torres castilleras de Sigüenza, desde donde la tierra parece querer volver a arrodillarse ante la mano del hombre, capaz de levantar piedra sobre piedra semejantes miradores, allá donde la naturaleza se muestra más esbelta. Así, dominándolo todo, se alza lo que fuera castillo palacio de los obispos seguntinos.

Desde la Sierra de La Raposa, a espaldas de Sigüenza, bajan los arroyos y caminos que llevan a Barbatona, al santuario por excelencia de toda la comarca, a pedir el milagro, la salud, y regresar posteriormente a agradecer el logro imponiendo en las paredes del santuario el signo de la gratitud a través de una placa de mármol con nombre y fecha.
No muy lejos de allí, en el valle del río Dulce, se encuentra Pelegrina, otra villa en la que los obispos tuvieron lugar en el que reposar, a lomos del cerro sobre el que se levantó su castillo, hoy un conjunto de piedras arrumbadas desde el que se domina, como desde otros tantos, la llanura.

Siguen luego los caminos, después de hacer estación de penitencia ante la Virgen de la Salud, camino de Alcolea del Pinar, que hace también un alto, esta vez en el antiguo camino de Aragón, como para que allí, ante la casa de roca brava de Lino Bueno, se pueda uno despedir a gusto de esta provincia de contrastes, antes de continuar hasta las cercanas cuestas de Soria, hacia la que la moderna carretera conduce.

La casa roca que Lino Bueno Utrilla horadó en las entrañas de la piedra es hoy testigo mudo de las dificultades de un siglo y de la entereza de muchos de sus personajes.

La historia de Lino es la historia de la voluntad de un hombre por tener una casa en tiempos bravos, llegó a ser padre de quince hijos, de ellos diez no alcanzaron a vivir mas allá de los diez años. Los cinco restantes habitaron la mansión horadada en la roca, una inmensa roca de arenisca que le fue concedida por el ayuntamiento de la localidad para que Lino les dejara en paz, ahí tienes tu casa, cuentan que le dijeron a comienzos de siglo, y Lino, como buen pedrero o mejor arquitecto, vio la roca y comenzó a excavar en ella, a esculpir su casa como si de un nuevo Miguel Angel se tratase, dando pábulo a quienes le tomaron por loco, trabajando unas veces solo y otras en colaboración con su mujer, Cándida Archilla, quien le iluminaba en la noche con un candil o le ayudaba a sacar las arenas y pedazos de piedra que le sobraban al roquedal.

A los siete años del comienzo del trabajo ya se trasladó a vivir a su nuevo hogar, había conseguido en ese tiempo arrancar dos cuartos a punta de pico, martillo y puntero.

Tras más de veinte años consiguió labrar en la piedra una cocina con su chimenea; la cuadra para la mula; el portal; la despensa y dos alcobas. Cuando ya los años comenzaban a pesar y rondaba los ochenta, la muerte le alcanzó mientras trataba de ampliar la casa buscando sitio para una nueva habitación.

Lino era cantero, se dedicaba a llevar piedras de un lugar a otro, labrarlas y hasta hacer los clásicos calzadizos de las acequias para ganar espacio de labranza a los terrenos por los que discurrían los regatos de agua, enterrando las acequias. Un cantero como tantos otros hubo, pero que mantuvo el ideal de su vida, construirse la casa con sus propias manos. Lo malo del caso es que cuando la tuvo concluida el ayuntamiento le reclamó el terreno. Más como no hay historia triste sin final feliz, dio la casualidad de que por allí pasó el rey Alfonso XIII, contempló la casa y le concedió la medalla al mérito en el trabajo, después hubo gentes que quisieron recompensar su meritoria labor, Manuel Serrano y Sanz, Francisco Layna Serrano, Tomás Camarillo Hierro, o José García Hernández, entre otros muchos, que entendieron que la voluntad debía de tener su premio, aunque fuese a través de una placa que recordase los méritos de un hombre de voluntad. También, entre todos, lograron que la casa contase con una escritura de propiedad a nombre de Lino.




LA CASA DE PIEDRA, EL LIBRO, PULSANDO AQUÍ

Entre todos consiguieron que el trabajo de aquel hombre sencillo sirviese de ejemplo para toda una provincia.

TOMAS GISMERA VELASCO

La ciudad del silencio

LA CIUDAD DEL SILENCIO.

Los girasoles, cultivo nuevo en tierras donde antes brotaron centenos y trigales, enseñan sus llamativos colores, se tienden al sol y se recuestan a lo largo de la línea que marcan los vallejos de Los Hornillos y El Llanillo, a los pies de los picos Currumacho y Amiralejo, por donde discurren las tierras de Palazuelos, Pozancos y Bujalcayado.

La Venta de la Maña, al borde del camino, fue a lo largo de los tiempos una institución en la comarca. Ahora, entre la arboleda, se adorna de pétalos amarillos que revientan en el paisaje, y Palazuelos se corona con sus murallas y se antoja desde la distancia como una caja de sorpresas mendocinas en la aridez de la tierra castellana. En Pozancos, por mucho que se anuncien en los menús a la carta de los restaurantes de la zona, ya no se siembran las suficientes judías para llenar todos los platos, y apenas quedan cuatro vidas como testimonio de lo que fue una buena población.

La torre de Séñigo, refugio de obispos en horas de caza y tiempos muy pasados, muestra las dentelladas del tiempo, y los arroyos cogen fuerza para bajar a la carrera por la loma de Valdechábalos a abrazarse presurosos al río Henares, uno de los ríos padre provincianos que sale de Horna casi silencioso y abandona la provincia con bullicio de fiesta. Hilo de agua en sus comienzos y lengua montaraz en su final, cuando nos deja levantando espumas al decir adiós, como queriendo decir que le damos mejor trato en su nacimiento que en su mayoría de edad.

Horna, con su fuente nacedera del río Henares se queda un poco a trasmano de Sigüenza, con la enseña de su torre del reloj; un reloj macho, según cuentan; detenido en una hora fija, movido por poleas desde que se instalase allá por 1790, cuando se levantó la torre, y que se quedó detenido cuando a Ezequiel Rupérez, el herrero del pueblo encargado de darle cuerda y mantenerlo en funcionamiento, también se lo llevó el tiempo.

El viajero se admira de aquellos artilugios que fueron la enseña de muchas poblaciones. Torre del reloj en Horna, en Bocígano, en Selas, en Almonacid de Zorita, y en tantos otros lugares cuando no había más relojes que los de la villa, o más remedio que seguir la sombra de la torre de la iglesia para suponer por donde andaría el sol.

Desde el camino de Fuente Rostra se arrodilla Sigüenza, la ciudad episcopal, levantando torres por encima de un caserío pintado de rojo y ocre, dibujando líneas que se antojan graves y que como a Roma todos los caminos, a la catedral conducen estos, que se señala con la impresionante fuerza expresiva de sus torres, atrayendo a ellas todas las miradas y apoderándose de un manotazo de todo el horizonte. Echando a un lado las torres almenadas del castillo espiscopal, para evitar así comparaciones y erigirse ella, la catedral, como la única dueña de todas las miradas.

Antonio Ponz, que escribió sobre Sigüenza más que sobre otras poblaciones, comienza diciendo:

Sigüenza, ciudad noble y antiquísima, Dios sabe quien la fundó, pretenden que los Saguntinos, destruida e incendiada su patria, hoy Murviedro, cerca de Valencia, por los Cartagineses, se fueron viniendo los que pudieron escapar, atravesando cerros y valles, hasta este paraíso, y le dieron el nombre de Sagunto, que degeneró en Saguncia y después Sigüenza. Estas son historias antiguas que no hacen a nuestro propósito.

El viajero entra en la magnificencia de la catedral, alforja al hombro, como un peregrino llevando por delante su cayado, por la Puerta de los Perdones, por donde siempre entraron aquellos.

La Puerta de los Perdones, flanqueada por dos de las más hermosas torres almenadas que los ojos pueden contemplar, la del Santísimo a la izquierda y la de las Campanas o de don Fadrique a la derecha. El campanil de las nueve apenas se deja ver en la distancia de la altura. Si se aprecia la Santa Bárbara, enorme, la más grande de todas las campanas; la Campana Mayor y la refundida Campana Dorada.

Para llegar a la Torre de las Campanas hay que subir 140 escalones, merece la pena aunque solo sea para pensar, viendo a la Santa Bárbara, en cuantas campanas de nuestra tierra llevan el mismo nombre, y como no, sentirse dueño de un horizonte visto con los ojos de un pájaro. De ver la ciudad de los obispos desde la misma altura de sus torres. Desde las mismas almenas a las que se asomaron los clérigos guerreros, quienes sujetando con una mano el báculo y con la otra la espada, mandaron izar, piedra sobre piedra, la fortaleza del Señor a quien pretendían o decían servir, desde que don Bernardo de Agén la idease tras la conquista de la ciudad, convirtiéndose en su Señor, dueño de un señorío que llegó a contar con cuatrocientos cincuenta lugares, de ellos cientos veintiocho villas con Sigüenza como única ciudad, y cien mil personas en su territorio, sin contar a los eclesiásticos, que eran igualmente número elevado.

Ya no hay caniculario a las puertas con vara en mano dispuesto a echar a los canes del templo de Dios, pero no faltan los mendigos, en una escena que nos retrotrae al Siglo de Oro, a la época de los Lazarillos, los Sanchos y los Quijotes; que nos alcanza a los Licenciados Vidrieras, atraídos por la sopa boba al tañer de las campanas.

Consta la catedral de tres naves, su longitud de trescientos y trece pies, y su anchura de ciento doce. La nave del medio tiene de alto noventa y ocho pies, y las colaterales poco más de sesenta y tres cada una, con igual proporción a la del medio en la anchura. Así las paredes, como las bóvedas, son fortísimas, y de piedra, contándose los pilares de las paredes entre capillas son veinticuatro los que sostienen las bóvedas. Tienen cañas de columnas agrupadas, como es regular en el estilo gótico, y las aisladas constan de cincuenta pies de circunferencia.

Los datos que, con más o menos puntual exactitud le fueron facilitados a Antonio Ponz.

Impresiona el silencio del templo como impresionan los grandes espacios. Las grandes alturas de las bóvedas, en las que parecen dibujarse el eco de las pisadas, en esa tenebrud inmensa del silencio en el que decenas de ojos cerrados miran sin mirar desde el otro lado de la vida, convertidos en pétreas estatuas alabastrinas en las que las formas se dibujan con tamaña precisión que, uno duda, de si en realidad los gestos están esculpidos en la piedra o si acaso aquellos caballeros, obispos y donceles que reposan para la eternidad de los siglos untados en calicanto y yesos bajo la impresionante fortaleza, están solamente dormidos. Meditando quizá en esa postura que el cincel labró de sus personas, cuando ya estaban convertidos en espejos de la muerte, en esperanza.

La catedral es por si misma ina inmensa ciudad metida dentro del regocijo de la ciudad bulliciosa que ha crecido por fuera de sus muros.

Dentro de la catedral hay otro mundo de paz y sosiego, que se respira a cada paso, y aún se advierte en cada una de sus capillas, en las que en los días de oficios solemnes medievales debieron de lucir las candelas arrancando destellos a los oros. Cuando uno se imagina el desfilar lento de la larga comitiva dispuesta a ocupar sus lugares conforme a mando y oficio: deán, arcipreste, arcediano, chantre, maestrescuela, magistral, doctoral, lectoral, penitenciario, beneficiados, canónigos de oposición y de gracia, organistas, lorrios, archiveros, somolinos, sochantre, moreno, maestro de capilla, mozos e infantes de coro, criados, donceles..., y el órgano lanzando sus notas al viento.

Entrar en la catedral es entrar en otros reinos en los que el silencio se palpa a cada instante. Desde cualquier lugar se asoman los fantasmas del pasado en forma de bultos funerarios, mirando sin ver al visitante, quien al tiempo que los mira, queda extasiado viendo la filigrana del mármol, el granito o el alabastro, queriendo dar vida a la muerte de aquellos que pasaron y han quedado así, reflejo en piedra para la eternidad postrera de los siglos.

Se sienten los pasos apagados de los fieles y de los curiosos, y la luz se filtra con timidez desde los 28 metros de altura de la nave central, con sosiego divino de quien la manda desde las alturas.

Mirando al cielo del templo, donde las rosas de piedra se dibujan, tiene cualquiera la impresión de no ser nada ante tanta grandiosidad que encoge sin quererlo cualquier ánimo.

El viajero se imagina, volviendo la mirada atrás, la catedral iluminada por decenas de hachones de cera, con todas las dignidades entrando en procesión por la Puerta de los Perdones. Con los dos órganos dejando escapar sus notas al unísono y todos los prelados rodeando la girola y ocupando sus puestos en el coro antes de procesionar nuevamente para salir por la Puerta de la Cadena.

Impresiona el espacio de la muerte, el espacio de la esperanza en la resurrección de la carne, buscando en el enterramiento la cercanía de la vida, siempre atendiendo a las dignidades, cuanto más altas mas cerca del Baptisterio. El atrio para los ministros mayores, las galerías para los caballeros y las capillas para sus fundadores. Lugares distintos para canónigos y escuderos, parientes y beneficiados, capellanes y criados.

Aunque el viajero lo quiera, no puede pensar que a la catedral, como al resto de iglesias, en el día de las ánimas, se les fuese a rezar la novena, y como en las iglesias pequeñas de las aldeas perdidas, se arrodillasen los deudos sobre las tumbas de sus ancestros, ocupando el sitio de los suyos.

Todo un mundo dentro del mundo del templo de los templos.

Doce mil misas por año se dijeron y cantaron dentro de estos muros. Mil misas al mes. Doscientas cincuenta misas por semana. Treinta y ocho misas diarias. Más misas que horas tiene el día.

El viajero se pasaría las horas contemplando con deleite cada uno de sus detalles, desde las mil labores que dan cuerpo al retablo en el que se encuentran las reliquias de Santa Librada, donde no se anduvo don Fadrique de Portugal en miramiento de gastos, hasta el sepulcro de Martín Vázquez de Arce, o los no menos ornamentados de sus padres; o la lograda y magistral estatua yaciente del obispo de Canarias, su tío, don Fernando de Arce.

Cada uno de sus más recónditos secretos son dignos de admiración, pero el viajero ha de seguir camino entre rancios edificios que denotan la hidalguía de la noble ciudad crecida en torno a la piedra dorada del templo de los templos.

El viajero admira la plaza que conoció en los papeles don Pedro González de Mendoza. El espacio urbano de amplia superficie donde se suele concentrar la vida pública en torno a edificios religiosos, administrativos y comerciales o con motivo de eventos culturales y festivos de importancia, como cuentan los libros de leyes y fundaciones.

Las plazas han sido tradicionalmente lugares agradables, bien dotados de una mínima regularidad y armonía estética, propicios para el encuentro, el intercambio o el descanso.

También han servido de escenario para la representación del poder y la administración de justicia, y para las manifestaciones de protesta y las revueltas contra ese mismo poder y esa misma administración de justicia, y...

En las plazas se reunieron los concejos, se hicieron los bailes, las fiestas, los toros, las celebraciones religiosas...

La plaza de Sigüenza, cerrada por su catedral, su ayuntamiento, las casas nobles de la tesorería, y las que pertenecieron a los hidalgos de la ciudad, es quizá una de las más impresionantes, por su sobriedad, de toda Castilla.

TOMAS GISMERA VELASCO

La última de Morenglos

LA ULTIMA DE MORENGLOS.

El río Alcolea se desliza cansino en dirección sur. Deja un ramal en el arruinado molino del Prado y gira a la derecha, hacía Alcolea de las Peñas.

Antes de llegar al pueblo se le juntan las aguas del río de la Carderada, que baja por la Sierra Mediana y atraviesa las tierras de lo que fuera término municipal de Morenglos, desaparecido como tantos otros a fines del siglo XIX, y tras los brotes de cólera que arrasaron una buena parte de los pueblos de la zona allá por la década de 1880. Si bien su soledad estaba ya sentenciada, como sucedió con otros de la zona.

El viajero ha tenido la oportunidad de conocer un testimonio sobre aquellos días de luto y muerte referido a Jadraque, y se le encogió el corazón al conocer que, a causa de aquella epidemia se diezmó la población; en Jadraque, y durante algunos meses, hubo diez o doce muertos diarios. Estos eran dejados a las puertas de las casas para que los recogiesen los sepultureros. Alguno llegó vivo a la tumba. Se suspendieron los oficios religiosos para acelerar los enterramientos, y temiendo el final de sus días, hubo quienes gastaron su capital en la taberna para que al menos la muerte les pillase con el estómago lleno de vino y escabeche, y el bolsillo vacío de amadeos.

La tierra vuelve a cambiar, y por el efecto de las sales comienza a vetear de blanco, como el tocino en el jamón curado. Es la sal.

Desde la distancia se divisa, como un olmo viejo y solitario mordido por el tiempo y el olvido, la espadaña de la torre de la que fuese iglesia de Morenglos, con los vanos de las campanas sin campanas y un solitario retazo del muro de la iglesia, el resto de sus piedras sirvieron para levantar la de San Juan de Atienza, venteando los aires y sirviendo como único testigo de que allí hubo un pueblo.

La torre se asienta sobre una enorme laja de piedra en la que quedan horadadas varias sepulturas que hasta no hace demasiado tiempo albergaron los huesos de sus últimos moradores, y que la dejadez, las alimañas y el paso de los días se encargaron de esparcir por el entorno para servir de sabia nueva a la tierra, polvo al polvo y en polvo te has de convertir, nos dicen con razón dibujando en la frente la cruz con la ceniza.

Cuentan, los más viejos del entorno, que desapareció Morenglos devorado por una plaga de hormigas que fue horadando los cimientos del caserío, hasta que de él se fueron marchando, como huyendo de esa plaga, todos sus moradores; y cuentan otros, siguiendo el hilo de la madeja de la leyenda, que los vecinos se envenenaron al comer de un caldero de cobre en la celebración de una boda; y dicen los demás que se fueron huyendo de las pestes y de la sal que dejó inútiles sus tierras.

Leyendas que hacen crecer el mito y engordan las costumbres de nuestros pueblos. Sin ellas muchas de nuestras tradiciones carecerían de sentido.

Idénticas leyendas de abandono corrieron en torno a los despoblados de Bonilla, Cuevas o Ratilla, entre Alcolea del Pinar y Anguita, deshabitados ya en el siglo XVIII, y en tantos otros que se diseminan por los cuatro puntos cardinales.

Los murallones roídos de las casas de Morenglos se señalan ahora como mudos testigos del tiempo pasado, en medio de los trigales que crecen apretujados, y como cabañuelas sin oficio se amontonan las piedras al borde de las sendas para evitar mellar las vertederas de los tractores todos los otoños volteando las tierras, y el viajero que las recorre en homenaje al tiempo pasado se imagina a la última habitante de Morenglos, la tía Quiteria, curiela de oficio, recorriendo la senda polvorienta envuelta en su toquilla de lana, tejida por ella misma, mirando al frente y sin volver la cabeza, camino de Alcolea de las Peñas, para terminar allí sus días acompañada del pueblo, cuando el siglo XX comenzaba a alcanzar su mayoría de edad.

El viajero, a quien le han mostrado aquellos testimonios, se imagina a la tía Quiteria asomándose día tras día desde el cerro del Perical a lo que fue su pueblo y cuna de los suyos, derramando lágrimas sin encontrar consuelo, y se imagina tantas cosas que debieron de pasar por la cabeza de aquella mujer, llevada en carro al juzgado de Sigüenza para dirimir la razón territorial de un pueblo que quedaba para siempre unido a la leyenda, cuando sin nadie que tocase las campanas de la torre de la iglesia, o rondase sus calles, o se asomase al fresco de la luna en las noches agosteñas, le tocaba a ella, Quiteria de Miguel Garcés, la última de Morenglos, dar la razón por la que las tierras que ella pisó y antes sus mayores, debían de ir, como ella se había ido, a Alcolea de las Peñas, en lugar de a Tordelrábano, que también las reclamaba para sí.

Tiene que ser necesariamente triste convertirse en el último eslabón de una cadena, y ver como esta se acaba perdiendo, algo así ocurrió con muchos pueblos, con demasiados en la provincia. Al viajero le viene a la memoria el nombre de Alonso Benito, último vecino del también desaparecido poblado de Vesperinas, en 1578.

Al viajero, por lo reciente, le viene a la mente uno que quedó atrás, Villacadima, la Villa del Cadí de tiempos remotamente lejanos, que se recuesta gallardamente al final de la provincia mostrando también las desnudeces del tiempo entre murallones derruidos, y que recibió a toda su población el día en el que se reconstruyó la iglesia.

Quiteria de Miguel Garcés, la última de Morenglos.

Tomás Gismera Velasco

La comunidad del toro

LA COMUNIDAD DEL TORO.

La noble e hidalga villa de Atienza, como el buen vino, ha ganado en prestancia con el paso de los años, ahora, aunque mermada en oficios, funciones, hidalgos y habitantes, ya no es aquel misérrimo caserío que describen los viajantes del barroco, ni siquiera andado el tiempo los del siglo XIX, e incluso de los comienzos del XX. Durante este siglo, al mismo tiempo que mermaba en número de habitantes, crecía en algo tan importante como es la reconstrucción de sus más emblemáticas enseñas, castillo, murallas, plazas e iglesias. Hasta catorce o quince según las cuentas llegó a tener. Servidas por más de un centenar de clérigos quienes, reunidos en Cabildo, llegaron a ser tras el Obispado de Sigüenza y algún que otro señorío provincial, los más ricos terratenientes de la comarca, hasta que vinieron las desamortizaciones de la mitad del siglo XIX que les dejaron con lo puesto.

Gran parte de la culpa de ese empaque que hoy ostenta es debida a la incansable labor de uno de los más ilustres hijos que ha dado la provincia de Guadalajara, Francisco Layna Serrano, quien la conoció arrumbada y la dejó caminando con el orgullo erguido. Otros lo intentaron antes y otros lo intentarán después, y entre todos han dicho mucho sobre la villa, a pesar de que tanto queda por decir que necesita más de un libro de páginas sin numerar para dejar reflejo de sus cosas.

Cuatro molinos harineros, quince tenerías, siete hornos de poia, seis mercaderes de bayetas, ochenta y dos arrieros, siete tratantes de suela y cordobán, veinticinco tejedores de paños, trece tejedores de lienzos, veintisiete zapateros, una docena de fraguas, media de herrerías, batanes, bodegas, cuarenta telares en funcionamiento... Nada queda de todo aquello que el tiempo se llevó.

Sin embargo, y aún a pesar de esa ligera industria tan necesaria en población con crecido número de habitantes, contó con una comunidad de propietarios de las pocas provinciales, porque también las hubo en otros lugares, curiosa por sus fines, tanto como por su dedicación, La Comunidad de Propietarios del Toro Semental, constituida el día 13 de mayo de 1929 con un total de 81 ganaderos propietarios de ganado vacuno, excluyéndose, porque en sus orígenes no quisieron participar, los propietarios de vacas de leche. Unidos bajo un mismo reglamento:

Primero: Todos los ganaderos que posean vacas siendo partícipes o copropietarios del toro semental, quedan obligados al pago de la alimentación de dicha res, desde primeros de mayo de cada año hasta igual fecha del siguiente.

Segundo: Quedan obligados a pagar la cuota correspondiente...

Al día de hoy puede resultarnos harto curiosa esta comunidad de la que nunca antes se había escrito, sin embargo cubrió fines primordiales para los ganaderos, del mismo modo que sus libros de actas y cuentas son hoy el reflejo de una época que comenzó a marcar, como en otras muchas poblaciones el inicio de la modernidad.

El viajero, que ha tenido ocasión de tener en sus manos esos libros, no puede retraerse a dejar constancia escrita de la época reciente en la que en Atienza tan solo quedaban ya algo más de quinientas cabezas de ganado vacuno; en la actualidad no queda ninguna, como tampoco puede retraerse a consignar algunos acuerdos textuales que son fiel reflejo de vivencias, modismos y costumbres desaparecidas al día de hoy, pero indudablemente arraigadas a nuestras costumbres y nuestro particular vocabulario.

De la importancia de esta asociación, que posteriormente amplió sus fines, da cuenta el hecho de que tan solo unos pocos años más tarde a su fundación, el número de afiliados prácticamente se doblase y llegase en semejante situación hasta mediados de los años sesenta del siglo XX, cuando la emigración barrió nuestros pueblos como si fuera un vendaval.

Sus fines, en principio limitados a la posesión entre todos los propietarios del llamado toro de la vacada, o semental, se fueron ampliando hasta convertirse en una especie de agencia de seguros para todos los propietarios de ganado vacuno, de forma que si una vaca de cualquiera de los asociados moría, lo que dadas las circunstancias podía llegar a ocasionar una verdadera ruina familiar, esta era tasada y su importe reintegrado al propietario a escote por el resto de los ganaderos. Ya que por aquellos años las agencias de seguros no se ocupaban de este tipo de menudencias, y si lo hacían, la inmensa mayoría de los propietarios de ganado, lo desconocía.

Ejemplo de corporativismo y por supuesto de unión vecinal, que quizá en la actualidad se eche a faltar, como sucede en otros lugares. Los tiempos modernos también han roto de alguna manera la unión vecinal.

Estaba compuesta por cinco directivos, presidente, secretario, contador y dos vocales, cuyos cargos se renovaban anualmente entre todos los asociados.

Costó el primer todo comunal la nada desdeñable cifra de 2.250 pesetas. Buen negocio, pues tras cubrir más de setecientas vacas fue vendido dos años más tarde por idéntica cifra.

Casi siempre fue así, el toro viejo se vendía o remataba en pública subasta entre los propietarios por una cantidad superior a la de su adquisición. El beneficio se repartía entre los copropietarios. Entre cinco y quince pesetas, según los tiempos, llegaron a percibir de beneficio, salvo en al menos una ocasión, 1939, año en el que los entonces componentes de la Junta decidieron regalar el toro de la vacada a los miembros del ejército que a las órdenes del capitán Héctor Vázquez y del comandante Melero, permanecieron en Atienza durante el tiempo de la contienda. El toro fue sacrificado en el matadero municipal, y cargado en un camión marchó a Guadalajara.

Se perdió la comunidad, y la vacada, con la emigración, como se perdieron en otros pueblos junto con la muletada o la cabrada.

He aquí algunas datas del libro de actas:

Mayo de 1947: más que se me olvidaba alpuntar que la noche que se llamó al vaquero nos gastamos cinco pesetas en vino.

Mayo 1949: la junta directiva toma el alcuerdo que A.C. a hechado los bueyes al monte y no ha querido pagar la entrada del dicho Toro porque tenía que pagar 99 pesetas, ahora que el día que este señor necesite del Toro ya lo esperamos, ya.

Mayo de 1953: Gastos de Benta y compra del toro, más una gratificación al que nos adelantó los cuartos pa comprarlo y del alboroque, 48 pesetas.

Mayo de 1957: Del traernos en su carro la Teresa cuando veníamos andando de la feria de Sigüenza y nos alcanzó por Angón, sesenta pesetas.

Mayo de 1960: De la botella de anís y las galletas del día que las vacas salen al monte, 52 pesetas.

Si algo llama la atención en Atienza, sobre todas las cosas conocidas, es el relicario en el que se conservan dos espinas de la corona de Cristo. Una más hay en Prados Redondos, y a la iglesia de San Nicolás de Guadalajara entregó una astilla de la cruz el conde de Coruña en el siglo XVI; la misma que todos los domingos de Lázaro era bañada en el río para prevenir las acometidas del agua. De los milagros de unas y otras queda registro en las correspondientes parroquias, y ciertos o no, pasaron a pertenecer al costumbrismo local a través de sus dichos, coplas y cantos:

Atienza tiene una espina,
Que cabe en una jinoja,
Más su poder es tan grande,
Que llena el mundo de gloria.

La posesión de reliquias fue una constante a partir de la Reconquista, y la villa de Atienza, tan poderosa en aquellos tiempos, no iba a quedarse atrás. Tan solo en la iglesia de San Juan del Mercado, que preside la impresionante plaza del Trigo, se contabilizaban siete. Un trozo de velo de la Santísima Virgen María. Una astilla de la verdadera cruz, así como huesos de San Plácido, San Cosme, San Anastasio, San Antonio, y Santa Lucía.

Tomás Gismera Velasco

La Virgen de las Abubillas

LA VIRGEN DE LAS ABUBILLAS.

El peñón del castillo de Atienza, siempre bravo y amenazador siempre, ofrece desde la carretera de Berlanga una estampa insólita, recortada en la lejanía con el fondo claro de los cielos se apuntan en marco de plata las dos torres que sirvieron de almenar a su entrada. No se aprecia nada más. Todo a lomos de la roca que parece volcada en el terreno, inclinándose con sumisión y extraño equilibrio hacia poniente.

La tierra cambia por allí, y el color sangre reseca de los altos sorianos desaparece lentamente, antes de palidecer del todo.

Lo va haciendo hacia Casillas, pueblo pobre donde los haya, que se levanta frente a otro de similares características, Bochones, que tiende también su panza al sol, como siempre lo hizo, aunque ya ningún mozo canta rondas:

Asómate a la ventana,
A la que cae a la vega,
Verás a los labradores,
Agarrados a la esteva.

Por parajes de ambas poblaciones cruzó la famosa Cañada Real camino de tierras atencinas.

Estas son tierras más ásperas y más pobres, sin la riqueza fresca que ofrecen los arroyos de la sierra, tierras embarradas cuando llueve, de una arenisca rojiza que juega a dibujar formas esculpidas por el viento allá donde le roza y se le va comiendo parte de su ser.

Son tierras en las que las calzadas romanas atraviesan carreteras y campos de cultivo y enseñan los cantos cuando pueden, en un camino largo y tortuoso que viene desde las puertas mismas de la fenecida Numancia, deja ramales en Atienza y sigue luego haciendo horquilla hacia Sigüenza, para tomar el cauce del Henares río abajo hasta perderse mucho más allá de la Arriaca capitalina y provinciana que ha recogido la enseña de alzarse en la cabeza de todo el territorio de Guadalajara.

Las portadas románicas de las iglesias van mostrando dentro del mundo rural la estampa siempre viva, y siempre presente del pequeño templo, pareja a la creencia y al milagro que levanta ermitas en mitad del campo, para recordar un sucedido y rememorar, año tras año, la historia que dio origen a la empresa. Tal sucede con la Virgen de la Estrella, que al pie de los cerros, a la vera del arroyo Pelagallinas o río de las Huertas, rememora año a año, al otro lado de estos cerros, la liberación del rey Alfonso VIII por los arrieros de Atienza.

Descienden las tierras a través de grandes barrancadas, salteadas de tomillo, barrancas que el tiempo se ha encargado de cortarle como a cuchillo a la montaña, mellándole los dientes por medio de impresionantes roquedales, a cuyos pies bajan débiles los hilos de los regatos y en las alturas crecen las matas de té, y entre ellas revolotean las abejas, en un incesante ir y venir a las colmenas que por allí se tienden, en las laderas, a la espera de almacenar el fruto de la miel, camino de Madrigal. Miel de romero, de espliego y de estepa, sacada de aquel pueblo a lomos de asnillos para recorrer, como otros meleros provinciales, los cuatro puntos cardinales de la región.

Madrigal es también un pueblo como tantos en la provincia de Guadalajara, humilde, y que mantiene la arrogancia del nombre por encima de aquellos otros más señoriales que unieron al propio un apellido, sea de las Altas Torres o sea de la Vera.

Tampoco queda demasiada gente en este Madrigal sencillo, que guarda recuerdos del tío Seisdedos con devoción de Cruz en la iglesia o en la pila del agua bendita, o a través de la Virgen del camino, que señala, como si se tratase de un pairón molinés, los límites que separan este pueblo de Bochones.

Los de Bochones son bochoneros, y madrileños los de Madrigal, aunque los del alto llamen a los del llano abubillos y estos a los del alto, cucos. Por aquellas disputas aldeanas surgió la Virgen de las Abubillas, cuando los bochoneros pretendían correr los límites del pueblo o cortar los árboles de este término que según dicen servían de mojones. Sin darse cuenta de que en uno de ellos había un nido de abubillas que se convirtió, por obra y gracia del tío Seisdedos, en una imagen de la Virgen del Pilar.

El tío Seisdedos hilaba cera con el panal de sus colmenas. Cera hilada, olorosa; cerones escurridos después de soltar el aguamiel para los mostillos y que era hilada manualmente sobre las hebras; retorciéndose las unas sobre las otras para iluminar finalmente la penumbra de la casa, o la soledad ascética de la iglesia; cuando no había otra cosa con la que arrancarle la luz a las sombras.

El aguamiel era una de esas exquisiteces que ofrecen los lugares humildes. Se producía al catar la miel, cuando se sacaban los primeros panales que entonces se picaban para que escurriese la miel y fuese quedando únicamente la cera. Después de lavarla se quedaba el aguamiel, se le ponía calabaza con unos granos de anís, unos hervores para ablandarla, y estaba listo uno de aquellos dulces de nuestras abuelas, de chuparse los dedos.

Tomás Gismera Velasco

El Honrado Concejo de la Mesta

EL HONRADO CONCEJO DE LA MESTA.

La Cañada Real de las Merinas, o Real Soriana, entraba en el rincón atencino de Guadalajara a través de la Sierra de Pela.

De aquel augusto desfilar de cabras, vacas y principalmente ovejas que bajaban desde el norte en busca de los pastos andaluces nada queda, ni siquiera los antiguos caminos que un día fueron nubes de polvo según los rebaños iban pasando a través de ellos.

Ahora resulta más práctico transportar los rebaños en grandes camiones, que atravesar una buena parte de la geografía nacional en veinte o veinticinco días de penurias. Lo que antes costaba casi un mes de sudores ahora se puede realizar en unas pocas horas. Todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes.

Quien siguió aquel lento discurrir de los rebaños lo recuerda con una nostalgia no exenta de añoranza, no siempre cualquiera tiempo pasado fue mejor, tan solo diferente, pues los pastores que sobreviven a aquellos tiempos recuerdan los sinsabores de días y más días y noches y más noches de auténtica pesadilla, rondados por el lobo, el zorro y más de cuatro bandidos que aprovechando la nocturnidad acudían a los alrededores de los descansaderos por ver de distraer alguna res.

A ninguno de ellos, hoy nonagenarios, pues generalmente la trashumancia comenzó a perderse por los años sesenta del siglo veinte, les importa como nació la Mesta, tampoco les interesa saber que los mayores propietarios de ganado y por tanto los inductores a la legalización de las Cañadas fuesen el clero, los monasterios y la alta nobleza, en definitiva los dueños del poder económico.

Ni que en principio fuesen cuatro cuadrillas, Cuenca, Segovia, León y Soria. Que al frente de cada cuadrilla hubiese dos alcaldes de Mesta encargados de dirimir los pleitos surgidos entre los miembros de cada cabaña. Todavía se conservan en los archivos municipales de la villa de Atienza, como lo han de estar en otros, las sentencias, pleitos y apelaciones de aquellos alcaldes:

Don Fhelippe, a vos el doctor Garcés, alcalde mayor e entregador de mestas e cañadas en el partido de Molina, salud y gracia...

De esa manera comienza la carta dirigida por Felipe II, el 20 de septiembre de 1585, para recordar al otro que los rebaños no debían entrar en montes de nueva repoblación, ya que podían comerse los brotes nuevos.

Un cordero, el escogido entre cada rebaño trashumante que pasaba por la denominada Venta del Picazo, ya desaparecida, en los límites atencinos, el llamado derecho de asadura, era el impuesto que se cobraba por estas tierras a los ganaderos de la trashumancia. Eso contando que al introducirse sin licencia en algún término el concejo tuviese el derecho jurisdiccional a quintar los rebaños.

Tampoco les importa que para recoger apelaciones contra la sentencia de estos alcaldes de cuadrillas estuviesen los alcaldes de alzada, y que hubiese procuradores que inspeccionaban los rebaños y las dehesas, recaudaban las tasas y administraban los ingresos que provenían de la venta de los mostrencos, y que surgiesen alcaldes entregadores y sobre estos un alcalde mayor y que al final de todos estuviese, para dictar el juicio final, el propio rey de España, como amo y señor de haciendas y de tierras. Todo un mundo para una magna institución.

A los pastores que hicieron la última ruta mediados los años sesenta tan solo les preocupaba como lo sigue haciendo ahora, que a la primitiva anchura de las cañadas se le iban comiendo varas, como a los cordeles, a las veredas y a las soladas, y que los primitivos 75, 38, 20 y 15 metros originales de cada una se habían ido reduciendo a golpe de vertedera hasta casi pegarse el uno con el otro lado.

Hoy los bordes, las lindes o los límites, como los queramos llamar, apenas existen salvo en los terrenos más abruptos, allá donde la mano del hombre o la vertedera del tractor no ha llegado todavía, pues las vertederas de los tractores le han ido mordiendo un año con otro un surco más de tierra hasta no dejar de aquello, en demasiadas ocasiones, nada.

Si acaso, la casa grande de Navalpotro, que fuese en otra época un alojamiento de los merineros, o alguna que otra señal por los caminos, pues incluso las señales, por aquello de los coleccionismos, los recuerdos y las curiosidades con las que ornamentar las casas de campo, han desaparecido.

La Cañada Real Soriana, o de las Merinas, se inicia en el norte de la provincia de Soria y tras su paso por la comarca de Atienza continúa hacía Alboreca y Alcuneza, donde un abrevadero en el paraje del Agua de las Nogueras, servía de descansadero. Continúa hacia Guijosa, Barbatona, Pelegrina, La Cabrera o Algora, donde en el término de El Tejar se le une el ramal que viene de Agreda, para continuar hacia Mirabueno. Distintos ramales y nuevas cañadas y coladas atraviesan la provincia por Chiloeches, Las Inviernas, Masegoso, Solanillos, Berninches, Fuentelencina, Pastrana, Albares, Mondéjar o Mazuecos, siempre hacía el sur, en tiempo de otoño, y hacia el norte en el de primavera.

Por esta Cañada de las Merinas o Soriana que ahora enseña las uñas porque apenas se le ven los dedos de la mano, bajaron los rebaños de Baltasar Carrillo desde sus tierras de Campisábalos.

Baltasar Carrillo era nieto de otro Carrillo de igual nombre, miembro de la Junta de Defensa de Guadalajara cuando lo de la francesada. Baltasar Carrillo, uno de los mayores propietarios de ganado lanar de la provincia llegó a ser Diputado a Cortes por designio real, y a apostar con el rey Alfonso XII una comida, manteniendo Carrillo que sus galgos de caza dormían en cama más valiosa que la doselada de oros finos del propio monarca, y así era. Sus galgos dormían sobre los inmensos montones de lana de sus cerca de veinte mil cabezas de ganado.

Algo más de veinte mil llegó a poseer por aquí en la Edad Media el Obispado de Sigüenza. Pocas más o menos fueron el origen de la riqueza de otra de las grandes familias de la zona, los Beladíez, que levantaron casa hidalga en Miedes de Atienza. Los Beladíez con el paso del tiempo y el aumento de riquezas abandonaron Miedes para erigir nuevo palacete, más señoril, en Atienza, con el escudo de su reciente título dieciochesco, marqueses de la Conquista Real, cuando estaban emparentados con una parte de la rancia nobleza castellana, e incluso alcanzaron algunos otros títulos, como el condado de la Estrella de Atienza, que llegó a manos de don Pedro Cuellar de Cetina, y de su esposa, doña Ana Juana Beladíez Ortega de Castro y Arias de Saavedra.

Los rebaños hacían el camino dos veces al año, primavera y finales de verano o comienzos de otoño. En primavera en busca de los agostaderos. En otoño de los invernaderos. Los encontraban tras veinte o veinticinco días de caminata.

A finales de septiembre o comienzos de octubre iniciaban el descenso hacia tierras del sur pastando libremente por las tierras de baldíos, hasta llegar a la prometida de pastos frescos donde pasar el invierno.

Lo primero que hacían los pastores al llegar era preparar y dividir las majadas en millares y quintos, dependiendo del número de cabezas de cada rebaño, y una vez preparado aquello, entre los distintos ganaderos sentar la majada, es decir, hacer la choza en la que habían de pasar el periodo invernal, así como el resguardo para los animales; un resguardo para el tiempo frío y para el exageradamente caluroso, pues aún en campo abierto y donde los hielos son menores, la escarcha es dañina para las ovejas y había que cuidar que estas no la comiesen con la hierba.

Vendría luego separar a las machorrras de las preñadas, y estas de las paridas por el camino, a ellas se les adjudicaban los mejores pastos por aquello de que tenían que alimentarse por dos.

La oveja pare sola, pero hay que estar al tanto de la cría. Si el tiempo es frío hay que fomentar el calor en las ubres para que el cordero se habitúe, abriéndole la boca y echándole unas gotas de leche para que se coja a la teta y comience a mamar, una vez que lo hace por vez primera ya no hay peligro.

Así hasta finales de marzo o comienzos de abril, cuando de nuevo había que echarse al camino para regresar a los cuarteles de verano.

-Cuando llegaban aquellas fechas parecía que los animales lo presentían, barruntaban que era la hora de la partida, como si lo llevasen escrito en alguna parte, se iban reuniendo y había veces que cuando los pastores estábamos dormidos habían echado a caminar por delante de nosotros, como si tuviesen un calendario especial que les marcase la hora y el día. ¿Qué tendrán para saber las cosas que a los hombres más listos se les escapan?

Con las mismas paradas hasta las tierras de origen, a pasar por el esquileo de comienzos de mayo, luego vendría el descorderar a las madres, el darles sal en las montañas a razón de una fanega por cada cien cabezas, a lo largo de tres o cuatro días.

-Entre el 24 y el 30 de junio se les echaban los machos, seis machos por cada cien hembras.

Si los pastos no eran demasiado buenos se añadían tres o cuatro macho más, porque a más floja alimentación mayor fatiga de los reproductores. Se les mantenía entre las ovejas una media de un mes y por si se quedó alguna oveja sin preñar, aún retirándose la mayoría, todavía se dejaba un par de murecos por rebaño diez o doce días más, y cuando los murecos estaban flojos o se les notaba debilitados para cumplir su labor de sementales, inmediatamente se le ponía el remedio, sal tostada y mezclada con pimienta negra molida, la recuperación resultaba ser inmediata.

-El mejor mureco para padre tiene que ser de primer corte, o sea que la corpulencia y la altura estén niveladas, que no pinte en negro, o sea, que no tenga pintas en la cuerna, en la lengua o en la lana, pero que tampoco pinte en robisco a pelozorra o colabermeja, es decir, que tenga toda la pelleja blanca desde las patas hasta la cola; que tenga mucha capa que es el vellón espeso; que el vellón forme cabeza, que quiere decir que cada pelo tenga como una especie de cabecilla; que tenga estampa, el pelo largo, bien cerrado, de mucha lana; largo de abujetas, que le cuelguen los testículos y estén muy poblados de lana; aldivajo, sin pelos bastos en la gorja...

La mejor oveja para lana y cría la calvita, limpia de cara, de testa chica y recogida, tetas largas y grandes, vientre hondo y ancho.

-Las de cabeza grande y con lana, las calamorras, son malas madres, no reciben bien a los corderos, ni aunque sean los suyos propios.

Con la vida, aventuras, penas y glorias de los pastores trashumantes se podían escribir cincuenta libros completos.

Tomás Gismera Velasco

Labrador, labrador

LABRADOR, LABRADOR.

Por los altos de la Sierra del Bulejo todavía se ven volar unos cuantos avantos, como por la zona denominan a los buitres, de cuellos largos y pelados, con el pico que parece retorcido, atentos al movimiento de la tierra; colgados del aire, suspendidos sobre las corrientes térmicas que mantienen su descomunal envergadura.

Al parecer anidan en los inmensos roquedales de las hoces de los ríos sorianos y segovianos, y de cuando en cuando se echan las nubes a los hombros y sobrevuelan la Sierra de Pela, dejándose ver y casi tocar por el Alto de la Vara y el de las Cabezadas, en tierras de Bañuelos y de Retortillo, por encima de Miedes de Atienza, población que todavía mantiene en su Plaza Mayor la antigua fuente barroca de dorados caños con canalillos de madera para llenar los cántaros. Frente a ella, en el frontón, las sucesivas inscripciones de los quintos y de los alcaldes que trabajaron lo uno y lo otro, en ese deseo oculto de perpetuar los nombres, como si dejándolos inscritos en un frontón o en una fuente fuese suficiente para que futuras generaciones puedan hacer juicio justo sobre su labor.

En Miedes, que en tiempos disputó señorío con Atienza, habitaron los hidalgos. Hidalgos de apellido Recacha, Somolinos o Beladíez. En la vieja casona de los Beladíez se halló en su día uno de los primeros manuscritos de la Constitución de 1812, la famosa Pepa, y es que uno de aquellos fue uno de sus redactores, don Joaquín María Beladíez Ortega de Castro de Herrera y Azoños, doctor en Cánones por la Universidad de Alcalá, y miembro de la Junta de Defensa de Guadalajara por la comarca de Atienza entre 1811 y 1813. Sus descendientes, desconociendo lo que la casa guardaba, lo echaron al cajón de los desechos, lo que probablemente no hubiese gustado a los forjadores de la saga familiar, don Hernando de Beladíez y doña Catalina de Saavedra, naturales de Ujados y Atienza, respectivamente.

Y en Miedes nació uno de los últimos beatos de la iglesia católica, Eladio Mozas Santamera, hijo del médico del lugar, en 1837. Con el paso del tiempo Eladio, además de entrar en religión, sería el fundador de las hermanas Josefinas de la Santísima Trinidad por tierras de Extremadura.

Por aquí, por las alturas de las sierras del Bulejo, de Pela y de Cabras, la tierra es roja como la sangre reseca, y se percibe la altura. Soplan unos vientos berlangueses que años atrás trajeron de cabeza a estas poblaciones. Se trata de un viento frío que al decir de los antiguos tratadistas de medicina originaba las pleuresías en toda la zona.

Por estas tierras altas desde las que Guadalajara comienza a descender al llano, cuenta la leyenda que anduvo el Cid Campeador contando lanzas la última noche de su destierro castellano, antes de lanzarse hacia el valle del Henares y salir de Castilla, como quien dice, por la puerta falsa. Y cuenta la leyenda, casi madre de la historia, que a los pies del Pico de Enmedio, junto a las aguas del arroyo de la Fuente Caliente, hizo noche y dejó su nombre a la Peña del Cid, porque desde esta observó los muros del castillo de Atienza, y es más que seguro que observase a lo largo de la noche las luminarias prendidas en las murallas de la enriscada villa que le hicieron desistir de intentar la conquista y decidirse por Castejón, en el valle del Henares. Otras leyendas cuentan que bebió agua del Pozo del Cid, y que tomó uvas en las viñas de Rui Díaz, a los pies del castillo de Atienza, como otras leyendas hablan de cómo en el castillo de Jadraque halló cobijo, tanto él como su caballo Babieca. Las mentes más calenturientas del lugar mostraban todavía la pesebrera en la que el caballo se desayunó su buena ración de cebada, hasta época bien reciente.

También por estas mismas tierras anduvo casi mil años después, a lomos de una mula blanca de altas orejas inquietas, un joven filósofo guiado por un vaquero seguntino, el sabio Rodrigálvarez, un apellido que resuena a historia castellana; y encontró el filósofo que estas tierras a caballo entre Guadalajara y Soria, con ser de las más pobres, eran entonces, hará pronto cien años, las que más escuelas mantenían. El viajero ha podido ver, casualidades del destino, las viejas y amarillentas fotografías de aquella aventura en la que el vaquero seguntino amanece con su gorra de piel de conejo y el filósofo patea los campos con deleite; o aquellas otras en las que aparece reposando, las mulas abrevando en la fuente, bajo los soportales de la plaza Mayor de Atienza.

Al viajero se las mostró con orgullo el hijo mayor del filósofo, don Miguel Ortega Spottorno, señalándole la diferencia del antes y el después; el antes, cuando su padre, junto a las mulas, entraba en la plaza Mayor de Atienza con las calles embarradas. El después, cuando la plaza en la que su padre descansó se poblaba de vehículos a motor. Allí, don José escribió aquellas líneas tan hermosas en torno a los soportales:

“En la vida española ha debido de haber una época magnífica; la época en que se construyen las grandes plazas con soportales, a que, en algunas villas, siguen calles enteras cubiertas. Nos es tan familiar esta prócer imagen del pasado que no reparamos bien en su magnificencia. Al menos, yo confieso no haber, hasta ahora, caído en la cuenta de lo que esta idea urbana significa y del esfuerzo que su ejecución representa. El coste de la obra era enorme para aquel tiempo. Los soberbios fustes de las columnas daban a todas las casas porte de palacios y obligaban a una construcción en saliente, dificultosa y cara. Pero además, en los lugares de la ciudad donde el terreno valía más, se renunciaba a una parte de él para convertirlo en vía pública”.

Hoy, para desgracia de estos pueblos, las escuelas están cerradas y son en la mayor parte de los casos un esqueleto yerto, de paredones desmochados y tejados pintados de medias lunas en fase menguante, encorvándose hacia adentro.

También eran las tierras en donde mejor y con más gallardía se mecían los trigales, y donde con mayor holgura se restregaban los rebaños contra la aspereza de esa tierra en la que crece el cardo, ventolea a su antojo la borrasca y domina los cielos, tan pronto el conocido avanto en busca de la carroña, como alguna de las últimas parejas de águila real, quizá sobrevolando sus antiguos y extensos dominios.

En Romanillos de Atienza, donde las casas a juego con los campos se levantan con piedra de sillar de arenisca del color de la sangre reseca, está la fonda o posada, en la que se alojó el joven filósofo, don José Ortega y Gasset y descubrió la belleza de la Niña Virgen del Harnero en una tarde tormentosa del mes de agosto:

Era tiempo de agosto, bochornoso, inquieto, y en aquella tierra fría aún se andaba en la recolección. Los pueblos estaban ceñidos por el cinturón dorado de las eras, donde las parvas relucían como joyas amarillas. A mediodía llegué a Romanillos, una aldeita náufraga en un mar de espigas”.

Hoy la posada es, como tantas otras casas del lugar, un edificio de puertas cerradas que sirve quizá de granero, quizá de establo, y quizá algún día cuelguen de su fachada un letrero de madera recordando el sucedido. El viajero se lo contó a su reciente alcaldesa, que vino de tierras lejanas a depositar sus sueños en la tierra de sus mayores, como regresan las golondrinas todas las primaveras, y la alcaldesa, golondrina en las tierras de Castilla, le sonrió con delicadeza y esperanza en un futuro mejor.

Supone el viajero que por entonces, cuando por aquí pasó don José Ortega y Gasset, el maestro de primeras letras ejercería aquel cargo y el de secretario municipal y tal vez el de sacristán, como era habitual por todos estos pueblos, a cambio de una casa en la que poder vivir, unos pocos reales por criatura que asistía a las lecciones y unas fanegas de trigo que cambiar en el molino o en el horno, por unas hogazas de pan.

Hoy el cardo domina en las praderas en las que cada otoño aparecen las famosas setas pardas que tan bien pintan guisadas con patatas. Setas que antes se aborrecían y ahora todos buscan, y el inmediato horizonte se cubre por la ligera capa de pinos que van poblando las sierras y que también, con cada otoño que se anuncie de aguas, se llenan de buscadores del hongo anaranjado, del níscalo, que en camiones se traslada a los mercados de Valencia o Barcelona a cambio muchas veces de una jugosa prebenda económica que alcanza cifras desconocidas para los jornaleros, cifras que tras los primeros días, tras el aumento de la producción y cuando el mercado se siente abastecido y los paladares hartos de degustar el sabor de la tierra, desciende hasta hacerlo improductivo, como con todo ocurre.

Quizá sea por esa suculenta prebenda económica que en cada otoño familias enteras se trasladan a hurgar entre los pinos, para tener en medio día un rendimiento que antaño los trigales no ofrecían en un año de sudores y fatigas.

También contaban por Romanillos, los ancianos de gorra a la cabeza, que la vida había cambiado del todo desde que ellos eran jóvenes, que se le dio la vuelta a la tortilla, hasta para el campo, porque ya no se labra como antes, pues en ese antes de sus tiempos mozos resultaba duro, muy duro, arrancarle fruto a la tierra y produce ahora mucho mas en el mismo espacio de terreno, con menos trabajo y hasta casi sin sudores, aquel te ganarás el pan con el sudor de tu frente, ya no se lleva.

Los buenos tractores, como las cosechadoras, incluyen en sus cabinas, como los mejores vehículos, el aire acondicionado.

Las enormes vertederas de los tractores descansan a la entrada de los pueblos, en las eras, donde antes lo hiciesen los arados romanos o los carros, y pocos recuerdan, por falta de uso, las piezas del arado que sirvieron incluso para componer cantos que desgranar en cada una de las semanas santas provinciales, rememorando en el trabajo del útil agrícola, la Pasión de Cristo. A pesar de que los ancianos las repiten como si fuera la tabla de multiplicar en la sala de la escuela.

-Orejeras, dental, cama, pezcuño, esteva, velortas, timón, lavija, telera, chaspueta, yugo, frontiles, hijadas...

Don Serafín Gordo Bris, en Zarzuela de Jadraque, dedicó al arado una hermosa composición poética, describiendo una a una todas sus piezas, que cifró en veintisiete, incluidas algunas de las labores.

El arado cantaré,
De piezas lo iré formando,
Y como Dios me de a entender,
Todas las iré explicando.
Instrumento de labranza,
Hasta los años sesenta,
Que es cuando empieza el tractor,
Y al arado deja en tierra...

Concluía el detalle de su obra con una elocuente afirmación:
Esta fue la explicación,
Del arado de mi tierra,
Que hoy comento con orgullo,
Y yo utilicé con frecuencia.

Al arado, en forma de vertedera, le levantaron un monumento sobre la fuente de Tortonda.

Cuentan que ahora se explota la tierra, y no como antes que se cuidaba como un hijo, sembrándola en año y vez, para no gastarla, un año sí y el otro no, aunque había tierras, escasas aunque de mayor valía, como los hijos que entonces salían de carrera, que en esta zona se denominan fuertes, esas que mantienen la calidad y humedad suficientes no ya para dar una buena cosecha, tan solo para ofrecer una cosecha provechosa con la que mantener una casa, que se sembraban todos los años, a eso le llamaban acohechar.

También resulta que para mantener en pan las necesidades de una casa a lo largo del año bastaba con una fanega, una fanega era suficiente para cubrir las más esenciales necesidades de la familia. Habiendo pan no había hambre.

Una fanega de grano resultan ser dos medias. Tres medias hacen un saco. Una media son seis celemines y un celemín hace cuatro cuartillos.

Al viajero le hablaron de sembrar el trigo en octubre y en enero la cebada, y por San Marcos los garbanzos ni nacidos ni por sembrar, eso si, siempre a golpe de mano, como a golpe de mano, a manto o yurto en tierra fuerte y a lomo en tierra floja se sembró desde siempre el trigo, porque aunque un año diga mal, nunca dejes de sembrar.

-En la tierra se cuentan doce pasos al través, que es lo que hace una melga, se dan tres vueltas a cada lado moteando el grano y una al medio, y luego a cubrir con la yunta y a esperar el fruto mirando al cielo.

Ahora, desde los cielos, miran los avantos, quizá acostumbrados ya al tronar de los tractores arrancando a los barbechos las nubes polvorientas, mientras los ancianos de gorra a la cabeza, viendo las modernas vertederas, recuerdan como a mano, alforjas al hombro, esparcían los granos del cereal por los lomos de la tierra.

Han cambiado también las simientes, ya no son aquellas que empleaban nuestros abuelos, porque en demasiados casos las transgénicas y preparadas han ido desechando al centeno, que parece ser el último habitante de las altas cumbres; a la avena, que para su siembra necesitaba doble cantidad de simiente que cualquier otro cereal, aunque se adaptase mejor a los terrenos ácidos y compactos. Ya casi no se siembra avena, ni siquiera para preparar las tierras para la cosecha siguiente. La avena ha perdido una de sus primitivas utilidades, la de ser alimento para los animales de labor, porque prácticamente no quedan animales de labor.

Entre el silencio del campo, dejando a un lado el ronroneo de las máquinas, el viajero, caminando entre trigales rubios, dorados como el oro, parece escuchar con ritmo de jota coplillas que va esparciendo el viento:

Labrador que estás labrando,
Pon derecha la besana,
Que también las buenas mozas,
Se fijan por la mañana.

También, desde otros lugares, parece escucharse la réplica al canto:

Labrador que no cante,
Cuando a la besana llega,
O le sale mal la cuenta,
O la novia no lo quiere.

Y es que son éstas tierras que se despueblan, primero fueron las mozas quienes marcharon a servir a la capital. Después les siguieron los mozos en busca de un trabajo mejor. A continuación marcharon, tras los hijos, los padres, cuando la soledad de unas calles hermosas y unas casas sin ruidos ni griterío infantil comenzaban a ser una losa demasiado pesada.

Tomás Gismera Velasco